—Te echo tanto de menos que me duele el cuerpo. Y la única razón por la que aún puedo caminar es porque sé que este fin de semana podré verte.
Pero llegó el viernes y no se presentó. Y yo me quedé ahí, con mi carita de niño pequeño, mi barba desaliñada, mis manos en los bolsillos y los pies arrastrando por el suelo, todo yo arrastrándome por el suelo, cruzando el Carrer del Bisbe desde la Catedral hasta la Plaça Sant Jaume. ¿Qué cojones debía hacer?
Me fui. Me fui de todas partes. No deseaba otra cosa: marcharme del mundo. Y me armé de un poco de valor y no respondí a su «Bona nit». Porque a veces yo soy así y solo siento con el cuerpo y las cosas se me agrietan en la carne, me pesan los jirones de piel y son heridas tan repulsivas que no consigo apartar la vista de ellas. A veces yo soy así y observo cómo mi dolor me somete sin apenas hacer nada. Y otras soy un poquito amante de la antropofagia: me voy comiendo esas tiras de piel creyendo que vendrá alguien que las quiera y las devore.
Así que al día siguiente yo ya estaba dispuesto a vomitar. Solo quería oír una frase tonta que me confirmara que sí, que somos jóvenes y que hacemos tonterías y que tenemos catorce años, que después de todo este tiempo seguimos teniendo catorce años y que sentimos igual. Eran las 6 de la mañana, otra noche sin poder dormir, y le di a enviar: «Escríbeme al despertar».
—¿Nada que contar sobre ayer?
—No —me responde.
Y entonces yo me exaspero porque que no haya nada que contar significa que tampoco había nada que preguntar, que no había ningún tipo de interés sobre mí. No había ninguna frase tonta que celebrar.
—Me toca un poco los huevos.
Se refería a mi enfado, a que me hubiese molestado por no habernos visto aquel fin de semana. Y yo, que tengo la mala costumbre de no reclamar nunca nada pero sí explicarles a los demás cómo me hacen sentir, me dispongo a soltar lo que llevaba cultivando todo un día. Creí que vendría bien hablar las cosas. Y le confesé que no me sentía querido porque no me sentía cuidado. Que era como si le dieran igual mis sentimientos, lo que me pasaba, el modo en que me afectaban las cosas.
—Y yo —le dije—, yo tengo como una necesidad de ti. Trato de estar pendiente de todo, de cuidarte, de no hacer cosas que te molesten, de demostrarte una y otra vez que te quiero. Y contigo tengo que jugar a las adivinanzas, jolín.
Y ahora miro atrás y solo puede darme vergüenza que mi última palabra fuese «jolín». No hubo más mensajes en aquella sobremesa hasta bien entrada la tarde, cuando ya el sol se había ido.
—Bueno, pues ya está, se acabó —fue la respuesta inmediata—. Mi forma de ser no te gusta ni te hace bien. Que tú te sientas mal hace que yo me sienta mal y no me va bien para mi salud mental, que bastante trabajo me cuesta ya. No soy una persona cariñosa, no expreso mis sentimientos y eso te molesta, no porque sea algo malo, sino porque no es lo que tú quieres realmente. Entre eso y que claro está que no tenemos prácticamente nada en común, estaremos siempre con roces por lo mismo. Lo siento, pero es como me siento. Prefiero dejarlo antes de que nos hagamos un daño peor.
Así que no hubo pelea, discusión ni la oportunidad de odiarnos. La historia se zanjó con la misma celeridad que había comenzado un par de meses atrás. Faltaban dos días para San Valentín y rompían conmigo. Un golpe seco y fatal. No hizo falta más. Y yo me quedé solo, ahí, con todas las tripas por fuera. Solo otra vez en esta ciudad inmensa.
Lista de cosas que te dejaste en mi casa
—Un cepillo de dientes que te regalé y que no llegaste a estrenar.
—Un vaso de Starbucks de una vez que me obligaste a entrar y no supe pedir más que un capuchino.
—Los tickets del parking del centro comercial, de los sitios para guiris que me enseñabas, de las escapadas de fin de semana.
—La entrada al cine y los catorce vales que te iba a dar por nuestra versión pagana de San Valentín.
—La cuenta de la primera vez que comimos en un restaurante.
—Los billetes de tren de cuando iba a visitarte a la montaña.
—Un desodorante especial que no te irritaba la piel (y que ahora gasto yo).
—Una canción que sigue sonando por mi piso: «I’m glad I didn’t die before I met you».
—Un paquete de camembert que me compraste porque te pareció mona la cajita en la que venía y sabías que me gustaba el queso francés.
—Unas toallitas para limpiar las gafas (porque siempre las llevo sucias) y que yo reservaba para una ocasión especial.
—Un montón de amor que tú no quisiste y que yo ya no sé dónde poner.
El periodismo me queda de paso. Escribo. Arte, misantropía y revolución. Excelsior.