Al final, como al principio, todo estará flotando en el espacio. Los cuerpos seguirán atrayéndose por la fuerza gravitacional y la materia y la energía tomarán cierta forma y cierto movimiento y las llamaremos vida. Y a la putrefacción de la carne, a la mudez del olvido, las llamaremos muerte. Y al fondo de todo, el eterno rugido sideral: combustión de gases, estrellas que titilan. Una suma de astros que envejecen y se ausentan y que se van apagando. Astros que existen al margen de toda poesía, de toda palabra, de todo dogma, de toda ciencia. El aire se hace verbo e inventamos nuevos dioses. Necesitamos quien nos proteja del misterio. No queremos mirarnos en la fuente ni tampoco alcanzar el otro lado del estanque. Pero la vida tiene muchos espejos. Algunos absurdos, otros también. Eso es el memento mori: un reflejo que se nos pone delante para recordarnos que vamos a morir, como ocurre con todo en el universo. Pero el memento mori es también una invitación a la vida.
Porque vamos a morir y la vida es frágil, dejemos que corra el vino y que estallen los fuegos artificiales. Porque vamos a morir y la vida es frágil, amemos sin medida y arreglemos la Tierra. Porque vamos a morir y la vida es frágil, gastemos nuestro tiempo es cosas importantes, en cosas absurdas, en cosas que nos hacen sentirnos parte del mundo. Porque vamos a morir y la vida es frágil, admitamos que no tenemos el control sobre lo que ocurre, que no tenemos ni idea de nada, que somos tontos y mediocres y que a veces solo queremos un abrazo y comer cotufas y echar de menos y desear que vengan tiempos mejores.
Memento I: Libros perdidos, libros heredados
Recorro las páginas de este libro con infinita tristeza. Este libro, que es cualquier libro, nunca debió estar en mis manos. Porque es uno de esos libritos que se encuentran por azar en un rincón polvoriento de la librería, allí donde los ojos curiosos apenas alcanzan y ni siquiera los lectores más avezados se deciden por otorgar una segunda vida. Me pregunto quién sería su dueño, su auténtico dueño, el primero. Me pregunto si sería una herencia o un regalo, o quizás un capricho. Da igual. Me da lo mismo. Todos los caminos conducen a esta tristeza infinita de saber que el libro ya no está con su legítimo dueño y que ahora es mío —¡mío, por dios santo, pero si no sé quién soy!— y no me queda otra sino hacerle hueco en uno de mis estantes.
Escudriño minuciosamente los detalles. El olor casi putrefacto de las hojas me golpea en la nariz, pero no me importa. El polvillo que se desprende del canto, el ruido al pasar las páginas gruesas, todo en este objeto es un clímax que logra el mayor estado de éxtasis al que se puede aspirar: que el goce físico se encuentre en sintonía con el goce intelectual.
En cada trazo, en cada frase subrayada, creo leer el relato de una vida anterior. Y quisiera hacer tantas preguntas… ¿Qué te intrigó de este verso? ¿Qué significa este asterisco? ¿Por qué hay un círculo que no encierra nada? ¿De quién es esta fecha, de quién es este nombre? ¿En quién pensabas cuando decidiste que querrías volver a leer esto y doblaste sin remordimientos la esquina de la hoja? Cada libro cuenta un millón de historias. Y quizás, la menos que importe, sea la de su autor. Porque lo que interesa siempre es el nido de interrogantes. De él nace el placer, la duda, el cambio, la subversión. El libro es un objeto que atesora recuerdos, algunos ficticios y otros reales, pero todos ellos igual de válidos y verdaderos.
Leer un libro de papel, mojarse las yemas de los dedos, es un acto de rebeldía. Y esta no es una reflexión sibarita. Todo lo contrario. Leer un libro es una reclusión voluntaria, un aislarse del mundo para acudir al encuentro del silencio. Y no hay nada más revolucionario que el silencio: un lento detenerse en el tiempo, un pensamiento hondo, un desprendimiento de todo lo banal, de lo que no importa. Se requiere de mucha valentía para enfrentarse a solas a la austeridad del silencio.
Un buen libro es aquel que roza la claridad de lo incognoscible. Hallar esa lucidez es del todo imposible, pero insinuarla apenas, orientarse en su senda ya constituye el mayor de los logros para cualquier escritor.
Me resulta imposible preguntarme si a mí me ocurrirá lo mismo. Que todo cuanto quede de mí sea un puñado de libros viejos, devencijados, carcomidos por la humedad y el tiempo. Me pregunto si alguien los arrojará a una caja y a nadie le importará a quién pertenecieron antes. Y terminarán en un mercadillo o en una librería cutre y se verán, espalda con espalda, Ovidio y Megan Maxwell. Pero tal vez un chaval como yo —un tonto autoconsciente y, por ello, siempre con sed— sepa distinguir entre la tonga de papel aquellos que valen la pena. Y entonces mis libros volverán a ser subrayados de nuevo y alguien se preguntará a su vez en quién pensaba cuando doblé la esquina de una hoja sin remordimientos.
Memento II: El año que prohibimos los abrazos
Me acuerdo del rezo cristiano: una palabra tuya bastará para sanarme. Menuda gilipollez. Yo quiero tus brazos, tus brazos alrededor de mi cuello, tus brazos apretando mi cintura, tus dedos hundiéndose en mi carne, recorriéndome la espalda. Quiero atravesar mi piel, mi propia piel, y fundirme con la tuya. No con tu piel, sino más adentro, mucho más adentro, en el centro del hueso, en el centro de ti, de lo que seas tú. Como en el verso de Federico García Lorca: «Yo tengo fuerza en los brazos. Te abrazaré cuarenta años seguidos».
Estamos hartos de la pandemia, de la distancia autoimpuesta, de despedir a gente, de los semáforos. La esfera azul en la que habitamos se ha detenido y nos hemos dado cuenta de que muchos de los constructos sociales que creíamos fundamentales en realidad no dejan de ser inventos burdos. Son parábolas para adultos que nos meten miedo, que nos conducen hacia lo normativo. El sistema encuentra siempre nuevos mecanismos para reproducirse a sí mismo. Le hemos dado tanto valor al dinero, a los números, a los nombres, que hemos olvidado que todo es producto de nuestra imaginación y nuestro empeño por crear consenso. Es real el tiempo —degradación de la materia— y también el círculo. Son reales las lilas y las amigas y mamá colmando el plato de tequeños.
Por eso se me hace muy difícil entender cómo es posible que dejemos gente al margen. La hegemonía del virus cesará y vendrán otras plagas silenciosas. Los ricos se harán más ricos, los pobres se harán más pobres. La política se reducirá a una eterna disputa de crispación y enfrentamiento. El virus cesará y seguirá existiendo el cambio climático y la teoría queer y los estudios de género seguirán en auge, pero también los movimientos ultraderechistas. Y seguirá habiendo guerra y hambre y capitalismo y en Kabul las mujeres andarán por las calles envueltas en sudarios negros. Sin abrazos, ¿cómo vamos a hacer frente a todo esto?
Memento III: Jo mai mai
—Eres lo peor que me ha pasado nunca —le digo, y espero en silencio a que me responda el mensaje.
Pero antes de que ocurra ya me he arrepentido y me apresuro a añadir:
—Porque antes de conocerte yo sabía cómo y cuándo me quería morir. Y ahora solo quiero pasar el resto de mi tiempo contigo.
La tristeza, como esta ciudad, es infinita. Pero el amor nos cambia y nos trastoco y todo lo que antes no tenía valor, sentido o importancia, es una excusa para burlar a la muerte. Pienso en la letra de aquella canción: «I’m glad I didn’t die before I met you». De entre todas las casualidades que me han traído hasta aquí, tú eres mi preferida. Memento mori, memento vivere. Solo sabernos mortales le da sentido a la vida; la finitud de la existencia nos empuja a aferrarnos a lo que sea. Y ahora te miro a ti y recuerdo por qué. Las flores amarillas.
En memoria de Almudena Grandes y Verónica Forqué.
El periodismo me queda de paso. Escribo. Arte, misantropía y revolución. Excelsior.