«Quizá me fusilen unos u otros. Los nazis me aborrecen igual que los socialistas, y los revolucionarios ídem, sin contar a Henri de Régnier, Comoedia o Stavisky. Todos están de acuerdo cuando se trata de vomitar encima de mí. Todo está permitido excepto dudar del Hombre. Con eso no se puede bromear», escribió el controvertido novelista Louis Ferdinand Céline al historiador Élie Faure en una carta enviada en la primavera de 1934. ¿Por qué protestó este satírico francés? ¿Ante quiénes se quejó? ¿Quizá presintió las atroces consecuencias de la proliferación de religiones políticas y seculares que prometían a los hambrientos el advenimiento del Reino de la soñada paz y justicia terrestre? ¿O quizá también vislumbró la raíz trágica de cualquier destino humano y, en consecuencia, el eterno abismo que separa al hombre y a la mujer del linaje de los ángeles?
Por fortuna Céline no fue el único artista de su tiempo que advirtió la imposibilidad de sustraerse a la esencia desgarrada y corrompida del ser humano, ya que otros pensadores modernos como Albert Camus, María Zambrano, Ernesto Sábato, Marina Tsvetáyeva o Emil Cioran coincidieron con el diagnóstico e insistieron en los peligros que entrañaba el mito del Hombre Nuevo (resucitado hoy gracias al transhumanismo) o la desesperada fe progresista en la realización de un paraíso visible en una historia hecha ídolo. Los dos mesianismos que convirtieron al siglo XX en una desalentadora parodia del infierno, en el grotesco triunfo de la adolescente idolatría de la anteojera ideológica frente al ser de carne y hueso. Fanáticos que intercambiaron la piel por abstracciones, por la estridente verborrea de sistemas filosóficos. Arrancaron los ojos al prójimo, estrangularon las agridulces verdades que cantan las voces de la poesía… La novela Doctor Zhivago (Pasternak, 1957) se prohibió en Rusia hasta 1988, Tsvetáyeva ahorcó su pasión por el otoño en 1941, Stefan Zweig escribió una carta antes de envenenarse junto a su mujer en una ciudad de Brasil en 1942: «mi patria espiritual, Europa, se destruye a sí misma».
Duda
La duda nos libra de esa tentación de apegarnos a verdades absolutas, nos invita a atentar contra los ídolos fallidos de todas las épocas, nos salvaguarda de los vulgares eslóganes de la propaganda. «¡No dudar del hombre es vocación de suicidio; la idolatría de la vida es abrir todos los abismos de la muerte!», exclama el genial poeta y ensayista Guido Ceronetti en un hermoso texto dedicado a Schopenhauer (filósofo que siempre nos curará de espanto). Tan solo basta echar una ojeada al ajetreado decurso de la historia para sentir las garras de la duda royendo la entraña. Resulta inevitable, como una fatalidad, que el historiador desengañado se convierta en obseso de la idea del pecado original, de la caída de El Génesis o de la maléfica voluntad de vivir que anima a los seres. La negación de nuestra compartida pobreza y desamparo espiritual (nuestra herida de nacimiento) nos abre las puertas del cadalso. La filantropía de Rousseau es una superstición ensalzada por animales miopes. Los árboles de los paraísos se deshojan en manos humanas…
La historia no admite la salvación para todos nuestros males. No hay política, ni economía, ni tecnología, ni religión que logre erradicar toda la miseria amontonada en este mundo. Ya lo avisó Camus en uno de los libros más lúcidos del siglo pasado, El hombre rebelde (Camus, 1951): «los niños seguirán muriendo injustamente, incluso en la sociedad perfecta. En su mayor esfuerzo, el hombre solo puede proponerse disminuir aritméticamente el dolor del mundo. Pero la injusticia y el sufrimiento permanecerán y, por más que se limiten, no dejarán de ser motivo de escándalo». Camus propone la duda de la inteligencia, la compasión y el arte como métodos revolucionarios y rechaza las máscaras, los uniformes, las dicotomías, las ceremonias y las prometidas utopías diseñadas por las ideologías (enemigas de la poesía que siempre caza sus sombras).
Plegaria
Céline, en la carta mencionada al inicio del artículo, también escribe: «Proclamo, alto y claro, emotivamente, toda nuestra podredumbre común de Hombre, de derecha o de izquierda. Sé que esto no me lo van a perdonar nunca».
Marina Tsvetáyeva en sus tristes diarios de la revolución de 1917 recoge esta conversación que mantuvo con un señor en un vagón de tren:
«Mi defensor:
– ¿Entonces su esposo no está con la gente sencilla?
Yo:
– No, está con la gente toda.
– No me queda muy claro.
Yo:
– Como Cristo lo ordenó: no existen pobres ni ricos: existe la humanidad y en todos está Cristo».
Alia, la hija de la poeta rusa, pronuncia cada noche la misma plegaria desde que estalló la revolución. Marina escribe en su diario hasta tarde. Todos duermen. Algunos roncan, otros babean en silencio, otros mascullan cosas ininteligibles a sus sueños. Marina escribe rostros de ojos cerrados, un crepúsculo con luna, una mezquita, unas cabras, bolsas de tabaco, agua fría de un lago en invierno, una brisa… Y antes de guardar su diario, para olvidarse de las tripas e intentar dormir un poco, decide anotar la plegaria de Alia. La plegaria que reza todos los días antes de irse a dormir con la carita apoyada en los muslos cansados de mamá:
«Salva, Dios, y protege: a Marina, a Seriozha, a Irina, a Liuba, a Asia, a Andriusha, a los oficiales y no-oficiales, a los rusos y no-rusos, a los franceses y no-franceses, a los heridos y no-heridos, a los sanos y no-sanos, – a todos nuestros conocidos y no-conocidos».
Autoficción de un estudiante de Periodismo: "Solo deseo andar a ras de tierra, desplazarme con la ligereza del aire y la monotonía del agua, encontrarme con la grandeza de alguna piedra. De resto, tan solo hay negación de mí mismo. Cáscaras de nuez vacías".