Oscuridad. Una franja luminosa aparece y crece por momentos: abro los ojos. Vislumbro mis pestañas, que se van separando, y siento el cuerpo entumecido, la cabeza embotada. Otra vez me dormí con la persiana subida. Mi cristalino cumple su función y enfoco la vista: la luz de la calle es naranja y me encandilo. No recuerdo la última vez que me levanté con el amanecer sin despertador, y sin lamentar mi existencia por el madrugón, así que me asomo y disfruto del espectáculo de luz, de la calma de las calles desperezándose. Tantas vidas madrugando, cabizbajas, somnolientas, tan calladas e invisibles. La existencia de las subalternidades pasa por madrugar y bajar la voz.
Las relaciones humanas y las identidades personales se entretejen e interconectan unas con otras: cada nudito, una persona y los hilos, vectores de opresión, a veces compartidos con el nudito de al lado y a veces no. Los ejes de discriminación que condicionan muchas vidas nos atraviesan a cada una de forma distinta, creando sujetas únicas en las que coexisten privilegio y opresión. Cómo integrar ambas partes en una misma vivencia y en una misma identidad es complejo: puede que este proceso pase por acompañarnos entendiendo que somos todas hijas de un mismo sistema.
En este —textil— sentido, María Lugones señala: «El interconectar o entrecruzar a veces oculta la inseparabilidad y los términos como inseparables. Términos como “urdimbre” y “entretrama” me gustan porque expresan la inseparabilidad de una manera interesante: al mirar el tejido la individualidad de las tramas se vuelve difusa en el dibujo o en la tela». Es bastante difícil advertir la existencia de un sistema opresivo hasta que alguienes, en primera persona, logran elevar la voz entre el bullicio y señalar en fluorescente sus vidas y sus violencias. El micrófono del altavoz mediático debería estar apuntando a quienes más sufren: tal vez podríamos haberlo evitado, tal vez podremos evitarlo, pero si no escuchamos no lo sabremos y seguirán —seguiremos— llorando dolores evitables.
«La categoría es: ¡Vive! ¡Lúcete! ¡Posa!»
La serie de Ryan Murphy, Pose (2018), gira el foco hacia la escena LGTB y racializada en los 80-90 en Estados Unidos. A ritmo de vogue, se narran alegrías, dolores e injusticias de la existencia trans —violencias que por desgracia perviven—: mujeres negras que lucharon y dieron su vida por los derechos de todas, condenadas al silencio y a la opresión más absoluta. Entre ballrooms e interminables jornadas laborales, transcurren historias de amor, de desamor, de enfermedad y de supervivencia. La pandemia del VIH, el horror de todas esas muertes y el por qué de esos contagios, nos revelan que la subalternidad, la existencia de discriminación a según qué colectivos, se ve condenada a la enfermedad. La ficción responde a la urgencia de conocer lo otro.
Los hospitales están atestados de cuerpos que supuran por un sistema que los despoja de futuro —y eso quienes tienen la suerte de acceder a atención sanitaria—. Los vectores de opresión crean sufrimiento —psíquico y somático, derivado de la pobreza, precariedad, violencias— y, para más inri, ojos cerrados ante la presencia de la enfermedad: la obviamos, la ignoramos, sentimos los cuerpos imperturbables. Lo enfermo no puede hablar, y hacemos que lo subalterno enferme. Para que se calle.
La «Ciencia» al servicio de la opresión
Quienes deben cuidar, arrullar, arropar a esos cuerpos que enfermamos —todos y todas, en realidad y al final— encarnan unos cuerpos que, en el entramado de nudos de la sociedad, apenas tienen hebras apretándolos: el privilegio hecho cuerpo, vísceras y músculos. Hijos —y cada vez en mayor medida, hijas— de esa ciencia blanca y cisheteropatriarcal llenan hospitales y facultades de ciencias biomédicas a lo largo del continente europeo —al que Canarias pertenece al menos a efectos prácticos—. Cátedras ocupadas —no todas, por suerte— por quienes tuvieron la posibilidad de acceder a la academia y perpetúan las más descarnadas lógicas de opresión. La relación médico-paciente silencia la voz de quien sufre y pone en la cima del derecho a hablar, a nombrar, a la autoridad científica.
El sufrimiento del VIH se vive en silencio. ¡Cómo van a poder hablar de su dolor en un mundo que se patologizan individuos por problemas colectivos! A cada muchacha que habita —que habitó— un cuerpo seropositivo le duele el alma, las tripas a veces, la cabeza, el espejo: pero, sobre todo, duele una humanidad que nos desprecia y patologiza todo lo que se aleja de ese canon hombre blanco cisheterosexual.
Dolores que quitan vidas, que violentan cuerpos, y que podían haberse evitado si la ciencia se pensara a sí misma: científicos del mundo, acepten sus sesgos y mírense en el espejo del género, la clase y la blanquitud. Nuestro dolor es heredado, casi ancestral. Siglos de ofensas científicas y biomédicas se concretan hoy en cuerpos LGTB leídos como enfermos. Para que unas podamos alzar la voz, hay quienes tienen que bajarla.
Que alce la voz al sujeto subalterno: transformación
Los estudios interseccionales han aportado, a nivel colectivo y, por supuesto, a nivel individual, como una especie de baño de humildad: quienes nos creemos con las ideas sólidas para permitirnos idear un mundo otro donde todas las existencias sean soportables, debemos ser conscientes de nuestros sesgos (esos espacios sin luz que dejan los privilegios). Las voces críticas con el habitar humano que venimos desarrollando, que clamamos por las injusticias sistemáticas y que articulamos resistencias en cualquier espacio por pequeño que sea, merecen ser plurales, diversas y estar dispuestas a callarse para conceder a eso otro el turno de palabra, por fin.
Escuchar las realidades LGTB y vivir el Orgullo como el ejercicio de lucha y reivindicación que debería ser, por todas las vidas quitadas aun hoy. Que el feminismo se posicione unánime y mediáticamente de la mano de las mujeres trans. En fin, transformar de verdad la sociedad. La vida nace a veces, ríe a veces, se enamora a veces, cocina y limpia a veces. Otros días la vida duele, la vida sangra, la vida pesa, la vida llora. En todos esos días, en todas esas vidas, en todas esas mentes habitan las ganas de querer ser. Yo propongo que ni una vida más sea dejada al margen, que caminemos juntos todos los cuerpos y que todas las voces se alcen, se escuchen y se dialoguen.
«La puente que tengo que ser
es la puente a mi propio poder
Tengo que traducir
mis propios temores
Mediar
mis propias debilidades
Tengo que ser la puente a ningún lado
más que a mi ser verdadero
y después
seré útil».
Kate Rushin, El poema de la puente (1988)
Nunca pude elegir entre ciencias y letras: por eso hice las dos. Hubo un tiempo en el que creí cambiar Periodismo por Medicina. Ahora creo que sin las palabras no se cura. Me gusta caminar, leer en la calle y hablar de política. Danzad, danzad o estaréis perdidos.