Cuando tenía 7 años aprendí a dividir por dos cifras y a meter la barriga en un demi plié. Con 8 años me leí una saga de una bailarina que se llamaba Zoe y quise, con todas las fuerzas que cabían en mi cuerpito, ser ella. Recuerdo mis primeras puntas, recuerdo el tacto del yeso y el bolígrafo que utilicé para escribir una D y una I en cada suela como hacían las mayores, aunque yo nunca distinguí la izquierda de la derecha. Cursos intensivos de teatro, de repertorio, de stretching y ningún profesor hablaba como yo o como mi familia: con 9 años aprendí que los cursos de danza clásica los da gente flaca y guiri. Yo quería bailar pero era —soy— muslona y en Canarias no hay conservatorio de danza. Es más, yo solo quería bailar. La periferia, el sur en el sur, la gordura, las feminidades, el amor, las tallas y el miedo en los ojos de mis amigas me obligaron a la lucha, a los movimientos sociales en las calles, a los gritos, altavoces, silbatos, pancartas, a horas de asambleas, a debates interminables, pero yo no quería. Y sigo sin querer.
Descubrir la canariedad
Nacer y crecer en Canarias es una experiencia poliédrica: unas playas preciosas en las que pensarse y representarse a una misma siempre en mapas descolocados, siempre más al norte, siempre caminando y aspirando a un centro ficticio, capitalista y racista. La insularidad significa que un océano infranqueable, y apenas 20 minutos de avión a cambio de un dineral, me separaron siempre de mi abuela.
Con 15 años me encontré a mí misma aplaudiendo la invasión colonial en una fiesta popular, celebrábamos la llegada de una virgen —no importa cuál— de la mano de unos generosos soldados castellanos que nos regalaron la bendición del cristianismo. Con 15 años, una mañana de verano, observé cómo en los barrancos de mi isla se celebraba la masacre a un pueblo, cómo canarios vestidos de colonos contaban una historia que en el instituto no nos dijeron: «¡Déjennos pasar! Les traemos a la Virgen de las Nieves y prometemos no asesinar ni violar a los niños ni a vuestras mujeres». Quienes me lean saben que tonteo con la línea que separa la ficción de la autobiografía: juro solemnemente que escuché esa frase que hoy entrecomillo.
Cuando tenía 17 años, unos señores blancos, encorbatados, ricos y extranjeros, quisieron agujerear la costa de Fuerteventura por si hubiera petróleo: no vaya a ser que quedase una parcela de esta tierra sin expoliar, no vaya a ser que perdieran la oportunidad de ser un poco más ricos, no vaya a ser que dejen de ejecutar políticas ecocidas. Cuando tenía 17 años en mi instituto organizamos un encierro, hicimos asambleas y huelgas: no queríamos la LOMCE. Cuando tenía 17 años vi, por primera vez, una bandera que tenía 7 estrellas verdes y los colores de siempre junto a otra bandera azul, verde y amarilla con una letra tifinagh roja y grande en el centro. Descubrí entonces la identidad canaria como una herida, compartida y heredada, una herida colonial. En palabras de Larisa Pérez: «la canariedad no es algo que exista desde siempre, digamos que es un producto de esa incursión que estamos llamando expansión colonial europea moderna (…) la canariedad es producto de esa herida colonial, de esa violación, de esa penetración del territorio y de los cuerpos».
En algún punto entre los 10 y los 13 años, me di cuenta de que si quería bailar, tenía que renunciar a mi tierra canaria y a mi cuerpo gordo. Descubrí que para que de mí brotara la danza tenía que coger aviones, vivir lejos de casa y hacer dietas imposibles. Me acostaba cada noche deseando una metamorfosis: me metía en la cama sintiéndome larva —desdichada, gorda y con la casa lejos de dónde suceden las cosas que importan— y rezaba cuatro esquinas tiene mi cama deseando despertarme flaca y pudiendo estudiar danza sin cambiar de orilla. Cuando tenía 15 años, me elegí en carne y en territorio: elegí bailar, perdonar, reconciliar, amar un cuerpo gordo en un sitio que llamaban —todo el rato y todo el mundo— periférico.
El proyecto Canarias en Resistencia
Ahora voy a cumplir 25 años y, por fin, tengo en el escritorio un fanzine «para crecer juntas como los cardones» que alumbra y acompaña con solo existir. La herida la llevamos muchas. Canarias en Resistencia surgió a raíz de un Campamento Feminista Decolonial Canario que se celebró en la isla de Tenerife en 2018. Plantear las diversas luchas sociales desde la canariedad requiere habitar un espacio de intersección, en el que los cuerpos y los territorios se conjugan como espacios y sujetos de lucha. A raíz de lo expuesto en estas jornadas y del posterior Seminario sobre feminismos en Canarias, se elaboró un fanzine que recoge reflexiones sobre este espacio atravesado por la experiencia colonial y la de género en el que habitamos las mujeres canarias: «y cuando decimos islas / decimos territorio / y cuando decimos territorio / decimos cuerpo / y cuando decimos cuerpo / decimos libre» (Creciendo juntas como los cardones, de Magda Piñeyro y Alex Ortega). Yo no quería ser activista pero entender que, como dijo Yeray Barroso, «no somos periferia de nada» es un posicionamiento difícil y político.
Para Larisa Pérez, investigadora y pensadora canaria, la identidad canaria o la canariedad se sitúa en unos márgenes a partir de los que pueden brotar nuevas flores de tallo resistente: habla del proceso de criollización que se vivió en nuestra historia, de racialización, de la mujer canaria en algún punto —contextual— entre la africanidad y la euroblanquitud: «porque lo que tu acento te racializa el pasaporte te lo blanqueó». La mujer canaria se establece como un sujeto producto de dos pactos: uno entre élites coloniales y élites indígenas, y otro entre cuerpos leídos como hombres que pactan la sumisión de los cuerpos leídos mujeres.
La mujer canaria como producto de este mestizaje tiene una mancha originaria que conlleva, según se aleje más o menos de esa normatividad criolla, señalar otros cuerpos en alianza con las élites racistas: «cuando yo emigré a los nortes me convertí en una persona racializada, pero aquí en mi tierra yo formo parte de una identidad compartida de la que algunas personas quedan fuera y algunas devienen personas racializadas». Los ejes de la euroblanquitud nos atraviesan y nos erigen como sujetas incómodas e incomodadas: incómodas porque nunca estaremos al norte del todo, aunque nos esforcemos por maquillarla, arrastramos la cicatriz de la herida colonial, e incomodadas por la confrontación que supone reconocerse como privilegiada y cómplice de un sistema racista. En la ponencia del Seminario y en el fanzine se recoge un pensamiento, seguramente clarificador, de Isabel Obama: «no es lo mismo querer ser africanas, que querer dejar de ser españolas».
No queremos ser activistas: solo vivir tranquilas
Yo no quería ser activista pero no me quedó de otra. Soy hija, nieta y sobrina de un pueblo colonial y de otro colonizado violentamente que no vivió un proceso de independencia. Resulta que soy mujer en una sociedad criolla y racista, que racializa otros cuerpos continentales en las fronteras de estas islas y que se lee, al mismo tiempo, como la otredad por esas élites europeas y coloniales. Yo no quería ser activista pero me tuve que defender. Ser mujer en un territorio insular, turístico y empobrecido supone pensarse como persona exotizada para esa élite colonial que nos ve como lo paradisiaco en una tierra que conquistaron, y como un sujeto sometible para quienes se beneficiaron de esa herencia patriarcal en el rectángulo que nos asignaron los mapas eurocentrados.
Yo no quería ser activista, pero desciendo de un pueblo migrante, que encima ahora es testigo —y compinche— de una vulneración sistemática de los derechos humanos aquí al ladito en La Laguna. Yo no quería ser activista, pero vi en las manos de mi madre, de mis abuelas, de mis tías, de mis amigas la unión de los bordes de piel que forman la herida colonial con el pellejo lacerado que forma la herida patriarcal. Yo no quería ser activista, pero con 12 años vi posarse sobre nosotras la mirada lasciva, imperialista, expansionista y colonizadora de quien se cree con legitimidad para conquistar la tierra y las mujeres. Yo no quería ser activista, pero la imposición de un modelo económico basado en el turismo nos condenó a una pobreza feminizada. Yo no quería ser activista pero tuve que esperar a tener 24 años para, por fin, leer algo escrito en mi lengua —gracias Andrea Abreu, Dani Curbelo, Larisa Pérez, Magda Piñeyro y tantas otras—.
Yo no quería ser activista, lo juro. Y sigo sin querer. Yo solo quería vivir feliz —y, por tanto, libre— y bailar tranquila. Bailar y vivir sin imitar otros cuerpos y otros territorios. Yo no quería ser activista, pero tuve que hacerlo porque quería —y quiero— vivir y bailar desde lo propio, lo carnal: un cuerpo de mujer canaria y gorda.
P.D.: No queríamos ser activistas, ni yo ni ninguna, no queríamos que se nos romantizara como mujeres que luchan. Ahora, tras haber escrito esto, pienso en las compañeras que habitaron las grúas de La Tejita este verano: gracias a las activistas de verdad —no las activistas de palabra como yo, que seguramente no merezca esta etiqueta— por poner el cuerpo para construir una realidad mejor.
Nunca pude elegir entre ciencias y letras: por eso hice las dos. Hubo un tiempo en el que creí cambiar Periodismo por Medicina. Ahora creo que sin las palabras no se cura. Me gusta caminar, leer en la calle y hablar de política. Danzad, danzad o estaréis perdidos.