Supongo que es la Navidad, pero siento que me he quitado un otoño de encima. Uno que llevaba tiempo arrastrando. Y no es que me molesten las hojas, no, todo lo contrario. Me gusta ver, de vez en cuando, cómo centellean bajo la luz del sol. Aquí nunca nada se viste de tonos ocres. Los pinos, los nogales, los castañeros, las naranjeras, los nispereros y las tristezas son de hoja perenne. Pero después de pasar mucho tiempo a solas, dialogando con las vicisitudes de un yo mayestático y otro avasallado y vulgar, empiezo a entender cómo funciona nuestra mirada ante el mundo. Y es que no nos gusta la pirotecnia, lo que nos gusta son los colores.

Un atípico amigo invisible

El 2020 ha sido un año de pérdidas. Pero, después de todo, aquí seguimos. Cada uno con nuestras cosas. Somos cuatro amigos frente a la pantalla. Como cada año desde hace cinco, celebramos nuestro amigo invisible riguroso y excéntrico. Este, sin embargo, es un tanto peculiar: no hay comida ni regalos, y no podemos tocarnos. En el fondo, apenas hemos madurado. Ocurre lo mismo de siempre: nos ponemos al día, nos hacemos preguntas subiditas de tono, nos contamos chismes, criticamos de los que no están presentes, soltamos algún que otro puñal, nos decimos que nos queremos y hacemos un brindis, deseándonos lo mejor para el próximo encuentro.

Casi resulta divertido comprobar cómo nos reconocemos pese al discurrir del tiempo. Ya casi no hablamos el resto del año, pero (¡oh!, milagro de la Navidad) cuando estamos cara a cara con nuestro gorros navideños, todo vuelve a ser como antes. Exactamente igual que cuando nos conocimos en 1º de la ESO. Una lesbiana salida, una hippie veleta, un huérfano con ínfulas de intelectual y una chica que es la chica.

Por primera vez en años no siento nostalgia. Tampoco prisa. Creo que todo sucede en su justo lugar, en su justa medida. Confieso, casi en un alarde de lo mal que me va en el amor, mi última desdicha romántica. Y todas echan a reír cuando cuento mis desaveniencias tragicómicas, aunque en el fondo sé que sienten algo de lástima. Pico y pala, me recomiendan. No sé a dónde me llevará el túnel. Comparto también que, para ser un estudiante precario pluriempleado, no dejan de llegarme éxitos en lo académico-profesional (así, con esta vanidad ranciosa se me escapa, como para intentar camuflar que fue en este mismo año que deseé con todas mis fuerzas que un tren me arrollara).

Ronda de preguntas incómodas con ascendencia en aries

A otra, que le va bien en el amor, no dejan de lloverle problemas con sus padres. Los traumas de una generación que no supo estar a la altura pesan ahora sobre otra a la que se le responsabiliza de todos los problemas pasados, presentes y futuros. Como si el planeta y sus desastres fueran una novela de Charles Dickens. Navidad, Navidad, Navidad.

Hay otra que ahora le da al poliamor, que está cansada de relaciones monógamas largas (y me vienen a la cabeza Elena y su adorada Brigitte Vasallo). Y nos cuenta que quiere irse a recorrer mundo, que tiene estabilidad económica porque proveen los papás, que es feliz porque fuma marihuana, que hace acroyoga y tiene vocación circense. Ni una pega. Pero yo, tan decimonónico, me hago preguntas acerca de la honestidad, la lealtad, el romance y la carne. Y soy incapaz de no citar, aunque me resista, a Alfonsina Stormi, a Platón, a Aristóteles, a Spinoza, a Pedro Salinas y a una retahíla más de muertos con los que me entiendo mejor, en ocasiones, que con los vivos. Navidad, Navidad, Navidad.

La chica sigue siendo el personaje misterioso de siempre. La amiga popular, un poco controladora y manipuladora a ratos, con una personalidad fortísima y que a veces arrolla a los que la rodean. Parece llevar una vida perfecta: economía más que favorable, la carrera de sus sueños, pareja estable… Pinta bien, ¿verdad? Pues toma antidepresivos. Hay series de Netflix que han arrancado por menos. Navidad, Navidad, Navidad.

Dudas razonables

Y quizás estos amigos son solo un espejismo de los amigos que fueron. Con la chica siempre me hacía esa pregunta. ¿Estoy enamorado de ti o de las cosas que nos prometimos? Por primera vez (y así se lo cuento), soy capaz de enunciar otro amor (igual de platónico, para mi desgracia), que no me hace daño. Que es sano y hasta divertido. Y que por fin me ha hecho pasar de la página en la que estaba atrapado desde los 14 años (sí, llevo un tercio de mi vida enamorado de ella).

Y no importan los errores o las meteduras de pata, los odios musitados, la querencia amortiguada, el pasar de otros amores, la belleza de un instante que no se repetirá jamás, la dicotomía de estar sin estar y ser, siempre ser, cuando estoy a su lado, la firme convicción de que solo ella me hacía ser la mejor versión de mí. Todo eso ya no está. Se ha ido. Se ha ido a un lugar donde ni yo mismo pueda tergiversarlo en mi contra. Pero ahora tengo claro que no es una carga que llevaré como una cruz, sino como un tesoro. Y ese tesoro, el tesoro de encontrar a la persona a la que quise por encima del resto de personas del planeta, es algo que me acompañará toda la vida. Quizás con la certeza de que nunca volveré a querer tanto.

Navidad, el lugar donde siempre nos encontramos

Nada de eso importa. Por un momento, somos aquellos. Los cuatro mismos pringados. Cuatro empollones que siempre hicieron lo que se esperaba de ellos. Y que ahora han decidido que no, que a la vida hemos venido a jugar. No sé qué aventuras nos deparará el 2021 hasta el próximo amigo invisible. Esperemos, eso sí, que no haya que recurrir a las videollamadas virtuales. Y que la esperanza de una pronta vacunación venza al fin los miedos que nos han asolado estos últimos meses que cuelgan en el pasillo de nuestra memoria como retratos borrosos en pastel sobre papel maché.

Como les decía, siento que me he quitado un otoño de encima, me deshojo con el cariño de quien se sabe afortunado. El día en que escribo estas palabras, estoy convaleciente en la cama por una sensación febril que provoca que mi piel arda al tacto. Es un intenso dolor muscular que padezco de vez en cuando sin motivo aparente. Mi madre está empeñada en que el aire es la que provoca este malestar. Yo, que discurro por derroteros más paganos que la santería aunque mucho más turbios e ilusorios, estoy convencido de que es un fuego que nace de los centros. Como la poesía, que es una víscera austral y volcánica al servicio de la estética de las ideas. Y pese a todo, pese a lo mal que me encuentro, no estoy tan mal. Y es la primera vez en muchísimo tiempo que puedo decir algo parecido. Hay que joderse. Esto sí que es obra y milagro de la Navidad.

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El periodismo me queda de paso. Escribo. Arte, misantropía y revolución. Excelsior.


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