Me pierdo entre las calles de una ciudad que no reconozco. Se me empañan las gafas. Los rostros, parcialmente desfigurados, me resultan extraños. Deambulo, ajeno a mí mismo, al lugar que ocupo entre las cosas. Me abrazo a una algarabía mundanal, a la futilidad de los motores y las risas de los niños. Camino, lejos ya de la ciudad de los elefantes, de mis banderas republicanas y de las barricadas del hambre. Cuesta mucho acostumbrarse: de fondo sigue sonando Camille Saint-Saëns y su Danse macabre. Paseo por esta laguna tétrica y fingida, como si fuera ahora el decorado de una mala pieza de teatro. Pero no todo está perdido. Y no, no todo son pantallas —ni digitales ni antivíricas—. También quedamos algunos cuantos locos que brindan al son de este verso de Machado: «la cordura, la terrible cordura del idiota». Tripticum es un ave fénix.

Preámbulo: Café al borde del mar fénix

No todo está perdido. Era 14 de julio y Tripticum nacía como un ser mitológico, del fuego y la ceniza. Nacía también entre valles, barrancos y volcanes: era, por vez primera, una isla flotante hecha de lava y salitre. Pero antes del parto, irrumpieron las contracciones. Empezaron todas desde distintos rincones de las Islas, algunas incluso desde el litoral mediterráneo. Éramos un puntito de luz en el Atlántico, el placer de los encuentros inefables. Por eso solo contaré lo que puede ser contado.

Contaré, por ejemplo, que una mesa naranja no es una mesa naranja. Que los vasos, que parecen vasos, que huelen a vasos y que saben a vasos, son en realidad meros espejismos. El intelecto se emancipa del mundo sensible y accede entonces a un plano superior: desentraña los misterios del universo. Descubre, sin ir más lejos, que, por el espectro de colores y la incidencia de la luz, la mesa reúne todos los colores salvo el que refleja. El espíritu es, según Platón, el único conducto a la verdad y la verdad es, a su vez, un trasunto de la felicidad.

No se dejen engañar. Hay belleza fuera de los lugares comunes de Platón. Lo dice Aristóteles, que era su discípulo. También Alexis y Elena, que son maestros míos. El cielo, sin ser cielo, sino estrato del espacio, nos preocupa tanto por lo que alcanza nuestra vista (la forma exacta de la Luna cuando se rozan nuestros labios, la órbita eterna de los astros, estrellas fugaces que nos fletan de esperanzas…) como por lo que escapa de ella (los rayos ultravioleta, los exoplanetas, el sentido profundo de la existencia…).

Diría más. Pese a que el mundo sensible es ciertamente un complejísimo trampantojo que nos aleja de la realidad auténtica, hay verdad en la belleza, existe una estética de lo verdadero. Tripticum va en su búsqueda.

Acto I: La librería fénix

Cuando me encontré por segunda vez con Elena, ya era tarde. Penetramos, gel hidroalcohólico mediante, en una pequeña librería. Chiquitita y calurosa, El Águila es de esas librerías en las que los libros se habitan unos a otros: comparten espacios apretujados y duermen en improbables enlaces maritales. Así, encontramos un viejo tomo de Schopenhauer entre libros de autoayuda y rebeldías de Eduardo Galeano. Pregunto a la librera dónde buscar a Miguel Hernández, pero niega con la cabeza. ¿Gabriela Mistral?, repito hasta en tres ocasiones. Pero parece no haber oído nunca el nombre de una de las 15 mujeres ganadoras del Nobel. Con todo, teclea en el ordenador pero sin mucho éxito. Me encojo de hombros.

Prosigo entonces con mi plan original: toparme con tesoros perdidos por casualidad. Voy recogiendo tomos de los estantes como quien deshoja flores silvestres. Al cabo de un rato, reúno en una torre a autores tan dispares como Virginia Woolf, García Márquez, Hannah Arendt, Shakespeare, Ovidio, Juan Ramón Jiménez, Tom Wolfe, Julio Cortázar, Mario Benedetti y Federico García Lorca. Descarto, muy a mi pesar, los volúmenes que sobrepasan mis ahorros. Elena me acompaña en el proceso, me aconseja, me discute y siempre encuentra nuevos temas de debate. Al final, ella también se lleva un par de libros que son como cachitos del alma.

Luego salimos de un amor a otro; Carla nos espera en la bocacalle.

Acto II: Época

Una vez en el café, pedimos cortado y barraquito. Es la primera vez que piso el Época. Somos seis personas, todos menores de 25. Hablamos de muchísimas cosas y peleamos por otras tantas: cuáles son los ecos de la petulancia, cómo se resolverá el cataclismo del liberalismo, quién nos enciende auroras boreales en el pecho, si es posible ejercer el periodismo, que lo personal es siempre político…

Y yo, que soy tan de sentirme en un cuadro de Hopper como si fuera acaso un bebedor de absenta de Degas, de pronto me desperezo en El almuerzo de los remeros, de Renoir. Y tú, que lees esta tonta alucinación onírica, también compusiste el panel central de nuestro tríptico. Alumbrar significa, entre otras cosas, «poner luz o luces en un lugar». Y esa tarde Tripticum fue un ave fénix que lo incendió todo.

No es descabellado que me asalte, pues, el recuerdo de una centuria que ha pasado transformando el mundo como un torbellino. Y no precisamente por ambiciones pretendidas, sino por algo mucho peor: pérfida envidia. Hace ya casi un siglo de aquel acto conmemorativo por el tricentenario de Luis de Góngora. Una vindicación que daría pie a la Generación del 27, la llamada era de plata de la literatura española. Y yo, que me escondo, hecho un lío bajo una maraña de ignorancia, me saltan chispitas de los ojos al verme rodeado de tan geniales escritores y pensadores. Billie Holiday y Nina Simone, que suenan como hilillo musical de fondo, son el aliciente final para transportarme, literalmente, a otra época.

Acto III: Despedida en el andén central

Alexis sin estar, ha estado. Por eso quizás lo evocamos Elena y yo en el tranvía de regreso a casa, por eso es pieza central de esta crónica. Comentamos algunos asuntos pendientes y resolvemos nuestras divertidas disidencias, a veces citándolo a él, como quien cita a Zaratustra. Nos damos un abrazo a modo de despedida; siento que la he retenido ya más de la cuenta con mis tonterías. Y aunque tengo la certeza de que no se volverá a mirar, yo sí lo hago (siempre caigo en el mal hábito). Pienso en qué escribirle al llegar a casa. En realidad, pienso qué escribirle a Mario, a María, a Alexis, a Carla. Luego pienso que quizás es mejor dedicarles esta carta.

En el camino de vuelta, aunque no se lo digo a nadie, la materialización de un sueño me ruboriza las entrañas. Es el presentimiento de que el manifiesto inconformista de aquel primer artículo al final se ha cumplido. «Fruto de la amistad y la palabra, nacerá nuestra Residencia de Estudiantes (…). Un ágora vital y austral, repleta de almas flamígeras y búhos silenciosos», escribí hace ya casi dos años. Hay, y prometo que no es solo una promesa, reductos tangibles de esperanza. Esa Residencia existe. Se llama Tripticum. O, mejor dicho, nos llamamos. Fénix, fénix, fénix, fénix, fénix, fénix.

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El periodismo me queda de paso. Escribo. Arte, misantropía y revolución. Excelsior.


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