Hemos pasado la parada de Gràcia y él va leyendo algunos de mis poemas con voz firme y dicción segura. Trata de disimular sus torpezas, pero yo sé que la mayoría no están escritos con su acento. Los versos estallan en su boca y ciertas palabras —tabaiba, magua, maresía— se le enredan en la lengua. Y, sin embargo, el pelo se me eriza al escucharle recitar mis propios textos. Dos tiempos y dos mundos colisionan: el estado febril de mi desasosiego isleño con la calma otoñal de esta ciudad. Después de tanto leer y escribir sobre él, me doy cuenta de que en realidad el amor era esto.

Cenar seitán o tofu o soja texturizada con la capital del jamón en el recuerdo. No permitirme llevar nunca las bolsas de la compra, aunque no pesen nada. Invitarme a merendar un café y un dulce aunque él quiera cerveza y bravas. Poner una lavadora y, al tender la ropa, encontrar algunas de sus prendas entremezcladas con las mías. El olor a cotufas quemadas, yo volviéndome un diccionario con patas (cotufa significa palomita, los dibujos son machanguitos y lo que soñé anoche fue un reblujón). Jugar al Uno hasta enfadarnos, dejarme siempre la ventanilla porque sabe lo mucho que me gusta viajar en tren, cederme el asiento del metro, asegurar que me tomo el antibiótico cuando estoy enfermo, cantar a pleno pulmón en un concierto de La Oreja de Van Gogh. El bigotillo que se le queda cuando le preparo un Nesquik espeso al volver de trabajar. El regusto de barraquito en los besos de domingo. Mi cepillo de dientes en su habitación. Su cepillo de dientes en mi gaveta. Las cosas tontas, las más cotidianas.

También hacerle rabiar: qué tirado tienes el cuarto, no hagas ruido al masticar, ¿ya te vas a dormir?, ¿a esa hora pones la alarma?, ¿de verdad te vas a echar una siesta ahora?, ¿tenemos que ver el fútbol?, no hagas preguntas hasta que salgamos del cine, eso es un laísmo, eso es un leísmo, se pronuncia «ssssport», no «esport», sal ya de la cama, no lleves esas cholas, ponte los otros vaqueros. Y tratar de mejorar: tener diez veces la misma conversación por los roces de siempre y, al final, encontrar un nuevo espacio común. Que somos jóvenes y no tenemos ni idea, que cada paso que damos es como si fuera el primero y que al mismo tiempo lo vivimos como si nunca más volviésemos a andar.

Una vez le escribí una carta por mail: «No tengo ni idea de qué es el amor, cómo se crea o cómo se mantiene. Pero hay algunas cosas (tontas y cotidianas) de las que no me cansaría». Él, un hombre de ciencias, me explica el átomo, la célula, el universo. Yo, un hombre de letras, le hablo de Félix Francisco, de cine francés, de la verdad poética frente a la verdad empírica. Pero al final da igual el museo de ciencias o de bellas artes. Porque nos sigue uniendo el mismo rayo de sol naranja en un atardecer en la Barceloneta, los fuegos de colores, los paseos por una nueva ciudad en la que ambos somos extranjeros. Conocer y reconocernos: así, poco a poco, vamos construyéndonos.

Yo, que he querido mucho y mal, me doy cuenta de que en realidad el amor era esto: la zona de confort, lo que tenía delante, un hombro y un oído, poder dormir en su pecho y llorar mirándole a los ojos. No sé si el amor será siempre así de fácil. Pero tengo veinte años y pasaría otros veinte amando así.

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El periodismo me queda de paso. Escribo. Arte, misantropía y revolución. Excelsior.


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