A los poetas de la generación del 27 les unían tres elementos fundamentales: la Residencia de Estudiantes de Madrid, la más devota admiración por Luis de Góngora y un afán de regenerar el panorama intelectual, artístico y literario de la España de principios del siglo XX. Bajo esta tríada simbólica se estudia, hoy en día, a poetas de Granada, de Málaga y de Sevilla, poetas tan desiguales como irreverentes, de tendencia izquierdista y tinta fresca, renovadora, a caballo entre la tradición popular y la vanguardia.
Nombres como los de Pedro Salinas, Rafael Alberti, Dámaso Alonso, Vicente Aleixandre o Gerardo Diego se adscriben a este movimiento que se vio asfixiado con el posterior estallido de la Guerra Civil y la victoria del bando azul. Al otro lado de la historia, también grandísimas escritoras estuvieron implicadas en él. Es el caso de las conocidas como las Sinsombrero, entre las que figuraban Josefina de la Torre, Maruja Mallo o María Teresa León.
Cien años más tarde, la literatura en español no ha presenciado otro despertar ni remotamente parecido. La literatura de posguerra y, más tarde, la literatura que los márgenes del franquismo permitió florecer, nos dejaron algunos títulos inolvidables, pero nada comparable con el estallido alentador de los años de República.
Rosalía, el arte nuevo de hoy
Hay otros terrenos, no obstante, en los que las ganas de innovar son mucho más palpables. Es el caso de la música, donde los artistas independientes siguen produciendo un abanico amplísimo de canciones sensibles, profundas y tremendamente líricas, mientras que las celebridades más comerciales comienzan a dar un giro radical a los patrones de consumo de la industria mainstream.
Como ya hiciera Lorca en Poema del cante jondo y en Romancero gitano, dos de las obras más excelsas de la edad de plata de la poesía hispana, la cantante catalana Rosalía —ahora reconvertida en estrella internacional— conoció la consagración y la fama mundial gracias a su álbum El mal querer, que casa ritmos, imágenes y motivos del flamenco con elementos medievales. Todo ello en formato de hit de corta duración y largo alcance, rimas facilonas, fusión de géneros, una cuidada estética y bases de trap y reguetón.
Ya en su primer álbum de estudio (Los Ángeles), Rosalía había demostrado su fuerza vocal canción tras canción, en una declaración de amor al flamenco y la cultura popular española que pasó desapercibida. Seamos honestos. Pese a que el disco era impecable en muchos sentidos (el diseño de producción y la interpretación, fundamentalmente), no dejaba de ser un trabajo menor de corte academicista, que apenas se atrevía a arriesgar y que solo servía como escaparate de una desconocida cantaora de la pequeña localidad de Sant Cugat del Vallès.
Tratrá
Con El mal querer todo cambia. Desde Malamente y Pienso en tu mirá, los primeros singles del álbum que aparecería en 2018, Rosalía se posiciona en los primeros puestos de las listas de éxitos a escala mundial, recibe su primer Grammy y su música consigue conciliar a varias generaciones de oyentes, desde la generación Z hasta adultos que habían dejado de escuchar pop actual. ¡Incluso hace un cameo en Dolor y gloria, la película autobiográfica de Pedro Almodóvar! En escasos meses, Rosalía dinamita la industria musical, genera odios y pasiones, se mueve entre la élite cultural española, se hace amiga de las Kardashian y nos deja atónitos en los Premios Goya con su interpretación de «Me quedo contigo», la mítica canción de Los Chunguitos.
Aunque su imagen de marca se crea prácticamente sola, la factura visual tiene un gran peso en la conversión de Rosalía en estrella de masas. El vestuario, los excelentes videoclips, las puestas en escena y la extravagancia se convierten en un sello de la casa. Y pese a que la crítica especializada casi siempre se muestra a favor, el público se encuentra permanentemente dividido. ¿Rosalía comete sacrilegio? ¿Hasta qué punto el flamenco se abre a la fusión? ¿Su trabajo es fruto de la apropiación cultural?
La verdad es que no me importan casi nada esas preguntas. Lo que sí tengo por seguro es que las palmas marcan el pulso de este novísimo poema que inscribe Rosalía en la historia de la música comercial española, que los elementos disruptivos —desde el motor de los coches hasta el autotune— son como los espacios en una obra de Federico García Lorca, que la adaptación del romance medieval en que se basa El mal querer no puede ser más contemporánea y que el impacto lírico de algunas de sus imágenes no desmerecen al lado de ciertos textos de Juan Ramón Jiménez o de Miguel Hernández.
¿Por qué odiamos a Rosalía?
Mi lectura de la evolución de Rosalía se asemeja a la de Picasso. El malagueño, formado en el más estricto academicismo, se alejó de los círculos oficiales una vez asimilado el dominio de la técnica para explorar sendas que la pintura moderna nunca antes había transitado. De todas sus etapas —la rosa, la azul, la expresionista…— la más interesante y, al mismo tiempo, la más odiada, es la cubista. Y todo por el mero hecho de que fue el primero —junto a Juan Gris y compañía— que se atrevió a embarcarse en un arte sin precedentes.
El experimento cubista, en un primer momento, fracasó. Solo los esfuerzos de la crítica y de un reducido grupo de aristócratas fueron capaces de salvaguardar la reputación de esta vanguardia. Incluso intelectuales de la talla de Ortega y Gasset se subieron al carro de la inquina más feroz. No fueron pocos los tratados, ensayos y manuscritos que este autor dedicó a atacar el arte de principios del siglo XX, tachándolo de deshumanizado, tonto y superficial. Pero las palabras refinadas y los argumentos intrincados no bastaban para esconder lo profundamente reaccionario de su alegato.
¿Por qué odiamos, pues, a Rosalía? Esta, quizás, sea la pregunta más fácil de resolver. Odiamos a Rosalía porque representa lo nuevo, la ruptura del statu quo, porque empezar de cero es siempre desagradable. No entendemos el uso hortera de los sintetizadores, que apenas vocalice, que mezcle influencias latinas y orientales, que no sea fiel a sí misma, que sea demasiado fiel a sí misma. Como uno de los más recientes personajes mediáticos, su ascenso artístico y millonario permanecerá durante algún tiempo bajo el exhaustivo escrutinio del ojo público. Y, como todo arte nuevo, es imposible que siembre el consenso.
Dale una oportunidad a Motomami
Todo el álbum de Motomami es una oda a la renovación. Rosalía se labró un nombre con El mal querer, pero no podía encasillarse en el flamenco-fusión. Debía ir más allá, rebasar otros géneros y fundar el suyo propio. La iconografía del disco gira en torno a la mariposa, símbolo por excelencia de la transformación. Y el título describe a la perfección el contenido de los ajustados 40 minutos de la nueva propuesta de la joven artista. Por un lado, encontramos los elementos «moto» en el rugido de los motores, en la provocación, en los sintetizadores, en el sonido metálico, en las referencias japonesas. Por otro, la vertiente «mami» está representada por la picardía y la seducción de las letras, los ritmos latinos y la dulzura vocal, entre otros rasgos.
Su estilo sabe adaptarse a los ritmos, tiempos y clichés de las nuevas plataformas porque nace directamente de ellas. Entre las influencias de Rosalía no solo están Camarón de la Isla y El Pescaílla, sino también TikTok, Naomi Campbell y Julio Iglesias. Su música predilecta incluso llegó a sonar en una emisora virtual del videojuego Grand Theft Auto V. Algunas coreografías, como la de «Chicken Teriyaki», están pensadas para hacerse virales en redes sociales, donde tuvo lugar el propio lanzamiento del disco con un concierto rodado según las exigencias del medio. Pero vayamos a lo importante.
Algunos, los más alarmistas, han advertido que la Rosalía más lírica terminó con la última canción de El mal querer y ven, en este nuevo CD, una muestra del mal gusto de la autora. Yo no compro el argumento de los detractores ni el de los fanáticos, pero soy incapaz de restar valor a la hazaña de una artista integral que se esfuerza por darnos una nueva versión de sí misma una y otra vez, con todo el riesgo que eso entraña. Lo que es más, sostengo que, para bien y para mal, Rosalía acaba de inaugurar una nueva dirección del mainstream musical en español.
Del Poeta en Nueva York a la Poeta en Los Ángeles
En «Saoko», la canción que abre Motomami, Rosalía canta estos versos: «Yo soy muy mía, yo me transformo / Una mariposa, yo me transformo / Make-up de drag queen, yo me transformo / Lluvia de estrellas, yo me transformo». La intención es clara: romper con todo, incluso con ella misma. El simbolismo es tan potente que perfectamente podría tratarse de la estrofa de un poema. Y la cosa no queda ahí; más adelante añade: «Me contradigo, yo me transformo / Soy todas las cosas, yo me transformo». ¿Acaso no recuerda esto a los célebres versos de Walt Whitman?: «Sí, me contradigo. ¿Y qué? / (Yo soy inmenso… / y contengo multitudes)». Y pienso también en estos de Aleixandre: «Quiero un bosque una luna quiero todo / ¿me entiendes? todo todo hasta lo horrible».
En este tema, Rosalía prosigue con su enumeración de transformaciones: desde un pavo real hasta el tinte de Kim Kardashian o unas tijeras. Así, en poco más de dos minutos, introduce un repertorio vastísimo de referencias populares, que abarcan desde Daddy Yankee hasta Juan Luis Guerra. Hacia el final, asegura «fuck el estilo / fuck el estilo / fuck el stylist / fuck el estilo», la anáfora de estos cuatro versos se rompe en el tercero, aunque mantiene intacto el paralelismo. La constancia no se mantiene ni siquiera en una misma estrofa, el cambio se proclama y se propaga. Está por todas partes. ¡Incluso la base se interrumpe para dar lugar a un pasaje de jazz, la música del caos y la improvisación por excelencia!
En «Bulerías», Rosalía se anticipa a las críticas en una canción que, casi hasta el final, mantiene la pureza del estilo. Sin embargo, la letra no es muy propia del género: «soy igual de cantaora / con un chándal de Versace / que vestidita de bailaora». Cuando introduce una última referencia a Manolo Caracol y su «niña de fuego», los sintetizadores empiezan a ganar terreno y la caja y las palmas se encuentran con la mesa de mezcla. Y yo no puedo evitar pensar en el Cante jondo.
Cuando salió el avance de «Hentai», yo fui uno de tantos miles que se rieron con el despropósito de la letra. Sin embargo, es una de las canciones que más escucho del álbum, casi en bucle. De nuevo, Rosalía rompe los moldes y las fronteras entre los géneros para firmar una balada tan desnuda desde el punto de vista de la producción que su voz puede brillar en solitario. Solo que esa balada tiene una letra más propia del reguetón o el trap duro, es provocativa y explícita. Lo único que no llego a comprender es el ataque sexista («caro como que tiene / un diamante en la punta / siempre me pone / por delante de esas putas»). Salvo por ese detalle, lo compro todo. ¿La canción es un poco estúpida? Sí. Y pese a ello, funciona. Mmmm, so good.
Saber reinventarse
«Genís», estilizado como «G3 N15», es la canción más clásica del álbum. Dedicada a su sobrino, en ella Rosalía se deja el corazón para ajustar las cuentas con toda su familia por el camino que ha escogido: la fama, Los Ángeles, el lujo, la soledad. «Y me toca estar / donde no quiero estar / esto no es el mal querer / es el mal desear / estoy en un sitio / que no te llevaría / aquí nadie está en paz / entre estrellas y jeringuillas», llega a confesar. Y hay espacio también para criticar las falsas apariencias, las drogas, la miseria de la gran ciudad, las luces y las sombras de la vida de rico. El tema acaba con una nota de voz de su abuela en català, sobre la fe y la familia, algo impresionante para tratarse de un disco que está siendo oído en todos los rincones del planeta.
Mientras que «Motomami» parece sacada de una escena de Scary Movie 4, en «Como un G» encontramos versos más propios de un poemario que de un hit de masas. Uno de mis favoritos es este: «El querer que no se da, ¿dónde acaba?». Y, más adelante, destaca esta estrofa: «Que siempre te querré aunque no te tenga / que siempre me tendrás aunque no me quieras». El tema que cierra el álbum, «Sakura», es una declaración de intenciones: «Que si estoy en este es para romper / y si me rompo con esto, pues me romperé / […] / Las llamas son bonitas porque no tienen orden / y el fuego es bonito porque todo lo rompe».
En definitiva, rechazar la forma que toma un arte que acaba de nacer es tan irracional como amar su fondo por el mismo motivo. No todo lo nuevo es bueno, pero tampoco lo contrario. Hay que rascar un poquito para entender las dimensiones del proyecto de Rosalía, saber perdonar sus aristas, criticar sus ambiciones y desatinos, aplaudir el riesgo y permanecer atentos a las sorpresas que nos brindará en el futuro. Porque, nos guste o no, nos queda Rosalía para rato. Será mejor que aprendamos a escucharla.
El periodismo me queda de paso. Escribo. Arte, misantropía y revolución. Excelsior.