Siempre me he preguntado cómo funcionan los engranajes del corazón. O por qué es el corazón, y no cualquier otro órgano, el que asociamos a la parte más emocional y afectiva. O cómo algo tan pequeño es capaz de albergar tanto que, por otra parte, no se puede medir. Al menos, no de forma convencional.

Muchas de esas cuestiones se me aparecen relativamente a menudo. ¿Dónde se guarda el amor? Eso que sentimos, ¿dónde se almacena, dónde están sus límites? ¿Cuáles son esos límites? Todas son preguntas sin respuesta. Quizás es ahí donde resida la magia: en la imposibilidad de solucionar lo que nos cuestionamos cuando hablamos de querer.

Preguntas sin respuesta

Quizás, también, porque tendría que haber una teoría por persona, por habitante de este planeta. Cada rompecabezas es único, pero es que ninguna solución sería la definitiva. Simple y llanamente, porque no dejamos de evolucionar, de crecer y de sentir.

El corazón, estrictamente, solo nos bombea la sangre para que podamos funcionar y, sin embargo, es en el pecho donde vemos y sentimos, con una claridad inaudita, la fuerza que se desboca cuando aparece ese sentimiento. Al menos, esa es mi teoría.

Por supuesto, esta respuesta no es inmutable. Al contrario, siempre va cambiando. Me parece fascinante la capacidad de expandirse un poquito más y que quepa algo más, de comerse sus propios límites y colocarlos, de nuevo, más allá. Esos pasos para estar más cerca del lugar que deseas, para tirar más próximo a la canasta o esas puntillas para salir mejor en la foto.

No solo sangre bombea el corazón

Si el corazón reparte la sangre por nuestro organismo, también me lo suelo imaginar como una fuente que riega el resto de nuestro cuerpo. Inunda todos los rincones con el otro líquido necesario: el amor.

A veces me pregunto cuál será su límite. Uno, que pensó en su momento que sentir era de una manera, y solo de esa, bien medida, se da de bruces con la realidad. Cambia. Hay un momento en el que descubres que la fuente tiene otra cerradura para una llave que desbloquea un nuevo motor. Y tú, acostumbrado al flujo natural del riego, te das cuenta de que hay más, de que aquello no era el final. El límite, por ahora, está más allá.

¿Qué se hace cuando se siente que tienes algo que ya ha dejado de caberte en el pecho, que lucha por salir? ¿Y cuando falta cuerpo por el que inundar sus rincones? ¿Y cómo es que no para de crecer, por mucho que hayan pasado meses o años?

La paradoja de expandirse sin desbordarse

El límite físico, el real, el existente, el pecho, se agota. Pero, sin embargo, no hay riesgo de inundación que sobrepase los límites. Se expande solo y encuentra la manera de circular donde apenas existía un camino. Y ahí está, de forma que coloniza un nuevo espacio que no conocías y que acaba de crear. Y se repite. Y crece. Y vuelve a crecer. El torrente es cada vez más grande.

Esa corriente, por mucho que sepa que tiene todos los espacios que necesita, requiere de un cuidado, como si de un jardín se tratase. Un espacio, que como cualquier otro, sufrirá desperfectos, contratiempos y el mero paso de los días, pero que por la misma regla de tres, es mantenido y trabajado. Cuando algo te empuja a su límite, no se trata de luchar contra él para volver a tu terreno, sino de acompañarlo y atreverte a descubrir qué caminos te muestra. Pero también hay que mejorar esas sendas, sus paredes y su flujo. Saber modificarlo cuando haga falta, adaptarlo al entorno y corregir cuando se ha desviado de su canal.

Ahí está la belleza del torrente incontrolable, autoexpandible y que no para de funcionar: en saber usarlo bien, en advertirlo cuando escoja la opción incorrecta y enmendarlo cuando haya escogido el camino equivocado. Porque este flujo no es unidireccional ni alimenta a una única persona: la gracia de que aumente sus límites es porque se conecta a la fuente del otro, y ahí, entonces, es donde aparece el querer. Pero no hay que dejar de conocerlo ni de acomodarlo al espacio o se desbordará. Demasiados frutos han florecido hasta el momento, en el jardín más bonito que he visto nunca, como para dejarlos marchitar.

Los rincones son tan tuyos como míos

Yo, por mi parte (como si en algún momento hubiese dejado de hablar de mí), hace tiempo que perdí la llave que accionó el nuevo motor que expandió los límites y no hay forma de pararlo. Sigue trabajando, bombeando y, como si tuviera una tubería mágica, no para de introducir más metros cúbicos. Y creo, sin ningún tipo de duda, que quien me trajo la llave y la usó es consciente de que ese utensilio ya está perdido en alguna profundidad del mar, como cuando guardábamos un secreto y nos sellábamos los labios como cremallera para indicar el silencio de una tumba.

Y quien la usó también sabe, desde hace algún tiempo, que esta es su casa, que los rincones por los que transitan las corrientes de la fuente son tan suyos como míos, y que nunca nadie antes había sido capaz de pulsar el botón de Infinito cuando se le preguntó por la capacidad máxima. También sabe, sin duda, que nunca dejaré de cuidar nuestro jardín.

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Estudio Ciencias Políticas y Sociología en la UC3M y combino mi pasión por los fenómenos políticos y sociales con la cultura, elementos indisociables de una misma y compleja realidad. Desde pequeño me ha encantado escribir y lo utilizo como manera de evasión y difusión.


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