Quizás creer en la autonomía del arte es una de las más bellas ingenuidades. Y quizás, como ocurre con todos los horizontes utópicos, es ahí donde nos debemos dirigir en realidad. Es por eso que a los ilusos, a los que somos niños chicos y no tenemos otro sosiego más que la esperanza, nos duelen tanto las palabras de Even-Zohar y los sociólogos de su escuela. Que se refiera a Baudelaire como «productor», que reduzca Hojas de hierba al estatus de «producto cultural» o que interpele a los lectores en términos de «consumidores» solo agrava el asunto. Con su teoría de los polisistemas, el israelí funda una analogía mercantilista que cae en las mismas trampas que critica. Resulta aún más descorazonador conociendo la tradición de la que bebe, que no es otra que los campos de Bourdieu. 

Al margen de los términos en los que se desenvuelven las cosmovisiones de cada uno de ellos, sería baladí negar las interferencias de otros campos en el estrictamente cultural. Porque los poetas no se alimentan de flores. Los filósofos se dedican a otras tareas más allá de la antropofagia. Y hasta el mejor de los escritores está condenado al olvido sin un buen patrocinador. Cualquiera diría que los adalides del márquetin son los nuevos mecenas, solo que más rocambolescos. Existen, al menos bajo el marco de la cada vez más globalizada cultura occidental, intereses cruzados, pugnas de poder, amistades y rivalidades, purgas y renovaciones que no sirven sino para perpetuar un modelo de industria cultural —véase Adorno y Horkheimer— que se rige por sus propios mecanismos. Unos mecanismos, dicho sea de paso, a imagen y semejanza del capitalismo heteropatriarcal. 

Lo que pretendemos en este artículo es examinar uno de esos casos en los que las influencias de un campo pesan sobre otro. Son, a decir verdad, el pan de cada día. Ahí están las polémicas del galardón de Carmen Mola —tres escritores que no dudaron en subirse a la grupa del feminismo—, el codiciado Planeta de Elvira Sastre —una reputada poeta que se hizo popular en Instagram antes que en las librerías— o el Premio Hiperión de Poesía de Rafael Cavaliere —otro influencer de verso dudoso—. Estas injerencias se vuelven más evidentes en campos menos sedimentarios que la poesía. El cine es uno de ellos. Cuando surge un nuevo movimiento que parece sacudir los cimientos de la industria, desde el Black Lives Matter hasta el Me Too, lo único que sucede es un puñado de anomalías que acaban normalizándose. No hay más que pensar, sin ir más lejos, en el retraso del estreno de A rainy day in New York tras otro episodio de acusaciones públicas a su director, Woody Allen. 

Sartre y su no al Nobel

Una vez expuesto lo anterior, sería demasiado sencillo extraer un exponente al azar del amplio abanico de abusos de poder en el terreno artístico. Sin embargo, hemos preferido darle la vuelta y centrarnos en una de las polémicas culturales más caldeadas del siglo pasado: la renuncia del Nobel de Literatura por parte del escritor y pensador Jean-Paul Sartre. Estamos en 1964, en plena Guerra Fría, y Sartre escribe a la Academia Sueca para que retiren su candidatura de las quinielas. Los académicos, no obstante, siguen adelante y el intelectual se ve obligado a publicar en Le Figaro una carta pública de renuncia. En ella expone los motivos —personales y objetivos— por los que rechaza el premio. 

Por aquel entonces se llegó a rumorear que el rechazo fue un gesto de soberbia tras haber premiado con anterioridad a su otrora amigo y ahora rival intelectual Albert Camus o para proteger a su esposa, la también filósofa Simone de Beauvoir. El mayor de los argumentos que esgrime Sartre en su misiva, sin embargo, consiste precisamente en una feroz defensa de la libertad del escritor. En su opinión, ningún creador debe ser validado por una institución ni convertirse en ella. Por otro lado, su compromiso a título personal con el marxismo pese a la contradicción de haber sido educado en la sociedad occidental, impedía la aceptación de un título de influjo burgués. A su parecer, un escritor no debía ejercer sino la palabra escrita. La militancia se reservaba al individuo. 

Solo le precedía un único antecedente: el escritor ruso Boris Pasternak; solo que aquella vez fue la propia URSS quien presionó al escritor para renegar del Nobel. En el caso de Sartre, no ocurre lo que viene siendo lo más habitual. No es el campo de poder el que influye en el literario, sino todo lo contrario. Porque esta postura en apariencia ecuánime de Sartre supone en sí misma una subversión dotada de sus propias connotaciones políticas. Rechazar el juego de la institución es una forma no solo de empezar, sino también de legitimar la partida. No posicionarse supone un posicionamiento per se y, por encomiable que parezca la reivindicación sartriana, lo que se produce aquí no es más que otro fenómeno de heteronomía en el campo cultural. Tanto es así que el autor hereda una suma de capital simbólico tanto o más grande que de haber aceptado el Nobel sin preámbulos. 

Hacia la autonomía del arte, pese a la imposibilidad

Así que después de todo, aspirar a la autonomía del arte, confiar de forma ciega en ella, no es más que una bella ingenuidad. Pero escojo el camino de Sartre, que es también el de Kant. Prefiero estar en su bando y darme de bruces con una realidad más amarga que el sueño de lo real —detrás de los espejos descansan los mundos de lo posible—. Ars gratia artis. Espero que los creadores sigan creando por el placer de crear. Y que los lectores sigamos desarrollando nuestro propio instinto. Porque, en el sentido más estricto y literal, nos va la vida en ello. 

«¿Qué tenéis que decirme? / ¿Que me contradigo? / Sí, me contradigo. ¿Y qué? / (Yo soy inmenso… / y contengo multitudes)», escribe Walt Whitman. Y con un par de versos es capaz de explicar las consecuencias de vivir en un sistema amoral, a saber, un estado de permanente disidencia entre el hacer y el pensar. Quizás el consuelo de los ingenuos es lo único que nos queda ante la alienación: una eterna querencia de cosas imposibles. Y ante la heteronomía de los campos, dos opciones: el Ser o la Nada. Es decir, quemarlo todo.

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El periodismo me queda de paso. Escribo. Arte, misantropía y revolución. Excelsior.


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