Hace tiempo que las conversaciones intelectualoides me dan pereza. No me dicen nada. Están en mute. Me dice más cosas el rugir de la marea con las gentes paseando a su vera, que buscar quién haya leído Así habló Zaratustra para debatirlo. Las niñas como yo —no muy guapas, no muy flacas, no muy bienvestidas, no muy zalameras— encontramos en la intelectualidad la última baza disponible para clamar por nuestra existencia y nuestras ganas de ser amadas. Con lo que yo veía cuando me miraba al espejo, no me podía arriesgar a no destacar ni siquiera en lo cultural. Todas ansiábamos recibir la mirada de aprobación masculina. Las guapas se podían permitir ser tontas y banales. La vulgaridad quedaba reservada a dos grupos: a quiénes se la podían permitir y a quiénes habitaban los márgenes más márgenes. En unos, símbolo de éxito, dinero y privilegio; en otros, motivo de exclusión y desprecio. Lo que leerán a continuación: una oda a ser absolutamente comunes, normales y desprovistos de caretas.

Spain is living a celebration: sobre Eurovisión

El pasado sábado 29 de enero, se celebró el Benidorm Fest: un concurso organizado por RTVE en el que se elegiría al próximo representante de este nuestro país en el festival de Eurovisión de mayo de 2022. Cada año, cuando se acerca la fecha aguantamos turras —y, en mi caso, a veces las protagonizamos— sobre las cuestiones políticas que envuelven con un manto turbio dicho encuentro musical. Efectivamente, no son solo canciones. Entre guitarras, maquillaje y juegos de luces, aceptamos el relato de las relaciones entre Israel y Europa.

La verdad que España, el país al que pertenecemos legalmente, suele hacer el ridículo ante el resto de participantes. No pretendo desmerecer a Amaia y Alfred, ni siquiera a Rodolfo el Chikilicuatre, pero la realidad es que nuestros representantes suelen tener reservados los últimos lugares del ranking. Desde el Vivo cantando, de Salomé (1969), no hemos vuelto a ver la rojigualda en el primer puesto —por desgracia tenemos que seguir viendo esa bandera por otros muchos lares—. Parecía que desde el Europe’s living a celebration, de Rosa López (2002) que quedó séptima o el Bailar pegados, de Sergio Dalma (1991) que quedó cuarto, Eurovisión no levantaba tantas pasiones dentro de nuestras fronteras. Este año todas las miradas parecen puestas y contando los días hasta la cita que en muchas casas —como en la mía— es ineludible.

Tanxugueiras, Rigoberta Bandini o Chanel: esa fue la cuestión todo este fin de semana. Todo el mundo se sulfuró porque, por lo visto, nadie quedó contento con el resultado. Las redes estaban prendidas acusando a diestro y siniestro de ser el origen del mal. El fin de semana terminó y se comprobó lo que ya sabíamos: claro que les dan miedo nuestras tetas y claro que hay fronteras. Y claro que la misoginia sigue existiendo. Enunciar que lo personal es político implica que las canciones que llevamos a Eurovisión también son políticas. A veces somos malas feministas. Tenemos incoherencias y hemos socializado en una cultura que, a pesar de nuestros esfuerzos, es clasista, machista y racista. Hay días que, incluso las más combativas, no tenemos ni fuerzas ni ganas y solo buscamos un tarareo fácil a grito pelado con dos o tres saltitos. Seguramente puedan llamarme reaccionaria o hipócrita, pero he dicho que esto iba a ser una oda a la vulgaridad.

Ya que me preguntan, sí, yo iba con Rigoberta Bandini.

Nadal y el tenis

El pasado domingo por la mañana, en nuestra zona horaria, se jugó la final del Open de Australia. Recordarán el torneo, a no ser que sean bohemios de los de verdad, por la polémica por la no vacunación del tenista Novak Djokovic. El 30 de enero de 2022, se enfrentaron Daniil Medvédev y Rafa Nadal en un partido que duró 5 horas y 24 minutos. Sin esperarlo, asistí, vía televisión, a una jornada deportiva apasionante. Eurovisión y el deporte, en general, cumplen esa función, ya descrita, de pegamento social: por un rato, aceptamos la ficción de sentirnos unidos bajo una bandera y fingimos que todo está bien y que el triunfo de un equipo de algo es también el nuestro. 5 horas y 24 minutos medio boquiabierta medio sobrecogida, sentada en el sillón, que culminaron con la trampa de sentir orgullo por la reñida victoria de Nadal. Como si fuera mi hermano, mi padre, un amigo o yo misma. El deporte tiene esa ¿magia? de hacernos sentir que un manacorí deportista de élite y una canariona absolutamente anodina y sedentaria, somos lo mismo.

Cuando terminó el partido, el ganador hizo 20 minutos de bicicleta estática: yo me comí una tortilla de papas y dormí la siesta. No sé Nadal, pero yo fui muy feliz el domingo. De vez en cuando pienso qué habría sido de Elena Torrent si hubiera cedido a los infantiles impulsos de acumular trofeos deportivos en la estantería. Creo que habría sido infeliz y que esa deportividad sana de la que tanto se habla es muy difícil de mantener. Tal vez solo es un intento vago y absurdo de creer que mi mediocridad es elegida y mi mejor opción. ¿Cómo pueden coexistir en un mismo cuerpo el éxito más absoluto y la mediocridad inevitable del existir humano?

Como Rafa Nadal muchos deportistas de élite: basta una búsqueda rápida para descubrir las sombras, incoherencias y comentarios desafortunados del personaje. El mismo cuerpo que un día hace una demostración inédita de maestría deportiva, también alberga la vulgaridad más absoluta y común. Ni el deporte es solo deporte, ni Eurovisión es solo Eurovisión: las cuestiones políticas y estructurales lo impregnan todo. Este fin de semana disfruté y me regodeé en mi propia vulgaridad: no siempre puedo ser una feminista y una revolucionaria perfecta. A veces solo quiero vivir y descansar.

A favor de la vulgaridad

Abrazar la vulgaridad es un ejercicio de comprensión y amor. No podemos ser espectaculares todo el tiempo: yo es que ni siquiera quiero. Aceptar nuestra vulgaridad, nuestras incoherencias y las sombras de nuestro existir no supone en ningún caso despolitizarse. Disfrutar los placeres mundanos y cotidianos: no relegar la felicidad a cuando alcance, al fin, la excelencia. Termino este alegato escueto y ridículo con la voz de la genialidad:

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Nunca pude elegir entre ciencias y letras: por eso hice las dos. Hubo un tiempo en el que creí cambiar Periodismo por Medicina. Ahora creo que sin las palabras no se cura. Me gusta caminar, leer en la calle y hablar de política. Danzad, danzad o estaréis perdidos.


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