Recuerdo la primera vez que abrí un libro de Nietzsche. El elegido fue El eterno retorno. Un título que me sedujo enseguida por esa alusión a un presente imperecedero, a un mañana que ya fue. Lo que no supe al hojear de forma imprudente y como ansiosa las primeras páginas de aquella obra es que pronto, en dos o tres días como mínimo, asistiría al fúnebre entierro de esa superstición hegeliana/marxista (heredada por la lectura del psicoanalista Eric Fromm y por una sarta de elucubraciones sociológicas de moda) de la posibilidad de instaurar una sociedad ideal, el celebérrimo paraíso cristiano encasquetado en la historia. Parece ser que mi alma repetía, a título póstumo, los ocasos y funerales del siglo XX.

El ilustrado y soñado Imperio de la Igualdad, la Fraternidad y la Libertad pasó a ser el simpático recuerdo de un niño analfabeto e inmaduro que se tragó como nadie la farsa de la felicidad, el carácter accidental y reparable del mal, el prejuicio de la tabula rasa y la concepción lineal de un tiempo que tiende a la utopía. Consecuencias de desconocer el alma y, sobre todo, el destino subterráneo de la historia. Efectos secundarios de una juventud alelada e instruida en la idea de querer es poder, de que los jóvenes al fin cambiarán las cosas… ¿Pero cuál es la dirección de la historia? ¿Acaso fuimos del paraíso hacia el apocalipsis? ¿Fuimos del apocalipsis hacia el paraíso? ¿O quizá prolongamos el estancamiento en un rinconcito azul del universo donde aflora algún grito de alegría, algún sollozo, algún bostezo de hastío frente al televisor, la voz bella de Machado, la playa y, de uvas a peras, cartas de amor? ¿Tendría Nietzsche razón?

Utopía

Hoy me espanta esa delirante megalomanía fruto de la ingenuidad, ese mirar por encima del hombro a los ayunos de Gandhi o a la lucidez de los anarquistas catalanes. Sus sacrificios los barría en un santiamén la altivez de mi sublime ignorancia. Toda la historia pasada suspendida con un insuficiente hasta el advenimiento mesiánico de los millenials, artífices de la moral última, mártires de las innumerables cagadas perpetradas por nuestros torpes y alienados antepasados. «Nosotros tenemos la solución», «síguenos y apoyarás al bien» … Parece ser que cada generación cree ser el centro redentor y sabio de la historia y, si me apuras, del cosmos. Nada consume esa sed de paraíso que reveló a los cristianos que sus suspiros revolotearán como mariposillas blancas, ciegas y enamoradas hacia un cielo azul o nocturno. ¿Cuántos imperios han caído tras exigir enrabietados la imposición del derecho a unos ojos sin lágrimas, a un poeta que selle sus palabras de angustia hasta el fin de los tiempos?

Para que ustedes se hagan una idea de mi ceguera: yo creía hasta en la democracia, apoyaba como un fanático del atleti a TVE y fantaseaba con figurar en un futuro en la lista de periodistas aspirantes al honorable Pulitzer tras fundar un nuevo modelo de periodismo que erradicaría la incultura hasta en Plutón. Confiaba en una vida sin dolor y creí que casi toda la miseria era culpa de los vicios de la superestructura del capitalismo y que la Renta Básica Universal cambiará el fondo de las cosas y que la ciencia nos curaría de los demonios que celebran sacrificios sangrientos con gallinas y perros en nuestras lúgubres pesadillas. Pero me pregunto: ¿dónde surgió esa soberbia que me indujo a creer que todas las generaciones pasadas dormitaron en un imperdonable equívoco y que el tiempo histórico progresa, avanza, hacia el Bien y que el Siglo XXI constituye algún tipo de cima esencial?

Jerusalén

Con el tiempo y ejercitando un fisco mi curiosidad descubriría que nosotros desfilamos sobre las ruinas de Atenas y Jerusalén (como dicen los olvidados y profundos Fondane y Shestov). Quizá el tiempo transcurre de forma cíclica -así creo- pero el hoy parece una desagradable caricatura de la época de las cavernas. Hoy preferimos adorar a un Buda mediático de pómulos de silicona  que, venido a menos y renunciando a la más absoluta sencillez, pregona en una jerga ininteligible que el yo y el cuerpo son el Nirvana, que si las nuevas postsubjetividades nos deconstruirán el constructo neocapitalista y heterosexual del Caos Original, y qué sé yo qué malabarismos retóricos más para eludir la muerte, la omnipotencia del mal, la pregunta de Camus, la tragedia o Dios… A este Buda solo le queda el refugio del sexo, la moda y la fe en trasgresores razonamientos artificiales.

También, acompañan a este gurú esos indómitos hippies que predican el evangelio de Coelho, que solo invierten en sus excéntricos disfraces biodegradables y en discos de vinilo para la conversión al estatuto civil de homo indie, y que son la versión degradada y edulcorada del inigualable y santo Diógenes de Sinope. Y qué me dicen de esos ideólogos de todos los colores que son imitadores inconscientes de la intransigencia y sadismo de cualquier cromañón aficionado a un canibalismo frugal. Parece que la repetición cíclica de los días implica una superficial atrofia en los gestos, la inteligencia y las costumbres. Pero lo esencial permanece intacto. Seguimos siendo los malolientes cromañones de Altamira, pero con menos arte y menos gracia. Todo sea dicho.

Herida (Sobre Nietzsche)

Del maestro Nietzsche aprendí el insulto, la necesidad de la destrucción y la inmoralidad en el arte, la asimilación de la tragedia y la contradicción, la sagrada locura de Dionisos o el pensar visceral. Aquella primera lectura sobre el eterno retorno me hirió. Atacó a mis nervios. Me desveló aquello que presentía pero que jamás alcanzaría a verbalizar. Su obra trastornó mi espíritu. Me enseñó a desechar rotundamente lo accesorio y a centrarme en el corazón porque de ese órgano inquieto y musical emana todo, cada capítulo de nuestra cíclica historia. Ya lo dijo Carl Gustav Jung: Todo pende de la fragilidad de las almas. O Schopenhauer al correr el velo de Maya para desvelarnos la indestructible voluntad de vivir que espía detrás del movimiento y la forma particular de cada ser. Primero acontece en el sueño, el seno de la voluntad, lo que después se manifestará en el tiempo.

Nietzsche fue una gran revelación filosófica y le debo mi posterior aproximación a Schopenhauer, Camus o a los trágicos griegos. Toda una serie de poetas y pensadores que nos recuerdan que la esencia del humano, en esta decadente sociedad que niega hasta la neurastenia la realidad intrínseca del ser, jamás cambia. Satán desliza un puñal bajo la piel de aquel que escapa a su predestinación, Antígona se ahorca en la oscuridad de una cueva porque la vanidad de Creonte desobedece a los mandatos divinos, una serpiente negra y el bramido de un dragón espantan la tranquilidad de un sueño, Orfeo murmura su canción y sus profecías al oído humano de Ricardo. La verdad no está en la boba especulación de una ideología, en las insípidas clasificaciones de la sociología o filosofía de turno, en los diagnósticos fisiológicos del doctor o en las peroratas de la ciencia física o química. La verdad es un hombre desangrándose solo y desnudo y al abandono en una fría cruz clavada en el Monte Gólgota. La verdad es Teseo perdido y desesperado en el laberinto del Minotauro. La verdad es una herida, una fe, un amor, que desafía nuestra manía racionalista por la ilusoria seguridad de todas las definiciones.

Promesa de eternidad

«La literatura ofrece la tercera dimensión de la historia», sentencia Nicolás Gómez Dávila, ya que la literatura dice lo íntimo y no lo general, el estremecimiento de la carne y no el análisis distante de una razón que ignora el delirio, nos revela la actualidad innombrable, el mito oculto en lo pasajero. La literatura es un insobornable mandato de un amor que deletrea las palabras, una huidiza voz que juega como al escondite en el silencio inspirado. No es un acto de comunicación social, ni una muestra de apoyo ideológico a un colectivo activista. Es lugar de encuentro con el eterno presente de lo sagrado, de lo invisible. Abandono absoluto del escritor que se entrega pobre y humilde a otra voz que no es suya, que no pertenece a nadie, que nadie eligió. Morirme parar oír y decir desde ti, en ti. Humillarme hasta el polvo y la ceniza por amor al Otro. Entrega absoluta a un silencio sepulcral, a un eco de voces que atraviesa el panteón monumental de la Literatura; desde Sófocles hasta Baudelaire, desde Dante a Dostoievski o desde Shakespeare a Sábato. ¿Son los poetas de hoy capaces de ese abandono, de renunciar a los límites claustrofóbicos de ese absoluto contemporáneo de la Identidad?

No hay que pecar de fatalistas. El eterno retorno nos otorga la confianza y el aliento suficiente para creer en la indestructibilidad del genio poético, en la inmortalidad de la intuición original de un Homero. Quizá este pasaje de Borges nos ilustre con claridad cómo opera este universo circular:

«En efecto, si el mundo es el sueño de Alguien, si hay Alguien que ahora está soñándonos que sueña la historia del universo, como es doctrina de la escuela idealista, la aniquilación de las religiones y de las artes, el incendio general de las bibliotecas, no importa mucho más que la destrucción de los muebles de un sueño. La mente que una vez los soñó volverá a soñarlos; mientras la mente siga soñando, nada se habrá perdido».

Dionisos

El mismo Nietzsche participa de este embrujo al firmar algunos de sus escritos de madurez con el nombre de Dionisos, el dios entusiasta del vino y las bacanales. Parece que este se reencarna en la obra del filósofo alemán. Al igual que reaparece la compasión infinita de Jesucristo en la figura de Sonia de Crimen y Castigo o en el inolvidable personaje Rust de la aclamada serie True Detective. Uno desconoce en qué obras artísticas se soñará el mito.

Hoy podrán expulsar de las aulas a Platón y al resto de autores clásicos, podrán vaciarse todas las catedrales de Europa, podrán insistir en que la imaginación es un mero flotar en las nubes y que hay que militar en el realismo social y el pragmatismo… Pero siempre la sed de un amor eterno y la piedad ante el dolor ajeno desembocará en un horizonte de utopías, los mitos se camuflarán bajo la terminología de la más burda de las ciencias cognitivas y el yugo de una civilización racionalista estallará en un fuego que arderá en los ojos de jóvenes poetas que acariciarán la piel temblorosa de las bestias y los cabellos de los ángeles que vigilan y coordinan la marcha ciega de nuestros pies sonámbulos. Nietzsche escribirá que su nombre es Dionisos. Alguien está de regreso, nos caza. No es tu voz. Es la primera hora del día. Amanece, amanece por el Oeste al igual que ayer y mañana. El sol lamiendo las olas del mar. Amanece. Amanece otra vez. El cielo aclarándose lento como unos ojos azules soñolientos, recién salidos del olvido.

Unos jóvenes exclaman a grito pelado en una plaza que quieren transformar el mundo. Otros jóvenes algo escépticos y heridos del mismo ardor desconfían de la conquista de una Arcadia y apuestan por añadir algo de mesura al sueño. Llueven insultos, gritos y recriminaciones entre humanos. Se declaran guerras e irreconciliables amenazas. Y entre la agitada muchedumbre suenan en voz baja las consoladoras palabras de un poeta. Él nos habla de que todo este griterío ya ocurrió, de que sus palabras ya fueron dichas, que su nombre es Dionisos y que una misma e idéntica esperanza nos sostiene a pesar del eterno retorno del mal, las injusticias y las impotentes utopías lastimadas por las dentelladas del tiempo, por la culpa de un secreto brutal e inconfesado de un Dios….

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Autoficción de un estudiante de Periodismo: "Solo deseo andar a ras de tierra, desplazarme con la ligereza del aire y la monotonía del agua, encontrarme con la grandeza de alguna piedra. De resto, tan solo hay negación de mí mismo. Cáscaras de nuez vacías".


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