Me sobra un cuerpo. No un cuerpo. El mío. Me sobra este cuerpo, mi cuerpo, el cuerpo que me mira en el espejo y me pregunta. El relámpago ha marcado todos los caminos y la luz se ha vuelto un destello fugaz y veloz. Por eso mi deseo es fundirme con la nada, no evadir los miedos, no alejarme de las sombras. No angustia, no agonía. Nada. Nada, y nada más. Quizás desprenderme de mi cuerpo y ocupar todo, todo, todo el espacio de esta habitación en la que tú duermes justo ahí, tendido, en el borde de la cama. Sí, quizás eso. Solo eso.
Tú al margen del tiempo.
Tú aparte del resto.
Tú dormido.
Y un sueño. El tuyo. El tuyo que es un sueño sin brazos ni piernas ni labios ni pelo. Es un sueño desnudo que ronda por las cañerías y se mueve, casi en silencio, imperceptible.
Además de un cuerpo, ¿qué soy?
¿Qué soy, además de este amasijo de huesos? ¿Quién soy? ¿Qué me contiene? ¿El límite de mi ser es el mundo o mi cuerpo? ¿Es el límite del mundo una nariz, estos dos ojos, un cabello finísimo, la punta del pie? ¿Podría ser acaso este beso? Este beso que no se acaba, sino que sigue, te sigue a lo largo del espacio y de los días y te busca y te devuelve a mí. Un beso que es la filtración de mi ser en tu ser, la confluencia de dos existencias que se funden y son irreductibles en esencia, pero también están atravesadas por un abrazo que las hace ser la misma cosa. No, la filtración no. No la filtración porque eso implicaría dejar atrás alguna cosa. Y yo me fundo en ti, me fundo en tu beso, en un beso que es solo nuestro, que no tenía existencia y que ahora es esto, que ahora es algo, que ha nacido de la nada y que nos lanza a ella y nos rescata y nos deja a solas.
¿Qué soy, además de este amasijo de músculos? Tal vez sea esta extensión de la carne hecha palabra. Sí. Puede que sea esa estantería que aguarda mi regreso y los libros que descansan bajo las capas de polvo. Quizás sea la vida que se abre paso a través de la materia inerte: cúmulos de líneas y de tintas y de signos inventados que son letras y que son frases y que son párrafos y que son capítulos y que son historias y que son libros y que son vidas de otros y que son otros que somos nosotros y que son espejos que nos refractan. Porque la buena literatura siempre aborda el conflicto de la existencia humana, que no es otro que la finitud.
¿Qué soy, además de este amasijo de pieles, de este amasijo de escombros? Soy cientos de dudas y un lamento. Pero cómo desearía desprenderme de él, de mi cuerpo. Envolverme en una virginal crisálida de agua y salir siendo yo, nada más que yo, el núcleo líquido que me define. ¿Me querrías así, siendo etéreo? Una sombra incorpórea que ronda por las esquinas y que se detiene a mirar las flores lilas, blancas y amarillas. Una sombra que lee y que anda —siempre en silencio—, observando el universo —siempre en silencio—, sin nada que decir —siempre en silencio—. Donde el ruido no alcance y donde estés tú: ahí es donde quiero estar, flotando, mi alma sin cuerpo y sin nada más que yo.
Estudiando a un poeta ruso
Hace algunos meses, en una asignatura sobre la subjetividad en el discurso literario, estudiamos a un buen puñado de autores rusos. Marina Tsvetáyeva, Anna Ajmátova, Nadezhda Mandelstam y su marido, Osip Mandelstam. Este último fue represaliado y purgado por el régimen soviético años después de haber declamado un poema satírico en contra de Stalin. Mandelstam, no obstante, no acostumbraba a escribir ese tipo de textos. Su lírica era profundamente simbólica, a menudo críptica, y se caracterizaba por un vitalismo fuera de lo común para el contexto histórico en el que se enmarca su producción literaria. Recuerdo bien uno de sus fragmentos: «Un cuerpo se me ha dado, ¿qué hago con él, / tan único, tan mío? / Decidme, ¿a quién agradecer, / la dulce dicha de vivir, de respirar?». La estrofa me cabreó tanto que tuve que responder:
Un cuerpo se me ha dado,
¿qué hacer con él?
¿Cómo rompo lo nacido
y borro los anillos del sauce?
La tristeza se va posando
en la comisura de mi boca
y dibuja un trazo extraño
que se extiende por el rostro.
Los espejos me devuelven
un aliento de estragos
y empiezan a soplar
los incendios de mi ceniza.
No tengo nada,
ni nada que agradecer.
Cada poro de mi cárcel
es una entrada al infierno.
Un cuerpo se me ha dado
y ya ha empezado a morir,
desde hace años, en silencio,
¿qué hacer con él?
Espadas como monstruos
La otra noche, viendo La parada de los monstruos (Browning, 1932), me dio por preguntarme quiénes son en realidad los monstruos. Cuando somos chicos, ¿qué clases de figuras nos aterrorizan exactamente? Acaso la oscuridad, en sus diversas formas: el monstruo bajo la cama, el demonio al final del pasillo, la tonga de ropa que se transforma en un ser maligno. Lo desconocido, lo que se mantiene oculto, lo incorpóreo… Lo que atenta contra nuestra tranquilidad infantil no es otra cosa que la incógnita en sí misma, lo que sale de nuestro control.
En la película de Browning, una apuesta trapecista se enamora repentinamente de un enano que trabaja en un circo repleto de artistas deformes, mutilados, tullidos y amputados cuando se entera de que es heredero de una vasta fortuna. Hans, que no duda en coquetear con la muchacha, escoge el bando de la ingenuidad y abandona a su prometida (otra enana que trabaja en el espectáculo) para casarse con Cleo, la trapecista. Pero lo cierto es que Cleopatra ha urdido un plan junto a Hércules, el fortachón, para deshacerse de Hans tras el matrimonio. Además del tramo final de la cinta, el auténtico terror reside en la pregunta que propone: ¿son los monstruos los deformes, los mutilados y los tullidos o esos dos seres —sin tara aparente— capaces de seducir, mentir, engañar, manipular e incluso asesinar?
Esta violencia de los cuerpos me aflige profundamente. Una violencia corporal que supeditada a una corrupción moral, intelectual si se quiere. Así que, por esa razón y llegados a este punto, solo me queda confesar lo que quiero ser: una palabra. Quiero que todo mi ser sea una palabra. Una sola. Y no la he encontrado ni la hallaré jamás. Ese es el viaje humano. Me quedo, entonces, leyendo las Espadas como labios de Vicente Aleixandre. Labios que chocan como espadas y pelean y se enfrentan y se pegan y se separan. Labios que se envainan y que cortan y que hieren y que marcan para siempre.
Así que después de todo, la paradoja del cuerpo nos lleva de vuelta a los inicios. El beso es lo más lejos que podemos estar del cuerpo propio. Solo en la medida que nos encarnamos en el otro, el Ser es libre de su cárcel de hueso.
El periodismo me queda de paso. Escribo. Arte, misantropía y revolución. Excelsior.