Trabajo en una mercería. Hace un tiempo, en plena crisis económica, decidí mudarme al pueblo de mis abuelos. Nací en una ciudad grande y fui siempre muy feliz allí. Vivía rodeada de coches y nunca se veían las estrellas; pero podíamos ir al teatro a menudo y a tertulias políticas de todos los colores. En las ciudades grandes no hay trabajo, ni tampoco balcones si eres de barrio. En las ciudades como la mía, no tienes ni un fisco tierra para plantar tres hierbas mal puestas. Yo vivía en un barrio de inmigrantes, al lado del puerto. Mis compañeros de clase eran de todas partes del mundo y, gracias a eso, no me importaba llegar a casa sola de noche: las mujeres que llegaron aquí acostumbradas al caluroso clima del desierto, salían de noche a jugar con los niños y todas nos sentíamos acompañadas.
Hace unos años, a los alcaldes de estas tierras les dio por peatonalizarlo todo. Quitaron los coches y el asfalto de mi barrio: en su lugar pusieron terrazas, sombrillas blancas y bares de los que te ponen el cubata en copa de balón. Los alquileres se multiplicaron así que trabajadoras y migrantes tuvimos que mudarnos. Nuestros pisuchos se convirtieron en asépticas viviendas vacacionales, con suerte. Sin suerte, fueron derribadas y en esos solares arenosos construyeron enormes edificios con toda la fachada de cristal. Todo construido para fingir que los ricos no ensucian.
Yo sentía una incomodidad en lo alto de la barriga, un rucurucu incesante y decidí escucharlo: no quería una vida de agobios y precariedad. Nunca quise envejecer en un sitio en el que el goteo de coches no cesa pero no hay nadie que te alcance a ningún lado. Me mudé a un pueblo porque no me gustaba no conocer a ni uno de mis vecinos aunque llevase veinticinco años durmiendo en la misma habitación. Llegaron las Navidades de aquel año y yo hice las maletas para comerme las uvas con mis abuelos: nunca las hice para volver a mi barrio. Estaba en el súper comprando lo básico —un cacho queso y aceite para el mojo— y escuché hablar al matrimonio de delante: necesitaban a alguien para ayudarles en la mercería y yo me ofrecí sin pensarlo. Sí sí, soy la nieta de Juan el de Correos, yo voy pa’ casa ahora, dejo la compra y vuelvo por la tienda. Eso hice.
Los siguientes meses los pasé entre hilos y conversaciones sobre labores. Mujeres mayores, otras de veintipico y cada vez más hombres. Hice nuevos amigos y de la vida brotó la sencillez que anhelaba. Éramos muchas las que volvíamos de la ciudad por aquel entonces: la vida después de la universidad no resultó ser lo que nos habían prometido. Entre ovillos y bobinas de colores sané y recobré la calma.
Cuando acababa de empezar, había dos chicas que solían venir juntas porque decidieron aprender a tejer. Es precioso cuando las amistades son revolucionarias y, en vez de competir, se comparten los éxitos, el crecimiento y los resbalones. Juntas llegamos más lejos, más fuertes, más creativas. Una de ellas era pelirroja y la otra castaña clara, las dos teñidas o eso creo. Parecía que podían pasarse horas acariciando madejas y discutiendo combinaciones de colores para las bufandas que se hacían mutuamente. Yo sonreía a hurtadillas cuando las escuchaba soltarse verdades como cuchillos:
– Tía, con lo torpe que eres, yo probaría primero con unas agujas más gordas
+ No si en realidad tienes razón, ¿me guardaste un poco de ensaladilla, no?
Al cabo de un tiempo, empezaron a venir por la mercería separadas. Ya no había risas frente a los hilos y sus miradas se habían ensombrecido. Seguían tejiendo, según me contaban, yo las miraba a los ojos a modo de abrazo mudo. Los días pasaban y se convirtieron en meses: nadie las volvió a ver juntas en ningún rincón del pueblo. Ni la mercería ni los bancos del pueblo volvieron a albergar su amor. La vida siguió. Se levantó un muro de hielo infranqueable entre ellas que las protegió y les permitió seguir caminando. Mejor así.
Desde que me mudé, iba con frecuencia a la librería. Hubo un día que estaba totalmente sumergida en esas estanterías, ansiosa y expectante, hasta que di con El baile de las locas (2019), de Victoria Mas. En esas andaba, descubriendo los melancólicos muros de La Salpêtrière cuando una de las chicas, la castaña clara, entró. Me saludó con un toquito en el codo, tenía cara de venir de la biblioteca y fue directa a la pared con las revistas. Hablamos un poco, qué tal la familia, pues todos bien, y sí la verdad que hoy hace bastante frío. Tienes algo que hacer o tomamos un café, pues sí pues tomamos un café sí.
Fuimos a uno de esos bares cutres a dónde van los hombres —exclusivamente— después de un largo día en los plátanos. Nos sentamos en unas mesas metálicas que había al sol. Dos cortados largos y un vaso de agua con gas, por favor. Nos pusimos las gafas de sol y nos sonreímos como se sonríen quienes quedan por primera vez. Hablamos de cosas banales, de chismorreos del pueblo y de la última serie de HBO. Al final ella acabó confesándose, como si soltara una mochila llena de libros para echarse a correr:
– Rompimos, como si fuéramos una pareja. En realidad no veo tanta diferencia entre las amistades y los amores. No veíamos la amistad igual, nos hacíamos daño porque nos queríamos distinto. Yo sentía que nunca iba a ser lo suficientemente guay para que contara conmigo de cara a los demás, y que sus problemas siempre eran más importantes que los de ella: yo cruzaba la isla si ella me necesitaba, y cuando yo la llamaba solo escuchaba el contestador. Supongo que ella pensó siempre que yo tenía un carácter insufrible, que era borde y prepotente. No lo sé y, en el fondo, tampoco me importa. Simplemente no funcionó.
Los días continuaron pasando en el pueblo y en mi mercería. Aprendí a tejer y bordar. Acompañaba a mi abuelo a los papeleos y a visitar los huertos. Me hice amiga de la chica de la librería y de la que repartía el pan por las mañanas. Cobraba dinero suficiente para vivir en el pueblo, pagar las suscripciones a las plataformas digitales de música y cine, y tenía espacio de sobre en casa para comprarme todos los libros que siempre quise. La vida caminaba más despacio, el aire era más respirable y todas las noches, todas sin excepción, subía a la azotea a mirar las estrellas. Incluso acabé distinguiendo las constelaciones. Creo que no voy a volver nunca a vivir a la ciudad. Dejé atrás mis sueños de excelencia y poder a cambio de una vida vivible en un lugar en el que no eres un número sino alguien con nombre, familia y futuro.
Nunca pude elegir entre ciencias y letras: por eso hice las dos. Hubo un tiempo en el que creí cambiar Periodismo por Medicina. Ahora creo que sin las palabras no se cura. Me gusta caminar, leer en la calle y hablar de política. Danzad, danzad o estaréis perdidos.