Parece coña, pero no lo es. La saga Crepúsculo (2008) supuso un fenómeno generacional que cambiaría para siempre la vida de miles de adolescentes. Y no precisamente para bien. En la adaptación cinematográfica de los libros de Stephanie Meyer quedaron retratados los peores ritos de tradición judeocristiana relativos a la interacción social. Desde la representación de las relaciones sexoafectivas hasta el emparejamiento romántico, pasando por la gestación, los triángulos amorosos, los celos, la familia tradicional y el matrimonio. ¿Cómo aprender a querer bien después de aquello?

La primera educación sexual

Para cuando se popularizaron las películas, yo tendría unos 13 años. Ya me habían presentado a la chica guay del instituto, pero no había podido entablar más que una o dos conversaciones con ella. Lo suficiente para saber que la iba a querer toda la vida. Sin embargo, como en aquel objeto del deseo inalcanzable que caricaturizó Buñuel, era consciente de que no había nada que hacer. Mientras tanto, había empezado a salir con una chica mayor, algo avispada, mucho más madura que yo tanto por su intelecto como por su apetito sexual. Me sentía como Manny en las primeras temporadas de Modern Family.

Un día, sin embargo, la invité a ver una película. Era Crepúsculo, aunque yo la odiaba casi tanto como ahora. Ella me confesó, sin embargo, que prefería la secuela, Luna Nueva. Esa no la tenía. Y tampoco me apetecía competir con los abdominales de Taylor Lautner. No la vimos entera, claro está. Antes de que me diera cuenta, ya estaba sucediendo. Yo no comprendía muy bien nada de lo que ocurría. Tenía miedo y muchísimas inseguridades. Y aunque no lo sabía, buena parte de ellas estaban inoculadas por el mismo veneno que proyectaba la película que transcurría en segundo plano.

La pareja (romántica) como aspiración vital

Para empezar, tanto humanos como vampiros solo buscan una cosa: el emparejamiento como vía precoz de la autorrealización. Nace de la creencia de que, como individuos, somos deficientes; necesitamos de otros para completarnos. Pero lo que buscan no es un compañero, sino un simbionte.

Alimentan la relación con una dieta de ingredientes peligrosos: la interdependencia extrema, la exclusividad, la burbuja social. Y todo eso conduce a resultados igual de provocativos: el trueque del amor por la obsesión, el control, la sobreprotección y el paternalismo, entre otras conductas parasitarias. La relación de pareja, cuando se idealiza, se transforma de pronto en un laberinto de toxicidad de difícil salida. Porque se nutre precisamente de esa radiactividad. Y un sabotaje de semejantes proporciones solo conduce a un estado extremo de inanición.

No nos engañemos. Aún hoy, de vez en cuando tengo el deseo culpable de que alguien hiciera tanto por mí como Bella por Edward. Claro que yo no soy un vampiro luminiscente y este no es un mundo de fantasía. Nadie debería renunciar a tanto ni cambiar tanto por nadie. Bella deja maniatado su futuro por una figura enigmática y erótica, la encarnación de una masculinidad violenta que considera que el amor es reprimir los instintos y que, por propia naturaleza, está destinada a hacerle daño. Y Bella asume que, si realmente desea compartir su vida con él, debe renunciar incluso a su propia identidad. Rehúye de su padre, deja de ver a sus amigos, aparca su carrera académica… El nuevo centro de su vida tiene nombre y es Edward Cullen.

Y Jacob (el hombre lobo, recordemos) un poco a lo suyo, a pico y pala aprovechándose de una Bella en su peor momento emocional, cuando ella solo necesita un amigo y un hombro sobre el que llorar. El triángulo amoroso, que sería legítimo en silencio, se convierte en una tortura psicológica sistemática y premeditada desde el mismo momento en que uno de los vértices es incapaz de respetar el no. No contenta con ello, Meyer crea algo llamado imprimación: un poder superior, casi divino, que otorga a los lobos macho encapricharse con literalmente cualquiera y crear, de forma unilateral, un vínculo irrompible.

Virginidad, matrimonio y epifanía

No es un secreto que la saga Crepúsculo resume buena parte de la simbología cristiana, que muchas veces ni se molesta en disimular. Empecemos por lo obvio. ¿Eso que Bella ansía tanto y que solo Edward puede apaciguar es realmente convertirse en vampiro o en mujer? En efecto, la virginidad de Bella es resguardada con tanto recelo por su otra mitad como su humanidad. Edward representa, en este caso, los valores cristianos. Y Bella, en cambio, hace el papel de Eva, de mordedora de la manzana, de María Magdalena, de encarnación del mal y del pecado. Al final, resulta que lo segundo llega antes que lo primero: cuando los protagonistas se unen en santo matrimonio, lo consuman practicando sexo del duro. Spoiler: sale mal. En cualquier caso, la corrupción se contrarresta gracias al sacro enlace y Bella está más cerca que nunca de su auténtica epifanía vampiresca. Sin embargo, sus actos tendrán consecuencias.

La falacia del provida

¿Qué moraleja judeocristiana podría quedarnos en el tintero justo después de forzar al matrimonio a una adolescente para obtener lo que desea (no sabemos ya si es a Edward, ser vampiresa o perder la virginidad)? La respuesta es tan evidente que casi roza lo insultante: un embarazo no deseado. Y quien personificaba hasta ahora el carácter más puritano, se transforma de pronto en un adalid del aborto. ¿Cómo permitirlo? Bella, encinta de una criatura híbrida que se alimenta de ella misma hasta casi matarla, protege a su bebé a capa y espada. Porque hay que defender la vida aunque desemboque en la muerte y sea la semilla misma de un ser diabólico. Esta es la lección de catequesis que dictó Crepúsculo a toda una generación de adolescentes con las hormonas a flor de piel.

Se desencadena, de este modo, en Amanecer, la cuarta cinta de la serie Crepúsculo, una pugna entre los autoproclamados provida (que defienden la vida del feto por encima de la de las personas ya venidas al mundo, sin importar los costes materiales, psíquicos, físicos e incluso en términos generales de calidad y bienestar) y los verdaderos provida, los que defienden la libertad de los progenitores (o, cuanto menos, la madre o persona gestante) por encima de la de un cigoto que no deja de ser la unión biológica de un espermatozoide y un óvulo. Por supuesto, dadas las altas dosis de moralina que ya hemos puesto de relieve a lo largo de este análisis, terminará por ganar la postura de la propia Bella, pese a encontrarse varias veces al borde de la muerte, mientras que Jacob y Edward terminarán por resignarse.

Bella ya ha tenido su castigado, ha pasado por todas las etapas del vía crucis, se alza como una mártir, la madre coraje, se ha realizado como mujer. ¿Le falta algo por demostrar a ojos de Dios?

La conservación de la familia y la heteronormatividad

La familia Cullen es un tanto curiosa y no solo por su naturaleza vampírica. Con Carlyle y Esme como patriarca y matriarca del clan, los hijos adoptivos tienen todos algo en común: además de ser treinteañeros que fingen estar en los últimos años de la adolescencia, son todos guapísimos y se relacionan casi exclusivamente entre ellos. Y no hablo solo de relaciones sociales, sino también de lazos sentimentales. Meyer se asegura de dejar cubiertas las cuotas de amor desbordante y empareja a cada uno de los hermanos entre sí. Es una suerte de experimento ario: los vampiros se emparejan con otros vampiros y crean un círculo social impenetrable. Como último rasgo de las familias crepusculares destaca la heterosexualidad: ya que los no muertos (a priori) son incapaces de tener descendencia, su única forma de proteger la tradición de la concupiscencia es remedar los estándares reproductivos clásicos. Así que sí, se podría decir que Crepúsculo es un vítor al amor, más concretamente al amor heterosexual.

Crepúsculo
Un claro espejo de la clase privilegiada americana: guapos, blancos y heteros. Foto: Puzle Factory

Esta representación trucada del amor y las relaciones explotó en la cara de la propia pareja protagonista. Kristen Stewart y Robert Pattinson (ahora recuperados de aquel primer batacazo interpretativo y con prometedoras carreras por delante) vivieron en sus propias carnes los requiebros de un amor adolescenetemente enfermizo. Tan mediatizados como estaban en aquella época de principios de la década de 2010, muy pronto llegaron las primeras planas anunciando las rupturas y reencuentros, las infidelidades, los rumores y, al fin, la salida del armario por parte de ella. El problema no es que la prensa no les dejara margen de error (y, se entiende, espacio para la privacidad), sino que pasaron de ser un producto de consumo para jóvenes a un experimento fallido de la industria pop.

Pongamos que hablo de nosotros

Así que, al final, no resulta tan estúpido si te detienes a pensarlo. Querer después del crepúsculo significa querer cuando los fuegos artificiales dan paso al silencio, al letargo de una llama que aviva los primeros pasos de una relación, pero que se consume de manera acelerada. ¿Cómo oxigenar el fuego sin apagarlo? Y, en especial, sin recurrir a los trucos fáciles que hemos aprendido de las películas. Querer después del crepúsculo es aprender a querer de día, cuando ha pasado la noche efervescente y las promesas se incumplen y las querencias se amortiguan y florecen las soledades y las aspiraciones personales no casan con el molde que se le había asignado a la pareja. Es querer después de la medianoche, cuando no hay claro de luna y el sol comienza a incendiarlo, a inundarlo, a quebrantarlo todo.

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El periodismo me queda de paso. Escribo. Arte, misantropía y revolución. Excelsior.


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