Hay días en que me da mucho miedo quedarme calvo, que el coche no arranque o no estar a la altura de lo que se espera de mí. Otros, en cambio, me consumen miedos de talla mayor. Por ejemplo, si estoy haciendo lo suficiente para que me quieran bien. O si, algún día, de repente, seré consumido por el olvido y la soledad. Hace poco conocí a una galáurea. La primera de toda mi vida. Siempre había pensado que eran estrellas fugaces, carromatos de fuego tirados por aurigas con olor a laurel y ambrosía. Pero nada de eso. Las hay también entre los mortales. 

Tal vez amar es aprender
a caminar por este mundo.
Aprender a quedarnos quietos
como el tilo y la encina de la fábula.
Aprender a mirar.
Tu mirada es sembradora.
Plantó un árbol.

Yo hablo
porque tú meces los follajes.

Octavio Paz (Coda)

Prefacio sentimentaloide 

La imagen se me reveló a través del espejo. Tengo estrías donde antes no había sino lunares. Las observo con intriga, como un signo de mi propia decadencia. Nunca sé si debemos valorar la vida por su caducidad o al arte porque trasciende la historia. No venero al dios del tiempo ni a ninguno, pero a veces juzgo el presente con acritud. Y desde ese rencor me flagelo muchas veces: ¿me pasa lo que me pasa por ser demasiado feo, demasiado gordo, demasiado sensible, demasiado estúpido, demasiado autoconciente? En medio de este profundo sabotaje que quizás asole también al lector, me he propuesto dejarme querer y celebrarlo. 

En realidad, nunca me ha asustado querer a cara perro. Me acompaña la cómoda intuición de que es mucho más fácil expresar lo que siento que lo que pienso, aunque no sea capaz de reconciliarme con ello sin papel de por medio. Suena naif, pero me gustaría que el amor que dispense en el mundo deje las mismas huellas que la témpera en un colegio infantil. Quiero que la siguiente generación garabatee sobre las rupestres pinturas y que así, capa sobre capa, un día al fin entendamos que no importa otra puñetera cosa en el mundo que las galáureas, signifiquen lo que signifiquen para nosotros. Nos alimentamos del calor del buen querer y de los colores que se desprenden al decirlo a viva voz. Querer para los adentros, por desgracia, solo nos consume. 

Origen de las galáureas

Una amazona me sugirió, cuando compartí con elle (sic) mis impresiones acerca de una de mis últimas lecturas, que quizás lo que estaba viviendo era una especie de Lolita inverso. Y yo negué, me ruboricé, aparté la vista de la cámara y dije que no y que no y que no, y solté unas risitas como para disimularlo. Pero quizás sí, solo quizás. En algún recóndito nexo común, es posible que J. sea mi Lolita, esa tierna obsesión sin apenas experiencia a la que yo quiero de pronto corromper como si algún mal habitara en mí o, en tal caso, como si yo pudiera domarlo. No es tan loco si lo piensas.

Stanley Kubrick vio en Lolita (1962) las perversiones, mientras que Nabokov jugó con la crítica, el sarcasmo, la ironía, la inteligencia tenaz de una moralidad fingida, la pedantería de Humbert Humbert, la altanería holgazana y manipuladora de Lolita, los blue jeans y el exquisito atractivo de las nínfulas que degenera en fruslería enfermiza. Nabokov lo vio todo, vio el mundo. El ruso captó en una lengua que no era la suya  —adquirió la nacionalidad estadounidense en 1945— la fragilidad del ser humano, del deseo y del amor. Y demostró que todos somos almas patéticamente corrompidas. 

En mayor o en menor medida, nuestros intereses personales nos arrastran por el fango. Somos seres dispuestos a reptar como alimañas kafkianas, retorcidos animalillos con sed de ¿qué? ¿De amor? ¿De reconocimiento? ¿De plusvalía? Dejando la crítica literaria a un lado, no resulta tan loco si lo piensas. Cambio a la nínfula por la galáurea. 

Sin embargo 

Yo solo quiero cerrar los ojos y sentir tu cuerpo ondulante, tu cuerpo mecido por las olas, las sábanas revueltas de espuma, el liviano peso del aire arrullando tus costales y quiero creer en que el amor sea lamernos el salitre de la cara, tu cuerpo tibio amansado en la penumbra, tu espalda desnuda y relámpago y estigia. La pluma y la garza son solo una, como tú y tú y tú y tú y este lecho de ojos cerrados donde yazco a tal punto que me brotan branquias y nado contigo hacia el campo de juncos que es la muerte de este sueño inefable, la muerte de la vida que es un secreto, la muerte de la muerte que es un cuento de mentira que desvela demasiadas verdades. 

Tú tan de ojos infinitos, de estrellas y soles tu mirada, es de atento sosiego tu pecho y nebulosa. Y yo tan de tierra acuclillada, tan pequeño y tan necio, tan vulnerable que mi único deseo es saber que hago bien y nada más, que hago el bien y ya está. ¿Soy bueno? ¿Lo hago bien? ¿Alguien me echará de menos? ¿Todo el mundo me quiere menos de lo que yo quiero al mundo? Mi deseo no es otro deseo que saberme querido, desde la voluntad y la conciencia, y aun así preferir la querencia al desapego. Que me escojan, pese a todo. 

Y quiero acostarme a tu lado, fingir que tengo un lado de la cama, sí, que me pertenece el lado izquierdo de la cama, de tu reino inexplorado por viejos seres cirenaicos agotados por el recuerdo y quiero no caer en el olvido de esta historia de galáurea intrascendente, de estos veinte años febriles y extraños. Fotograma tras fotograma quiero rodar contigo esta canción, labrarla en el suelo y esculpirla en el pétreo jardín de este puente de candados. 

Ofrenda al dios galáureo (monólogo interior)

Quiero acompañarte en el camino de tus hijos y hacer pequeños tus miedos y que nadie —nunca más, nadie— se atreva acaso a herirte de nuevo. Bordaremos con lilas tus cicatrices, regaremos los juncos frente al estanque. Lo-li-ta. Mi Lolita salvaje e indómita. Lolita testadura y avasalladora. No más flagelo que el mío. No más bostezo que el de una tarde de domingo. No más hombres contra hombres. Solos tú y yo, mientras el mundo se traslada de tal a cual punto del universo que es tan ajeno a mi memoria que siquiera trato de acordarme. 

Te doy mis ojos, los ofrezco en sacrificio. Te doy mi pecho y mi pelo, cada átomo de mi ser. No quiero existir en otro lugar que no sea en ti. Que no se distinga nada nada nada nada nada nada nada nada en el estanque hundido en las voces de los dioses antiguos de los dioses pasivos de los dioses sin ojos de las vísceras de las que quiero enseñarte quiero estar a tu lado y que me veas por dentro que mis ojos sean tus ojos que sepas lo que pienso que no me hables ni me toques ni me solo mirarme en la habitación ensombrecida y saber qué hay debajo de mis costillas quiero asomarme

al borde galáurea galáurea galáurea galáurea

de tu garganta y gritar tu nombre y que me respondan los ecos de las galáureas y quiero que guardes una foto esta foto la foto que veo al fondo la foto que describo la foto de yo desnudo con los órganos dentro cada uno en su sitio cada uno en su tierno trabajo mecánico de niño chico que no sabe dejar de llorar y quiero que lo firmes uno a uno cada rincón de la fotografía de mi cuerpo transparente quiero que en la galaxia áurea de mis órganos flotando en el espacio sideral seas tú el astronauta y yo el cobijo y no puedo respirar no puedo respirar no puedo amor de azahar y terciopelo quiero que en la galáurea me dibujes profundamente dormi doenlainconscienciadeunraptofrugaldelossentidosenelqueyomedesvanezcoysoysolotuytoytuyoyuyo tuyo tú y yo y o túyo tuyo y quiero que

Fin de las galáureas… ¿o principio?

Vómito naranja sobre el piso. El ordenador da vueltas, como esta oda a las galáureas que llevaba en volandas y que ahora se ha ido y que ya no es mía. Todo el caos vuelve a su sitio. Cada coma, cada signo, cada ápice de cordura se recompone y finge que esta carta ahogada merece un rescate. 

No sé quién soy.  Ni como estudiante ni como obrero ni como amante. Y tampoco como joven ni como hombre ni como escritor. Solo sobrevuela la eterna pregunta. ¿Estaré haciéndolo bien? Y como no obtengo respuesta, quiero quedarme quieto, muy quieto contigo. Y ver juntos pasar el resto de la Historia. 

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El periodismo me queda de paso. Escribo. Arte, misantropía y revolución. Excelsior.


Un comentario en «Historia de galáureas y lolitas»

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