El pasado miércoles 28 de octubre encontré varios papeles arrugados y sucios, estrujados en forma de pelotas de tenis, a los pies de un contenedor de mi ciudad. Observé que estaban escritos con letra menuda, curva y algo sofisticada. La curiosidad periodística desplazó mis manos hacia el suelo y desdoblé los tres papeles abandonados. Los leí al completo, sin concederme pausas. Para mi sorpresa, me topé con una extensa carta de despedida llena de pasiones y pensamientos contradictorios, de culpas, de recuerdos, de miedos, de pasajes que mi inteligencia aún no alcanza a comprender. Qué inverosímil es la realidad, pensé. Si esto lo escribiera un novelista lo tacharían de fantasioso, de falta de veracidad. Pero, a mi juicio, no hay territorio más inverosímil que nuestras vidas.
En particular, hace unos días leí una extraña noticia que describía cómo un señor recogió a una niña desconocida en el colegio pensando que era su hija. Se percató del error al rato de estar en su casa. El señor no padecía ceguera, pero demostró una desmesurada y caricaturesca distracción propia de un personaje del teatro del absurdo. ¿Qué diría la crítica obsesionada con la verosimilitud si leyera una novela o un cuento que abordara la misma situación? Dirían, con esa fanfarronería y pompa que caracteriza a los críticos: esto no se lo cree ni dios, carece de sentido…
En este artículo me limito a transcribir la carta de despedida que encontré en mi calle el pasado miércoles. Modifiqué los nombres por respeto a la intimidad y omití algunos pasajes que desvelaban el lugar de residencia y de trabajo de algunos de los aludidos en el texto. Publico esta carta porque en ella creo descubrir algunas de las obsesiones, deseos y esperanzas que asolan a parte de la humanidad. Aunque quizás estas palabras resultan excesivas y lo dicho en la carta no trasciende lo anecdótico. Aún así, espero que se sorprendan, como me sigo sorprendiendo yo cada vez que vuelvo a releerla.
La carta
A ti, Lara:
Me marcho Lara. Mañana cogeré el primer vuelo a Sevilla; volveré a vivir junto a mi padre. Admito que antes de decidirme a escribir estas pocas páginas pensé, como para consolarme, en la última vez que dormimos juntos: tú dormías tan tranquila, tan alejada de mí. Parecías una niñita menuda y soñadora de doce años abrazada a su peluche favorito, parecías vivir uno de esos preciados sueños llenos de imágenes y sonidos cargados de placidez, de esos que nos devuelven a una añorada tarde de felicidad perdida o a una tarde soñada, deseada con ansias durante largos años, con secreta y loca obsesión. Parecías tan adolescente, Lara…
Sonreías a tu sueño como me sonreías a mí aquel inolvidable mediodía de agosto en el que te enseñé una de mis canciones favoritas: An affair to remember. ¿Lo recuerdas? Yo recuerdo que te esforzabas en contener tu risa siempre escandalosa, desmesurada, impúdica, y desviabas con torpe disimulo tus rasgados ojos azules de mi rostro joven y expectante. Comprendiste que lanzar una mirada hacia aquel excéntrico admirador de Nat King Cole, Frank Sinatra o Elvis Presley provocaría el estallido de un ataque de risa y también el acostumbrado enrojecimiento de mis mofletes, ya familiarizados desde los primeros y bamboleantes pasitos de la infancia con los colores de la timidez.
El mejor día de una vida
No te engaño al afirmar que aquel día fue el mejor de mi vida, aunque quisieras reírte de mis gustos musicales y de mi constante tartamudeo al sentir que disminuía el recorrido de mi voz, de mis palabras entrecortadas, hacia tus labios sonrosados. Sé que te inspiró ternura y que te compadecías un poco de mis torpezas, de mi temperamento infantil.
Antes de aquel día ya había recibido y dado muchos abrazos: a familiares, amigos, gatos, perros, compañeros de la universidad, del instituto, del colegio, del parque, de la guardería, de mis ensoñaciones…, pero nunca había sentido el pulso del corazón de otro latiendo contra mi pecho excitado. Realmente nunca había experimentado la proximidad de un abrazo. Ese apasionado, casi violento y recíproco propósito de confundirse con la piel de otro, de retenerla contra la hostilidad de la muerte, de mirar desde la altura y el calor de su cuello: ser como sus ojos, su mirada fiel en la espalda.
Mis rodillas temblaron al abrazarte, al posar mis dedos inseguros, como deslizados por minúsculas dudas, sobre tu cintura. Después nos despedimos y nos besamos largo rato, con extremada paciencia, sin tiempo. En el trayecto a mi casa lloré a moco tendido. Lloré de verdadera felicidad, Lara.
Las alas del pájaro
La luna, las estrellas, el mar, las flores amarillas y blancas de los jardines públicos, la noche…, parecían ensancharse, abrirse como los ojos negros y como de cristal de un recién nacido, y todas las cosas parecían murmurar enigmáticas oraciones hacia ti. Creo que susurraban algo de nuestra alegría, quizá la compartían, la comprendían mejor que nosotros… Más bien, simpatizaban con todas las alegrías de los amantes que pasean como embriagados de alas de pájaro, como risueños e inocentes durmientes, en las primeras e interminables noches blancas de su amor. Aquella noche aprendí a amar el universo. Todo el universo. Creí en la magia. Aún recuerdo cada gesto, incluso el más trivial e inconsciente que formaron tus manos…
Nos atrevimos a ser como aprendices de golondrinas. Aprendimos en seguida a cantar, a acariciar el rocío matinal de las ramas del árbol, a correr de una playa a otra, de un jardín a otro, de un país a otro, de una habitación a otra… Fuimos excesivamente soñadores, Lara. Parecíamos pajaritos correteando y riendo entre la multitud. ¿Qué importaba lo que pensara la gente?, ¿qué importaba que nos miraran como si fuéramos locos, como si volviéramos a tener 6 años, como si nos creyéramos eternos, como si nunca fuéramos a morir?
Habitamos durante dos años aquel reino compuesto de gestos de inocencia, de distraídos juegos de juventud, de vida sin señales de muerte y de entrega dichosa y plena a todos los placeres a nuestra disposición. Luego la vida, caprichosa y cruel, se vengó amargamente, con sigilosa lentitud de tigre hambriento, de todos nuestros sueños, promesas, aspiraciones, confidencias, verdades y palabras consoladoras de amor… Jodido tiempo.
El recuerdo de una vida anterior
Terminamos solos, postrados a oscuras en una misma cama de matrimonio, sin saber qué decir o hacer para recuperar todas las maravillas perdidas; como crías de gatos que tiritan en una abandonada cestilla de mimbre sin madre y sin padre ante la llegada del frío al anochecer de invierno. ¿Por qué nos ocurrió?, ¿por qué a nosotros que nos bañábamos de madrugada en el mar, que acampábamos en cualquier playa, que nos abrazábamos más fuerte al ver un nuevo amanecer?
¿Por qué se pudre la vida, Lara? ¿Con qué propósito se marchitan las flores del almendro o se infectan los huesos jóvenes de enfermedad? ¿Por qué vivir a la espera de que renazcan esos días fáciles, donde no sentía la penosa tortura de la nostalgia o de la esperanza? El recuerdo de una vida anterior y feliz convierte a un hombre en un miserable desdichado. Y eso soy, soy un pobre hombre.
He llegado al punto de resignarme en un odio cínico y despiadado hacia la vida. Tú has degustado el sabor amargo de la ironía que destilan mis absurdas palabras y ademanes cotidianos. Y tú soportabas aquellas burlas como el que soporta con una fe ciega los males de la guerra o las penurias de la miseria. Al final, mi odio tornó en la más atroz y altiva indiferencia hacia el presente y el porvenir.
Los padres
Yo desprecié a mis padres, lo sabes como nadie. Uso el verbo despreciar por pudor, podría decir odiar. Aunque a ratos, sin saber por qué, me embargaba una rara y agradable sensación de amor que desembocaba en la represión de aquellas inexplicables lágrimas de piedad; nunca quise que me oyeran, evitaba llorar. Pero siempre les reproché en silencio que jamás me dirigieran un mínimo gesto de afecto, que no me aconsejaran nada, que me dejaran a solas frente a mi prematura imaginación.
Ellos trabajaban alrededor de 10 horas al día y al regresar a casa de noche me miraban con ojos enrojecidos de insomnio, de fatiga, de horror; y observaban mi cuerpecito de estudiante de 9 años como arrepentidos de mí, como si representara una cruda desilusión, como una broma, como si la niñez no encajará en el desolador paisaje de sus vidas. Recuerdo el insoportable ruido del silencio, por paradójico que suene, que flotaba como un aire amenazante entre los rostros callados y ensimismados de mis padres. Cuando miro a los hermosos ojos de nuestro Adriano, ojos rasgados y brillantes como los de su madre, también veo los ojos hostiles y rencorosos desde lo que yo veía a mis padres sentados con algo de alivio frente a la televisión.
Hoy la vida tiende al silencio. A ignorarnos los unos a los otros. Seguramente ha ocurrido así siempre y quizá nada novedoso caracterice a nuestras vidas. Me cuesta horrores escribir estas palabras, pero ya no sé quién eres Lara y tampoco sé quién soy yo. Sé que no debo exigir tu perdón, pero perdóname, por favor, por descuidar nuestro amor, por las largas ausencias sin explicación, por esta carta, por Adriano, por haber sido felices un solo día…
El sueño
Aquí llega la justificación de esta carta. No te extrañes. Sé que todo esto es muy raro y precipitado. Pero lo tengo muy claro. Ya decidí. Y es que mañana regreso a Sevilla porque hace tres días tuve un sueño. Sí, el motivo principal de esta carta que comienza a alargarse, por loco que te parezca, es un sueño. Nunca les he prestado demasiada atención, pero me declaro incapaz de ignorar las imágenes y voces que soñé el viernes al volver de madrugada del cumpleaños de Gabriel.
Volvía en coche por la autopista del sur y los párpados exigían una cabezadita, una tregua por las horas festivas consagradas a la cerveza, al vino y las mentiras. Estacioné el coche en un descampado yermo, de tierra recrudecida y seca, de matorrales de hierbas muertas por la falta de lluvias y del desinterés del agricultor. No había un alma viva en aquel paraje solitario y como olvidado, de olor a tierra desnuda y ardiente. No soplaba al viento, tan solo presentía la presencia de un aire caliente deshaciéndose en gotas de sudor sobre mi rostro exhausto. Contemplé desde el coche la luz cenicienta que proyectaba la luna sobre la tierra hasta que al fin me dormí.
La intemperie
Soñé que un anciano cojeaba desnudo y solo por un descampado despoblado de cualquier forma vegetal o animal de vida. Su pierna derecha, enflaquecida y muy débil, sangraba y aún así él proseguía con obstinación su marcha hacia no sé qué lugar. Sus pasos dejaban tras de sí un informe rastro de gotas de sangre en la tierra. De repente, comenzó a gritar de miedo, tenía un rostro pálido, como la luz de la luna sin brillo, monstruosamente desencajado, casi sin ojos.
Prometo que su voz quebrada y lacrimosa parecía desprender todo el sufrimiento oculto del universo, Lara. Gritaba desesperado, atenazado por un delirante acceso de angustia como él que creí vivir yo una vez: ¡Socorro!, ¡socorro!, ¡socorro!…Y nadie acudía a consolarle y yo pensé, angustiado, tiritando de terror: ¿por qué nadie le ayuda?, ¿por qué nadie hace nada?, ¿por qué no hay nadie?, ¿por qué no responden mis piernas?
Asesino
Unas voces graves y solemnes que parecían provenir de un grupo lejano y numeroso de gentes, que se aproximaban hacia el anciano, gritaban a kilómetros de distancia: ¡Muerte al asesino¡ ¡Muerte al asesino! ¡Debes morir cabrón! ¡Debes sufrir el castigo!… Y el anciano seguía reclamando ayuda y yo rompí a llorar de impotencia, de rabia, de no sé qué sentimientos que se mezclaban y ardían en mi pecho.
No podía tolerar su desgarramiento. Era mío su dolor. Me pertenecía su dolor. Sentí la imperiosa necesidad de abalanzarme sobre él y de abrazarlo hasta que se calmara y de acallar todos los gritos desesperados del mundo como si se tratara de mi verdadero y único propósito en esta vida, como si fuera mi trágico destino. Lo sentí y lo siento así, Lara. Nunca antes lo había sentido. No debemos odiar al prójimo. Nunca deberíamos ignorarnos… Sería el mundo tan distinto si supiéramos y sintiéramos que nada nos distingue de los otros, que estamos hechos del mismo barro, del mismo dolor.
Entonces apareció una mujer enlutada meciendo a un bebé que lloraba entre mantas deshilachadas de seda rosa. El bebé no cesaba de sollozar. No paraba de llorar, Lara. Y tampoco podía hacer nada y las lágrimas seguían rodando desconsoladamente por el pobre rostro de aquel chiquillo y yo también lloraba y secaba mis lágrimas desesperadamente con el bordillo de mi camisa a cuadros… La madre estiraba sus brazos raquíticos, como hambrientos, como buscando la caridad y no venía la caridad. Solo el viento huyendo, enfriándose entre sus dedos suplicantes. Y el viento los borró del desierto y desperté del sueño.
Despertar
En seguida abrí la puerta del coche. Mis piernas se tambaleaban, como si aún quedaran restos de la borrachera. Corrí hacia ninguna parte, sin preocuparme de hacia dónde se encaminaban mis pasos, y al instante sentí que algo hería mi espalda, como una espada de hoja fría atravesando el mismo centro de mi pecho. Sentí verdadero placer y como una liberación, como un suspiro de todo el cuerpo, y sentí que me recorría una indomable sensación de exaltación. La tierra ahora parecía algo vivo, latente. Y ahí mi cuerpo se desplomó de cara contra la tierra y mis brazos se abrieron y deslizaron sobre ella como queriendo abarcarla entera y mis puños se llenaron de polvo y barro y besé a la tierra como si fuera una mujer y derramé lágrimas y lágrimas de agradecimiento, arrepentimiento y compasión. «¡Llorarás entre mis brazos! Querré a la humanidad entera… ¡Soy un asesino!», prometí a la tierra mientras contemplaba el cielo estrellado.
Mi padre está solo y sufre el alzhéimer, Lara. Iré a Sevilla para acompañarlo, para contarle cuentos de aventuras, para hacerle recordar aunque después lo olvide, para acariciarle su pelo liso y encanecido cuando irrumpa en sollozos. Viviré y serviré a los que sufren de pena, de hambre, de enfermedad, de locura u obsesión. Algún día volveremos a encontrarnos, Lara. Te querré siempre. Perdón.
Autoficción de un estudiante de Periodismo: "Solo deseo andar a ras de tierra, desplazarme con la ligereza del aire y la monotonía del agua, encontrarme con la grandeza de alguna piedra. De resto, tan solo hay negación de mí mismo. Cáscaras de nuez vacías".