Qu’est-ce que la littérature ? La reprise en charge du monde par une liberté.
Jean-Paul Sartre
—Cuando era niña, tenía auténtica vocación por la lectura.
La soga (Alfred Hitchcock, 1948)
—Todos hacemos cosas raras en la infancia.
A veces tengo la sospecha de que no habito el mundo. Me siento ajeno a las cosas, a las cosas vivas y solo hallo cobijo en autores muertos. Hay quienes consideran que estos son, en realidad, mis únicos subterfugios. Como salvoconductos para pasar por la vida. No se equivocan. Si tuviera que pintarme en una bandera, llevaría el escudo de Bradbury y los colores estridentes de la adaptación de Truffaut. Quiero ser, como al final de Fahrenheit 451, un libro. No escondo aquí ninguna metáfora. Quiero ser, literalmente, un libro andante. El amor en los tiempos del cólera, quizás. O Un poeta en Nueva York.
La muerte como ausencia de memoria
La historia del hombre, que no es necesariamente homóloga a la historia de la humanidad, está repleta de soberbia. Jerjes el Grande, Teodosio I, Alejandro Magno, Inocencio X, Galileo, Caravaggio, Napoleón Bonaparte, Fidel Castro, Steve Jobs… Todos ellos parecieron olvidar que cualquier atisbo de grandeza acaba siempre con el mismo final. Los hombres, y creo que no está de más recordarlo e insistir, no tenemos propósito alguno. Servimos para juntar moscas y poco más.
Decir que una imagen vale más que mil palabras es mentir. Sabemos de esos hombres, y lo que es más importante, sabemos entenderlos, gracias a lo que hemos leído de ellos o a lo que dejaron por escrito. Sócrates, que se negaba a la escritura, es hoy uno de los pilares de la civilización occidental porque otros recogieron sus palabras. Y la Prehistoria no es otra cosa que el largo período de letargo en el que el mundo no contaba con homínidos que supieran escribir. La única memoria de aquel tiempo es la propia muerte. Y de algo tan tonto como lo referido hizo Virginia Woolf una rebelión: una habitación propia para escribir y para escribirse. Hasta comunidades tan necias como los cristianos necesitaron de la Biblia para creer en lo que no se ve. Lo inefable no aparece en ninguna imagen. Y tampoco se puede captar en una foto la palabra petricor. Hannah Arendt tenía razón: de todas las cosas del pensamiento, un poema es la más próxima a él; de todas las obras de arte, un poema es la cosa menos cosa.
La imagen en el contexto digital
En la cultura de la imagen, del clic fácil y la inmediatez, apenas sobra tiempo para el esfuerzo cognitivo de descifrar esa compleja red semiótica que simboliza la escritura. Porque no deja de ser precisamente eso: símbolos superpuestos cargados de construcciones tan abstractas como el propio alfabeto. Y no desmerezco aquí la labor de grandes ojos del arte —pienso azarosamente en el fotógrafo Man Ray y en la cineasta Agnès Varda, entre tantísimos otros—, pero no hay nada comparable con La Ilíada, William Shakespeare o Safo de Lesbos.
Y por mucho que Tarkovski, Dziga Vertov, Alain Resnais y compañía se esfuercen por revelar la verdad oculta en el carrete de los sueños, la imagen no piensa tanto como sí lo hace la palabra. Ella vive por sí misma, sin necesidad de insuflarle tiempo. La palabra, la verdadera palabra, no es caduca. Quién sabe, en cambio, qué será mañana de la foto de hoy. Y por parafrasear a la filósofa judía: de todas las imágenes, la de Internet es la más quimérica. El periodismo, en particular, contribuye a esta depauperación de la palabra; cuando se entiende como un ejercicio de síntesis, deviene en un mero espejismo de erudición.
El problema de esta era no radica en la ausencia de respuestas. Es peor todavía, porque crece en el fondo: hoy no se plantean preguntas. Como si ya supiéramos lo suficiente o como si hubiésemos olvidado que nunca supimos nada, vagamos por la Tierra abocados a la mediocridad. Somos seres sin espíritu, es decir, no somos. Pero no todo es misantropía, quedan reductos de esperanza, quedan deseos y utopías, revoluciones incipientes y casas dispuestas a convertirse en hogares. Quedan jóvenes y viejos locos por el mundo, resistencia partisana y humaredas de sentido. Porque siempre remanece belleza donde antes hubo un beso.
Leer, escribir y pensar
El requisito indispensable para escribir es leer. Leer mucho, leer a los grandes. También, muchas veces, contradecirlos. Si no leemos, no seremos capaces de escribir. Y si no escribimos, no seremos capaces de pensar. Escribir es la forma que tenemos los humanos de pertenecer al mundo. Cuando insinúo, más arriba, que me siento fuera del mismo, quiero decir que no reconozco ya mi pertenencia al mundo material, pero tampoco al de las ideas. Como joven escribiente, a menudo atesoro esta pesada sensación de saberme insignificante.
Si vivimos en el sinsentido, si nada de lo que hacemos dejará huella porque somos suspiros en el tiempo histórico y átomos en el tiempo físico, ¿por qué nos dan tanto miedo las cosas? ¿Por qué tememos el rechazo, sentir que hacemos el ridículo, por qué nos guardamos las dudas para nuestros adentros y no expresamos con certeza nuestra incertidumbre? Debemos superar el desconcierto del vacío, precipitarnos a él, dejar que nos abrace. Solo entonces, volando hacia los abismos, seremos libres de cadenas. Soltar lastre: eso es todo lo que exige el intelecto. Y, por el camino, encontrar un amor a la altura de estos tiempos coléricos.
Como no puedo ser yo mismo literatura, quiero ser palabra. Una detrás de la otra. Quiero ser este poema rodante, ponerme a colgar de tus pestañas. Y ahí, en lo ciego, como un escuálido Borges, quiero contarnos el universo desde el barro. Hace tiempo que no sé si estoy enamorado de ti o de las cosas que nos prometimos, pero ahora una Alfonsina Storni aguamarina desplaza ese miedo: «Te amo porque no te pareces a nadie».
El periodismo me queda de paso. Escribo. Arte, misantropía y revolución. Excelsior.
La palabra se sirve de ti para hacerse Palabra.