El arte siempre ha sido el motor a través del cual los seres humanos han plasmado su esencia. Desde Altamira hasta nuestros días, las emociones han aflorado entre los entresijos de las vidas y, jugando con las épocas, las creaciones artísticas han sabido recoger la inmortalidad de las mismas. Así pues, la historia demuestra que las expresiones humanas han encontrado en la cultura la sinergia perfecta como tabla de salvación ante el naufragio.
No hay que irse demasiado lejos para evidenciar esta realidad pues, durante meses, la cultura ha sido nuestra única vía de escape. El confinamiento nos hecho vivir el silencio de las calles y el miedo en las miradas; la angustia ante el porvenir y desolación que precede a la inevitable resignación. Mas ahí, donde no había más que oscuridad para llenar el vacío, los humanos nos refugiamos en la música, cuyas letras cantaban esperanza; en la literatura que prometía viajes más allá del portal de casa; o en el cine, siempre desde el hogar, como tregua ante la guerra. El arte dio luz a las vidas que poco a poco se iban apagando.
«Somos mortales porque tenemos sentimientos»
Vivimos en un mundo que viaja a pasos agigantados hacia la industrialización, donde la inteligencia artificial hace mucho tiempo que dejó de ser un sueño utópico. Los seres humanos estamos aprendiendo a convivir con máquinas que pretenden hacernos la existencia un poco más fácil, o puede que nos conviertan en individuos más perezosos, eso queda a juicio del lector. Lo que es seguro, es que están supliendo actividades para las que antes era necesaria una persona. No obstante, si hay algo que la facultad imitativa del ingenio artificial no puede copiar, es la capacidad de sentir y crear arte.
«Nosotros somos conscientes de que somos mortales porque tenemos sentimientos», explica el neurocientífico portugués Antonio Damasio (Lisboa, 1944). La naturaleza humana está intrínsecamente ligada a nuestra capacidad de sentir y de comprender las emociones, siendo esto lo que nos diferencia de los animales y nos hace únicos ante las máquinas. «Sin un cuerpo, [las máquinas] no pueden experimentar el dolor, el miedo o el placer, y por tanto no pueden regular la vida. Nunca serán mejores que nosotros», afirma Damasio.
Han sido muchos los filósofos que han tratado de teorizar este fenómeno, como Descartes, quien consideraba que los sentimientos humanos eran pensamientos, pues las personas somos conscientes de ellos y capaces de reconocerlos. O contrarios a la teoría cartesiana, como Pascal quien hablaba sobre que el corazón tiene razones que la propia razón ignora.
La expresión artística como característica humana
Refugio de poetas, musa de artistas e inspiración de músicos. Sea como fuere, es innegable el fuerte impacto de las emociones en nuestra manera de concebir el mundo, las cuales hallan su máxima materialización en las artes. Ejemplos como Shakespeare, que reflejó la idea de «morir por amor» en su literatura; Shostakovich quien compuso movido por la frustración y el rencor; o Van Gogh, que plasmó su mundo interior en sus lienzos. Todos ellos imprimieron su alma en la eternidad, alejada del meticuloso y calculado raciocinio de la máquina y tan solo sometida al libre albedrío.
Es innegable que la cultura es la impronta humana y, por tanto, su seña de identidad. Pero, ante esto surge la pregunta: ¿acaso el arte y quiénes lo practican reciben el reconocimiento social que les corresponde? Hubo un tiempo, no muy lejano al de hoy, donde los artistas eran el centro de la vida en sociedad. Mas, en la actualidad, aunque esta vocación sigue impoluta entre los resquicios de la humanidad, la consideración de la misma es infinitamente menor a la que se tenía entonces.
Frente a esto, en un mundo en el que cada vez más el pensamiento artificial se abre camino en nuestras vidas, es importante no obviar la importancia de aquello que nos diferencia, y quizás lo único que pueda salvarnos de nosotros mismos: el arte.