En ocasiones, nos remitimos a dejar en la conciencia colectiva ideas o ansias de protesta en el tintero, muchas de ellas por uno de los mayores medios de control de poder: el miedo. Y no en vano, la historia, nuestra historia, da bastante cuenta de ello. En ella aparecen -no con la frecuencia que desearíamos- individuos con voz alzada sin temor a las consecuencias de declarar a pleno grito una verdad que se filtra por las entrañas del stablishment cuyo objetivo no es otro que limpiarlas.
El fantasma de la Guerra Fría
Pongamos un contexto concreto: años sesenta, el fantasma de la Guerra Fría aún merodeaba por las calles. Un amasijo constante de amenazas entre potencias hacían calar los huesos de quienes tuvieran en ese tiempo. Con el peso de dos guerras mundiales a las espaldas, nadie se atrevía a mirar a través de las máscaras de los bandos enemigos. En un tiempo en que se planteaba de manera tajante la cuestión de lo que tiene valor y lo que no, en que la toma de decisiones se tomaba como un juego de vida o muerte y las manos de los niños ya no eran tan inocentes, o por lo menos no de la forma que acostumbraban a hacerlo, era necesaria la aparición de un visionario que documentara todo aquello y lo uniera haciendo gala de un cóctel de franqueza y sensibilidad. Y he aquí el dilema de Bob Dylan, que le ha llevado a ganar el Premio Nobel de Literatura en 2016.
Dylan prefería a la gente que vivía fuera de la ley y era honesta, quizá porque la perversión se encontraba dentro de ella. Su influencia en el imaginario político, social y moral de la época -que perdura en nuestros tiempos-, fue impulsado por un arte que produce la misma respuesta: la música. Gracias a ella, sus letras se terminan de definir como si de una escultura labrada a martillo y cincel se tratase. Pero no se engañen, la grandiosidad de los genios reside en hacer fácil lo difícil, y Dylan es uno de ellos. Composiciones plagadas de metáforas y dobles significados desde lo alto de una mirada retrospectiva dan forma a sus álbumes.
Esclavo de su tiempo
Cuando la humanidad está ocupada muriendo, toca fondo. Después, tras llamar a las puertas del cielo y ver que aún tiene el cartel de cerrado se esconde entre los muebles e intenta no ser percibida mediante los finos rayos de libertad que asoman conforme se pone el sol. Así lo creía el de Minnesota, quien ha afirmado que no podría volver a plasmar la estructura y significado de muchas de sus letras de antaño. No es sorprendente, pero sí significativo, porque él también fue esclavo de su tiempo.
El Nobel le fue otorgado -entre otras razones- por aplicar nuevos sistemas poéticos e incluirlos en la música norteamericana. Sin embargo, parece que esto queda oculto tras la gran nube negra que le persigue, es decir, ser el único compositor que ha recibido este galardón, en lugar de juzgar su trabajo como poeta. A su vez, lejos de presumir y caer en la osadía, las últimas décadas ha procurado huir de su propio mito, y un ejemplo claro de ello es anular su asistencia a la ceremonia de los premios.
En el contenido y el continente -si se quiere estimar así también- de este escrito han caído pequeñas gotas del manantial de Dylan (partes de sus letras). Si alguien logra percibirlas todas puede considerarse un gran seguidor de uno de los mayores influyentes que ha dado el siglo pasado. Bob Dylan se dedicó a reflejar realidades y acontecimientos. Ahora, él y su música son el reflejo de los que sueñan con yacer en un descampado sin balas usadas. Ayer concluyó su gira por España, con conciertos que reivindican un tiempo perdido a través de algunos de sus más aclamados temas que sonarán para siempre en la memoria de los caídos en combate.
Soy muy práctico: todo lo que aprendo quiero plasmarlo en la vida cotidiana. Curso el doble grado en Periodismo y Comunicación Audiovisual, por lo que comunicar es una de mis pasiones. Preocupado por el medio ambiente, apasionado por el arte, extrovertido por la vida… combino todo esto como puedo.