Porque las cartas son besos que se envían por correo postal. Formas de estar sin estar, de poner la cuarentena en cuarentena, de querer de la forma más bonita posible: a través de la tinta. Y ahí, en el filo de las nervaduras negras del «te» y de los meandros irregulares del «quiero», surge el fuego fatuo de la literatura casi como una promesa adolescente.
Pero las cartas están muriendo. Agonizan, se arrojan al vacío de un buzón que no contesta. A veces sin origen, otras sin destino, vagan como mensajes de texto inacabados. A todos les falta algo: decir las cosas escritas y no solo las habladas, que son siempre las más obvias y las más fáciles de fingir. Las cartas son golondrinas porque congregan poesía y el dolor de la despedida, la incontinencia emocional del «Querido amor» y el remordimiento final de una posdata que aspira a la redención. Ahí va, querido lector, por qué cartas.
Cuando la experiencia del adiós se colectiviza (Cap. 1: Porque son arte)
A Sophie Calle la dejaron por correo electrónico. Como no estaba segura de haber comprendido el mensaje, decidió mostrárselo a una amiga en confidencia. De pronto, la artista encontró en aquel acto cotidiano una suerte de ritual. Habituada, desde el inicio de su carrera performativa, a emplear su vida privada como hilo conductor de una mise en scène autobiográfica y provocadora, no dudó en ficcionalizar de nuevo su propia intimidad.
En la instalación Prenez soin de vous («Cuídese», tal y como finalizaba la carta), textos, imágenes y vídeos se entremezclaban para componer un relato sobre su propia ruptura a través de los ojos de 107 mujeres procedentes de diversos sectores profesionales. De esta forma, los marcos de lectura se multiplicaron por el mismo número, suscitando todo tipo de interpretaciones que abarcaban desde el análisis minucioso hasta otras propuestas performativas inspiradas por la misteriosa carta. La obra, que fue presentada en en la Bienal de Venecia de 2007, congregó a mujeres tan dispares como la actriz Victoria Abril, la cómica y payasa (de profesión) Emma la Clown y Brenda, una cacatúa.
Como en el particular autorretrato de la francesa —ya lo decían las trompetas de «I’ve heard that song before» a ritmo de jazz—, el sentimiento de pérdida a la persona amada es común a todos los seres humanos. Lo que permite el dispositivo de Sophie Calle, por tanto, es colectivizar un luto individual para reconciliarse, al fin, con lo peor de no ser correspondido: eso de sentirnos ridículos por haber querido a alguien que nunca nos quiso de vuelta. Como una carta sin remitente que queda perdida en el limbo.
Las cartas son origen (Cap. 2: Porque son memoria)
Cuando la correspondencia privada se publica, recuperamos una pieza de la historia, que a su vez nos ayuda a comprender otra. Es lo que el poeta Luis García Montero le reprocha a los historiadores. «La intimidad, al igual que la poesía, requiere de un extenso monólogo interior». Y luego añade: «La historia no solo pasa por los grandes acontecimientos políticos, sino también por la individualidades. Dignificar la historia significa respetar la frontera entre lo privado y lo público».
Eso mismo refleja el canario Félix Sabroso en su cortometraje Llevo cartas, protagonizado por Candela Peña, Antonia San Juan y Eduardo Casanova. El fino envoltorio de papel nos impide revelar su contenido; y en el escondite de ese mensaje, aguarda también un cachito de historia que nos es desconocido. Y lo mismo, pero a gran escala, ocurre en Cartas desde Iwo Jima (2006), en la que el buenazo de Clint Eastwood se pone condescendiente con el bando perdedor de la Segunda Guerra Mundial partiendo de la correspondencia privada de los soldados japoneses durante la invasión estadounidense.
Desde el imperio otomano, la estrategia militar y política se desarrolló en gran medida gracias al entramado epistolar. Más tarde, los romanos refinaron el sistema gracias a la encriptación de los mensajes (algo así como lo que ocurre ahora con WhatsApp) y al entrenamiento de palomas mensajeras. Todavía hoy en países como Francia, buena parte de los trámites burocráticos serían imposibles sin las cartas. Lo que es más, empresas multinacionales del calibre de Amazon se sirven de un medio tradicional para conectar el mundo real con el digital. Seamos francos, ni siquiera la prensa escrita existiría sin el precedente de las cartas. Las cartas al director, hasta la reciente iniciativa de Tripticum, constituían lo más parecido a un homenaje a los orígenes del periodismo.
Y busqué entre tus cartas amarillas (Cap. 3: Porque son amor)
El corazón marca los tiempos. También los del cine de Hollywood. Tienes un email, La casa del lago, P.S., I love you o Cartas a Julieta tienen en común, además de una (guapísima y heterosexual) pareja protagonista, un buen tocho de notitas empalagosas. Electrónicas, interdimensionales, póstumas y con un toque a la Toscana: imposible leerlas desde la sobriedad; suerte que la oxitocina nubla también nuestro sentido de la dignidad.
«Y, en ese momento, juro que éramos infinitos». Yo también quise querer con la misma efervescencia de la escena final de Las ventajas de ser un marginado (¿quién no querría ser infinito junto a Emma Watson y Ezra Miller?). Por eso, cuando tenía 16 años y el ridículo atrofiado, me pasé casi todo el curso escribiéndole cartas a la chica que me gustaba. Abrasados, nos quisimos torpe y rápido, pero nunca logré olvidarla —«ni lo intenté quizás», me reprocha la vocecilla de Conchita—. En cualquier caso, en un golpe de lucidez decidí borrarlas todas en un clic antes de poder enseñárselas.
De lo único que me arrepiento en serio es no poder decirle a aquel chaval que no pasaba nada por ser así de cursi, que de amor uno no se cura nunca. Y ya que me permito el viaje temporal, añadiría una brevísima disertación sobre conceptos erróneos de masculinidad solo por confirmar que no pasaba nada por salirse del guion. Pero volvamos al cine y a ese escritor de cartas bajo demanda que protagoniza Her y que termina enamorándose de Samantha, una inteligencia artificial con la irresistible voz de Scarlett Johansson. Theodore es la encarnación de la profesión soñada de cualquier poeta: traduce los sentimientos que otros no se atreven a escribir.
Despedida y rúbrica
Epistolarios imprescindibles como el mantenido entre Lorca y Dalí o las durísimas despedidas de las víctimas del franquismo (desde anónimos hasta las 13 rosas) son tan reveladores como cualquier otro capítulo de la historia. Relatos de ficción como Querido Diego, te abraza Quiela (Elena Poniatowska, 1978) y la muy adelantada confesión de Alexis o el tratado del inútil combate (Marguerite Yourcenar, 1929) evidencian cómo la intimidad epistolar revela una dimensión artística, pero también otra pragmática y esencial.
«Todas las cartas de amor son ridículas», decía Pessoa, «pero, al fin y al cabo, solo las criaturas que no escribieron cartas de amor sí que son ridículas». Tripticum tiene abierto ya su buzón. Y mientras aterriza la lechuza (Hogwarts y la única carta que de verdad cambiaría nuestras vidas), quizás encontremos allí lo que llevamos años esperando. Quién sabe. Será mejor empuñar el abrecartas solo por si acaso.
Todo el mundo debería escribir cartas, reside en ellas un universo especial en el que no consigues adentrarte por otro tipo de correspondencia. Mandar una carta significa dejar un canal abierto toda la vida entre dos personas.
Enhorabuena por la entrada.