Olga Mesa es escritora. Encerrada en su eterna sonrisa, ella se afana en negarlo, pero las evidencias son tan contundentes que me veo obligado a acusarla de literata una y otra vez.

— Tienes un brillo aquí —le digo, señalándome los ojos—. Creo que es literatura.

Y, en efecto, de vez en cuando a través del cristal de sus gafas, percibo algunos versos que cuelgan de sus pestañas. Su propia vida ha estado siempre marcada por la simbología. Su padre, inmigrante en el Sáhara, fue acogido en el seno de una comunidad nómada, la misma que la crió a ella en sus primeros años de vida. Pero aunque creció bajo otro nombre del que usó al llegar a Güímar, desde el desierto miraba al mismo cielo que ampara ahora nuestra conversación banal de cafetería. ¿Podría existir una definición mejor de realismo mágico?

Seguramente ella tendrá la respuesta exacta o, al menos, eso asegura su brillante curriculum: la filóloga está especializada en literatura latinoamericana, en especial, en la figura de Gabriel García Márquez. La respondería con su voz de arena, suave y granulada, aunque de carácter menos dócil de lo que podría aparentar en un principio. Me confiesa que, en realidad, es bastante tímida. Nadie lo diría, a juzgar por su trayectoria. Cuando la camarera se acerca a nuestra mesa con un té floral en la bandeja y siento cómo el olor se impregna en las paredes, me apresuro a anotarlo en mi libreta: todo lo que rodea a Olga Mesa se convierte en poesía.

Cartografía de una vida: de Salka Embarek a Olga Mesa

Pero el don no le cayó del cielo. Comenzó a trabajar desde los 16 años. A los 18, el Hotel Mencey la fichó como una suerte de relaciones públicas. Cuando le redujeron el sueldo, decidió dejarlo. Semana tras semanas, se plantó en la librería de Paco Lemus porque tenía claro que su vida eran los libros. No desistió hasta que fue contratada. Tras años de esfuerzo, el siguiente trabajo llamó a su puerta. Otros 16 años fue lo que estuvo trabajando en El Corte Inglés, cada vez en puestos de mayor responsabilidad. Pero la coordinación del Ámbito Cultural no le fue suficiente. «Todo el mundo me trataba de loca», recuerda Mesa. Abandonó su trabajo estable y con comodidades, en una empresa de éxito nacional, porque renunciaba a que aquello fuera el fin de su carrera.

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Olga Mesa en la presentación oficial de la Asociación Cultural Escuela Literaria del Sur (Candelaria, 2019).

Durante un año entero, Mesa estuvo ideando un nuevo proyecto en el que embarcarse. Así nació CulturaliaS, una empresa editorial compuesta por un equipo de cinco mujeres, todas ellas mayores de 40 años. Según me confirma, este detalle no fue mera casualidad, sino una reacción ante el machismo sistemático de su antiguo trabajo. Mientras otros compañeros de su edad estaban en pleno apogeo de su carrera profesional, ella sentía que había rozado el techo de cristal. Con CulturaliaS, sin embargo, se rompen todos los esquemas que dominan el panorama del sector. «Además», bromea la escritora, «estaba harta de ver las frases de Paulo Coelho con las que mi nuevo jefe estaba decorando su despacho». Entre los servicios que ofrece, destaca la creación de contenidos para otros negocios, pero también la asesoría a personas físicas que quieren mejorar sus habilidades comunicativas.

Saliendo de la cafetería (se ha hecho tan tarde que las camareras nos echan), Mesa tropieza y se ve obligada a agarrarse de mi brazo para no caer. Cuando giramos el cuello para culpar a la baldosa suelta de turno, nos encontramos con un agujero temporal que nos transporta al Güímar de los años 80. Al levantar la vista de nuevo, me encuentro con una jovencísima Salka Embarek. Lleva un vestido estampado que no combina con nada más que con un Pollock destartalado. A su espalda, pasea la guitarra que tantas veces compartió escenario con un retoño musical llamado Pedro Guerra. En la cabeza, justo en el centro de sus occipucios rapados, se erige una cresta amarilla que provoca en mí una boba carcajada.

El aroma de un verso en el pasillo

De vuelta a la realidad, no nos espera un pasaje menos surrealista: Olga Mesa recita en un intento de andaluz los versos de Juan Ramón Jiménez, el Nobel de Literatura. «¡Inteligencia, dame / el nombre exacto de las cosas! / Que mi palabra sea / la cosa misma». Concluye, tras el inciso poético, que se puede enseñar a escribir, pero no a ser escritor. No es siquiera necesario que lo confirme con palabras: por muy cándida que resulte su mirada, su carácter es el de una mujer fuerte y resiliente porque ha sabido hacerle frente a los obstáculos pese al riesgo que entrañaban. Y, pese a todo, gestiona tan bien los egos que ni siquiera parece empresaria. Tanto es así que aún cuando soy incapaz de sostenerle la mirada y la vergüenza me arrastra a un nuevo desliz lingüístico, ella se esfuerza en sostener su sonrisa y guiarme desde la indulgencia, pero nunca desde la condescendencia.

Dejo para el final la eterna pregunta sin respuesta. Para mi sorpresa, sin embargo, ella responde con una convicción de absoluta franqueza. Así, la filóloga deja caer que la literatura es el continuo viaje introspectivo en busca de preguntas y que las preguntas son angustias y que las angustias son verdades. Tal vez eso es lo que espera con la Asociación Cultural Escuela Literaria del Sur que acaba de inaugurar: ejercer el arte de la escritura como terapia para curar viejas heridas interiores. En sus propias palabras, la literatura es transformar el código escrito en imágenes. Casi nada.

«Será algo informal, una conversación distendida de esas de barras de bar», le había prometido en un mensaje un día antes de nuestra cita. En efecto, lo había sido. Pero en cuanto la dejo en casa y me marcho, me invade la convicción de que hasta los lugares comunes que hemos visitado se vuelven vergeles cuando las palabras nacen del corazón. Esa noche sueño con crestas rebeldes, con un periodista colombiano y con una entrevista que solo puede existir en el papel porque nace de la propia literatura. Y luego está el olor. Un intenso olor a flores.


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