La infancia es una convención cultural, una fábula idealizada por los adultos, un falso estado de inocencia angelical. Sobre esa premisa parte Andrés Barba cuando nos presenta el premio Herralde de novela 2017. El que ya fuera finalista a este galardón en 2001 firma, diez novelas y 16 años después, una República luminosa protagonizada por 32 niños anárquicos y de almas ennegrecidas que pretenden desmitificar la infancia. Sin embargo, el laurel no blinda al laureado, y Barba incurre en una precariedad literaria que lastra el brillo de su república.
Hasta el asentamiento de los pequeños salvajes, San Cristóbal se rige por el sistema lógico y meticuloso de los adultos. En la pequeña ciudad sudamericana, todo es rojo sangre: la arena, el río y la propia historia. Así, el frágil equilibrio que con tanto empeño se han procurado los mayores se verá trastornado por la sanguinolenta oleada de crímenes que arrastran consigo los 32. Llegados a este punto, todo San Cristóbal perderá los papeles. Precisamente ahí, soterrada, radica la verdadera agresividad del relato: en la pasividad burocrática de la que el propio narrador (y personaje principal) es culpable. De esta forma, Barba recrea un mundo en el que los adultos y los niños presentan los mismos impulsos bárbaros, comparten los mismos miedos y reprimen las mismas pulsiones eróticas y necrófagas.
Una tesis mal defendida
Por desgracia, la novela es poco más que su sinopsis. Cuando se terminan las promesas del paratexto, los matices se desdibujan en un discurso narrativo aséptico y descalabrado. El punto de vista del narrador, obtuso y romo a partes iguales, queda enseguida agotado y combate las carencias estilísticas con manidas reflexiones categóricas sobre la vida, como si reprodujera la verdad absoluta de un mal libro de filosofía. Sobre él recae, de hecho, la responsabilidad del error fatal de la obra: la falta de convicción y el exceso de connivencia. Tanto es así que el propio Barba pone en boca de su narrador la palabra “inverosímil” hasta en tres ocasiones en un lapso de cinco páginas y tres contextos distintos. Cualquiera diría que ni siquiera su autor se cree la trama que él mismo ha elucubrado. Así, su honorable intento de desmitificar la infancia desemboca, cual río Eré cargado de barro, en un relato insulso y febril.
Con todo, hay algunos aciertos. Me hubiera encantado leer la misma historia del diario de Teresa Otaño (una de las siete voces a las que Barba recurre para reforzar el discurso de su narrador). Su mirada infantil hubiera tratado temas como la fascinación por sus congéneres salvajes, el despertar sexual y la incomprensión de los adultos desde otra perspectiva. Lástima que la focalización del protagonista de la enunciación recaiga sobre un personaje que no aporta nada a la trama más que un obstructivo sentimiento de culpa.
Referentes literarios y cinematográficos
Crecer bajo la sombra de El señor de las moscas tampoco es algo que juegue a su favor. Golding, una de las figuras más alabadas de la literatura anglosajona, logra transportarnos a una isla de niños perdidos sin apenas esfuerzo. Es precisamente en la sutileza de sus metáforas donde acerca al lector a su exhaustiva disección de la naturaleza humana a través de la maldad infantil, exenta de toda lógica adulta. De este modo, el sistema de las organizaciones humanas queda retratado como lo que es en realidad: una absurda falacia.
Empujado, tal vez, por el miedo a ser comparado con los grandes maestros del realismo mágico latinoamericano, Barba se decanta por un texto simple, sin apenas diálogos, tan crudo como la hipótesis que defiende. Son efectivas, sin embargo, algunas de sus imágenes literarias, que nada tienen que envidiar a grandes maestros del cine español, histórico y reciente. Me refiero, sin ir más lejos, a Verano 1993, de Carla Simón. En ella, conocemos la ira, la frustración y el orgullo infantil de la mano de una jovencísima Laia Artigas y su mirada cínica de la vida, tan similar al asalto al supermercado perpetrado por los 32 que Barba retrata en su libro.
Algo parecido ocurre con El espíritu de la colmena (Víctor Erice, 1973), que escandaliza al espectador mostrando a una asustadiza Ana Torrent comiendo setas alucinógenas o a Isabel Tellería, su hermana en la ficción, pintándose los labios con su propia sangre. Por desgracia, Barba se aleja tanto de su criatura que esta pierde en alma y esencia. En su lugar, se asemeja más a la sombra descalabrada del Frankenstein que acechaba a las niñas en la obra de Erice. La moraleja, sin embargo, es común en todas las obras citadas: quien cría cuervos… No sé qué opinará Golding, pero apuesto a que Saura convendría conmigo.
República luminosa (Andrés Barba). Anagrama. Barcelona, 2017. 188 páginas, 16 euros.
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