FOUCAULT, M. (1997 [1973]). Esto no es una pipa (J. Jordà, trad.; 4ª ed.). Barcelona: Anagrama. 94 págs.

Esto no es una reseña. Como tampoco es el cuadro de Magritte ni el ensayo de Foucault, esto, insisto, no es una reseña. Se trata, en realidad, de una serie de afirmaciones y negaciones múltiples, a menudo paradójicas, extraídas de un librito titulado Esto no es una pipa. Ensayo sobre Magritte, del filósofo francés Michel Foucault. Traducido y publicado en España por la editorial Anagrama, la versión con la que trabajamos es una cuarta edición que data del 1997, casi tres décadas después de la publicación del original en francés. Para entonces, Michel Foucault ya había muerto. Por eso es más pertinente que nunca recordarlo: esto no es una reseña ni de Foucault ni de Magritte ni del lenguaje ni de las cosas ni de esto ni de la pipa. 

Hay, aquí, toda una concatenación de alegorías. Por medio de las palabras tratamos de evocar lo que al mismo tiempo es intrínseco y extrínseco. Intrínseco porque forma parte del plano del pensamiento, es la imagen mental o psíquica que precede a la idea. Extrínseco porque, cuanto mayor es el grado de referencialidad al que aspira una palabra, más escurridizo se vuelve el objeto al que intenta invocar. Como sucede en el célebre poema de Juan Ramón Jiménez: «Intelijencia, dame el nombre exacto de las cosas / que mi palabra sea / la cosa misma». Alejandra Pizarnik, que niega al propio Wittgenstein, tiene aún más claro la imposibilidad de esta querencia: «las palabras no hacen el amor / no / hacen la ausencia / si digo agua ¿bebére? / si digo pan ¿comeré?». Si se me permiten estas licencias poéticas, habremos entendido con éxito la tesis principal que, con ese afán rocambolesco tan sui generis, Foucault esgrime en su texto. 

El contexto

La aparición de este breve ensayo tiene lugar en un momento muy particular de la vastísima obra de su autor. Diez años antes de su deceso a causa del sida, uno de los mayores pensadores europeos del siglo XX aún no había escrito los cuatro volúmenes que inmortalizaron su pensamiento tardío y pusieron el broche a su carrera como pensador: Historia de la sexualidad. Sí había hecho lo propio con la que todavía hoy se considera su ópera magna, Las palabras y las cosas. Esto no es una pipa, de hecho, se puede leer como una extensión —o acaso como un ejemplo práctico— de este postulado a caballo entre la filosofía pura y la epistemología. El Foucault al que nos enfrentamos, por tanto, dista mucho de ser el último Foucault, pero ya es un miembro de pleno derecho del Collège de France y cuenta en su haber títulos tan influyentes como El nacimiento de la clínica, El discurso del afuera o La arqueología del saber. Cuando sale a la luz este manuscrito —el único, además del póstumo La pintura de Manet, que aborda directamente la cuestión del arte plástico—, las ascuas de mayo del 68 siguen prendidas y el humanista está sumergido en la escritura de otra de las cumbres de su filosofía, Vigilar y castigar

Si ya en Las palabras y las cosas Foucault nos ofrecía una excelente aproximación a Las meninas de Velázquez, resulta encomiable seguir sus esfuerzos por tratar de dilucidar la esencia y el sentido de una pintura de aparente sencillez como la celebérrima Ceci n’est pas une pipe, del maestro del surrealismo belga René Magritte. Con este propósito, deconstruye desde distintos prismas la primera versión de la ilustración del pintor, que data de 1928, con otra posterior aparecida en Aube à l’Antipode y que consiste en una pipa con el famoso texto por faldón enmarcada en lo que parece ser una pizarrilla de colegio. El cuadro, además, reposa sobre un caballete que se encuentra en medio de una sala cuyo suelo está compuesto por gruesos tablones de madera. Por encima de toda la escena, como una presencia etérea, se alza una pipa casi idéntica a la representada en la pizarra, pero mucho más grande, realizada con pleno detalle y aires de omnipotencia. Aunque la interpretación primera a la que nos reenvía este dibujo es al núcleo mismo de lo inmutable, de lo macizo, Foucault se percata del detalle de las patas biseladas de caballete: debajo de esa apariencia de estatismo, de solemnidad, subyace un corazón voluble y frágil. El francés se adentrará por ese resquicio para tratar de destrozar y recomponer una de las creaciones más reconocidas de Magritte. 

Luces y sombras

Además de los seis capítulos que componen Esto no es una pipa, la edición de Anagrama viene precedida por un ilustrativo prefacio firmado por Guido Almansi, escritor, traductor y crítico literario de origen italiano afincado en Reino Unido. Es el responsable de la que quizás sea la cita más ingeniosa de todo el ensayo: «Si Magritte no hubiera existido nunca, Foucault habría tenido que inventarlo». Aunque, por supuesto, los tintes pretenden ser halagadores, vienen a confirmar un presagio que se va asentando a lo largo de las apenas cien páginas de las que consta el libro: la obra de Magritte es tan solo una excusa foucaultiana para llegar adonde quiere llegar. En ese sentido, su trabajo no se parece en nada a la hermenéutica filosófica de Gadamer en la que el objeto de estudio es el que impone su propio método y, por tanto, se exige un diálogo en que el intérprete y la cosa se refutan, se preguntan, se corroboran y, sobre todo, se interrogan de manera insistente. Foucault no precisa de preguntas para encauzar su ensayo hacia la progresión temática, sus hallazgos son tautologías de su propio pensamiento previo. Pero vayamos por partes. 

Como cualquier creador, por mucho que cueste admitirlo, Magritte no siempre sabe lo que hace. Su obra recibe el influjo de fantasmas, presencias y matices que se escapan a la voluntad poiética original. Todo decir no solo expresa más, sino que expresa de un modo diferente, lo que en un principio se quería decir. Existe, en pocas palabras, un abismo insalvable entre decir y querer decir, entre expresión y voluntad de expresión. Esto es lo que permite la inmanencia de las grandes obras de arte, que sobreviven al paso del tiempo y no se desgastan, sino todo lo contrario: con la llegada de cada nueva época histórica se renuevan, se les insufla vida. No obstante, hay un trecho entre revisitar una obra de arte, fusionar su contenido con la experiencia viva del propio espectador (es lo que Heidegger denomina círculo hermenéutico y Gadamer fusión de horizontes) y el auténtico propósito de Foucault en este ensayo. Que no es otro, por cierto, que afirmarse a sí mismo (es decir, su propio pensamiento, su punto de partida) a partir de la producción de otro artista. En pocas palabras, no da la sensación de que Esto no es una pipa articule un discurso foucaultiano, sino que sucede precisamente a la inversa. 

Lejos de caer en la oscuridad propia de los textos menos historicistas de Foucault, el ensayo sobre Magritte se caracteriza por ser coherente y conciso, una mirada que apenas se desvía de su principal acometido: dilucidar el significado (o, como defiende Foucault, la multiplicidad de significados) que esconde bajo su aparente linealidad la pipa del surrealista belga. Asimismo, también se mencionan otras pinturas del mismo autor, como pueden ser Le viol, L’Art de la conversation, Le soir qui tombe, La représentation, Décalcomanie y, finalmente, Les liaisons dangereuses. No obstante, el lenguaje, pese a que está plagado de analogías y sucesivas paradojas, tiende a ser claro y preciso. Si algo no se le puede negar a Foucault es su destreza expositiva, lo cerca que se encuentran sus palabras de su propio pensar (tal vez porque bebe de la tradición nietzscheana). Sin entretenerse por derroteros líricos, su exposición termina siendo satisfactoria, bien estructurada y solo se ve lastrada, en contadas ocasiones, por un exceso de autocondescendencia. 

Análisis pormenorizado de la obra

En el primer apartado, que lleva por título «Dos pipas», Michel Foucault se limita a describir sendas versiones de la obra de Magritte. En lugar de centrarse en la más temprana, la que ha trascendido al imaginario colectivo, hace lo propio con la versión más tardía. Es a partir de este momento que el autor pone el acento en la apariencia maciza del conjunto, que termina siendo desvelada por la inestabilidad del caballete, como ya hemos sugerido. Esta será la puerta de entrada al análisis que hará en el segundo capítulo, «El caligrama deshecho». 

A lo largo de las páginas que siguen, Foucault enarbolará toda una hipótesis acerca del origen del cuadro. Parte de una premisa cuanto menos naif: incluso un niño es capaz de comprender que un dibujo no es jamás la cosa que representa y, sin embargo, cuando muestra sus incursiones plásticas, sus juegos de color, dirá «mira este árbol, aquí está el perrito y esta es nuestra casa». El dibujo de algo no es jamás su reproducción, sino su representación. Y, sin embargo, la convención nos señala que, en efecto, es aunque en realidad no sea. La inscripción de «Ceci n’est pas une pipe», concluye Foucault, es contradictoria pero no solo por las razones obvias. Llegados a este punto, solo se le ocurre un modo de poner en relación el texto y la imagen: la clave está en el caligrama, en el caligrama deshecho, abierto y descompuesto. Un caligrama que debería decir «Ceci est une pipe» y que, repentinamente, es atravesado por un rayo y cae en la cuenta de su propia trampa. Por eso se desliga del ideograma y se niega a sí mismo. Pero además de hacer cargar al texto con esa doble paradoja, Foucault va un paso más allá y asevera que las palabras no son palabras, sino dibujos de palabras. Ante el caligrama, defiende el filósofo, debemos decidir actuar como lectores de un texto o como espectadores de una imagen. Magritte, no obstante, posibilita la simultaneidad. Por interesantes y pertinentes que puedan resultar estas elucubraciones, recordemos que se fundamentan en esta cuestionable creencia de Foucault:  «Me parece que está hecho con los pedazos de un caligrama roto».

El tercer epígrafe lleva por nombre tres pintores. Al propio sujeto de estudio lo acompañan otros dos artistas modernos: Klee y Kandinski. El primero ha abolido el espacio mediante la yuxtaposición de las figuras y la sintaxis de los signos. En su pintura, todo es a la vez forma y elemento de escritura. El segundo, por su parte, rompe el lazo que une semejanza y afirmación al sostener que sus líneas y colores representan objetos. Magritte, que conoce el trabajo de ambos, se encuentra en algún punto intermedio. En sus pinturas, el principio de semejanza aún está presente, pero su representación no se consolida del mismo modo que en el clasicismo pictórico, sino más bien contraponiendo signos y significados. 

En «El sordo trabajo de las palabras», Foucault se acerca al método de trabajo general de Magritte. Su voluntad como pintor es romper el automatismo del pensamiento, la esencia de sus cuadros no se desentraña fácilmente. Es habitual, de facto, que los títulos de sus obras no tengan nada que ver con su contenido. En este sentido, promueve una recepción activa. Y por medio de los textos y las imágenes (o sea, las palabras y las cosas), Magritte recrea un juego en un no-espacio.

El penúltimo capítulo, «Los siete sellos de la afirmación», desarrolla esta cuestión de la similitud y la semejanza. De él cabe la pena retener tan solo una cuestión: el hecho de que todo, absolutamente todo, es un simulacro. La construcción de la ilustración de Magritte es puramente especular stricto sensu. Y en su juego de espejos tiene lugar una multiplicidad discursiva, un sucesión de negaciones: nada de todo lo representado es una pipa, ni el dibujo del texto es un texto, ni el dibujo de la pipa es una pipa, ni la pipa como simulacro es una pipa. El ensayo se cierra con «Pintar no es afirmar», una premisa que rompe con los dos principios de la pintura clásica. Por un lado, la separación entre signos lingüísticos y plásticos. Por otro, la equivalencia entre semejanza y afirmación. 

Las obsesiones filosóficas de Foucault

Magritte, por consiguiente, presenta con Ceci n’est pas une pipe un caligrama que deja visible, de forma simultánea, el texto y la imagen. Su único lugar común es el vacío, el no-espacio: las letras están dibujadas, los dibujos son simulacros. Ahora la representación no es la protagonista, sino la similitud. Y Magritte deja correr la fuente de las similitudes, que se expanden en un juego dinámico y circular que va del sí hacia el sí. Así las cosas, Foucault ya puede hablar de lo que realmente le preocupa y de lo que se resiste a mostrar durante todo el libro: Magritte remite a una verdad (¿podríamos hablar de parrhesía?) que se sirve de métodos muy diferentes a los de la pintura clásica. Y apunta más allá, cuando extiende las conclusiones sobre Magritte a Andy Warhol —aunque sin nombrarlo explícitamente—. O, lo que es lo mismo, al resto de la pintura moderna.

El volumen de Anagrama se cierra con dos cartas que Magritte dirige al filósofo. Bajo su apariencia inocua, este breve ensayo regresa sobre las obsesiones filosóficas de su autor: las palabras, las cosas, la representación y la verdad. No es de extrañar, por tanto, que contenga casi los mismos aciertos y limitaciones que el propio pensamiento foucaultiano. En cualquier caso, lo que queda claro es que, si otros surrealistas jugaban con las figuras y las formas para inducirnos a la paranoia (Salvador Dalí) o a la pulsión del thanatos onírico (Óscar Domínguez), René Magritte romperá la tradición pictórica para establecer un nuevo vínculo entre semejanza y afirmación, es decir, entre pensamiento, mundo y lenguaje. Sustituirá estos valores por otros nuevos, fundamentalmente, la similitud y la negación. Ahí reside la auténtica paradoja: la pipa que, a todos los efectos parece una pipa, no lo es. Y entendemos que lo real y lo verdadero no son la misma cosa.

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