Como sucede en la literatura, también en la vida real la arbitrariedad y la predestinación se dan la mano. Por ejemplo, fue casualidad que Àngel y yo viajáramos en el mismo metro de camino a la charla de Jordi Sierra i Fabra. Cuando lo supimos, tratamos de encontrarnos, pero él estaba en el vagón del fondo y yo, justo al principio. Al llegar a nuestra parada, cada uno esperó al otro en el andén, aunque no nos vimos hasta que el metro siguió su recorrido y pasó de largo: yo estaba en el andén central y él, en el del frente. Luego subimos las escaleras, cada quien de su lado, y una vez reunidos, salimos a la superficie en el barrio de Sant Andreu, que en otoño se baña con una característica luz anaranjada. Esta era la segunda edición del Festival 42 y también la segunda vez que acudíamos juntos.
El invitado espacial
El niño que vivía en las estrellas era lectura obligatoria en el primer curso de Secundaria. Recuerdo que yo, muy aficionado a la literatura desde pequeño, tenía por costumbre odiar todas las imposiciones literarias que nos marcaban los profes de Lengua. No le encontraba sentido a eso de que treinta niños (con sus particularidades, sus necesidades y sus gustos) leyeran todos el mismo libro. Pero supongo que esta novela de Jordi Sierra i Fabra reunía cuanto podía interesarle a un chaval de doce años: una historia imaginaria insertada en el mundo corriente, la lucha por la integración social, la aventura y la dosis justa de aprendizaje sin moralina.
«La ciencia ficción siempre hunde sus raíces en la realidad…», comienza Sierra i Fabra. Su voz es grave y ronca, y retumba en la enorme sala de la antigua fábrica decimonónica de Fabra i Coats. «… por eso el diario y el viaje son dos de mis fuentes de información predilectas». Precisamente El niño que vivía en las estrellas comenzaba con una nota inicial: «Basado en un hecho real. Pasará mañana». Desde Julio Verne hasta Los Simpson, la ficción se adelanta a la realidad porque en ella convive lo probable y lo improbable, la verdad del mundo y la verdad del arte, la veleidad caprichosa y la decisión consciente.
«Aunque he escrito novelas de todos los géneros, siento debilidad por la ficción cerebral», explica el catalán. Y luego precisa: «Me gusta la labor de investigación, preguntarme cómo será el futuro… y tratar de acertar». En efecto, la máquina, los robots, la realidad virtual son elementos recurrentes en sus títulos de ambientación futurista, algo que lo ha llevado a ser comparado con Asimov u Orwell, entre otros.
Un escritor hecho a sí mismo
Sin embargo, él reivindica sus orígenes humildes: «Yo era un burro tartamudo sin estudios que quería ser escritor». En lugar de leer a los grandes, de niño se entretenía leyendo novelas de indios y vaqueros. Su afición a la literatura de aventuras lo condujo a desarrollar una imaginación imponente y una habilidad innata para la creación de mundos. «A los 10 años», cuenta entre risas, «firmé un guion de novela como «la del Nobel», hasta ese punto llegaba mi ambición infantil». Y aunque no consiguió escribir esa historia hasta los cuarenta, tal ambición lo ha llevado a publicar alrededor de 500 libros de narrativa, historia, ensayo, biografía y poesía entre los que destaca su vocación para la literatura infantil y juvenil.
En ese momento, saca de su bolsa un pesado tomo de unas 600 páginas… la novela de fantasía que escribió a los 8 años y que nunca antes había sacado de casa. Aquella inquietud infantil cristalizó en la creación de la Fundación Jordi Sierra i Fabra, que desempeña labores socioeducativas y culturales para el fomento de la lectura y de la escritura. Además, cuenta con su propio premio literario y distintas convocatorias de reconocimiento al mérito en este ámbito. «De pequeño me dijeron que no podría conseguirlo, tenía que conformarme con los pocos libros de la escuela porque en mi barrio no había biblioteca… Desde entonces me prometí que no le daría la espalda a otros niños como yo».
Su amplia trayectoria, asimismo, le ha cosechado un buen puñado de galardones: desde la Medalla de Oro de Bellas Artes hasta la Creu de Sant Jordi, pasando por el Ateneo de Sevilla, el Premio Iberoamericano de LIJ y el Premio Nacional de Literatura, entre otros muchos. ¿Pero cuál es la clave de su éxito? «Siempre llevo una agenda donde anoto el trabajo que hago cada día», responde Fabra. «Empiezo haciendo un guion previo muy exhaustivo, intento tenerlo todo muy claro antes de sentarme a escribir», continúa. Y concluye: «La gente cree que es lo más difícil, ¡anda ya! Es el paso final, el más rápido y sencillo. Escribo tres meses al año, el resto es documentarme, viajar, darle vueltas, etc.».
Escribir bien, hablar claro
Jordi Sierra i Fabra se muestra cercano y deslenguado. «Mi obra es muy seria, yo no». En tono de mofa, asegura no entender a esos escritores que van de intelectuales. «Yo paso cantidad de lo que piensan de mí», espeta para divertimento del público. «¿Quiénes son los lectores para cuestionar el trabajo de un creador, para exigir cambiar el final de una serie o de una saga de libros?», dice en referencia a polémicas como la de Juego de Tronos.
Lejos de cesar en sus provocaciones, suelta lo siguiente: «Me sorprenden los escritores que trabajan con su editor. El editor vende el libro, pero la obra es mía». Y de vuelta a los géneros fantásticos, Fabra dirige su furia a los productos literarios de manufactura, esas sagas infumables y autómatas: «El Código Da Vinci es una mierda como un piano porque no tiene ningún rigor temporal», suelta sin ambages, y explica que la fantasía tiene que obedecer a su propia coherencia; de otro modo, el mundo de la ficción se derrumba por completo.
¿Quién podría contrariar las licencias de alguien que ha dedicado toda una vida a la literatura? Lo sorprendente es que, a sus 75 años, Jordi Sierra i Fabra asegura que sigue teniendo ideas casi a diario.
Àngel y yo damos un paseo de camino al metro y nos montamos, esta vez juntos, en el mismo vagón.
El periodismo me queda de paso. Escribo. Arte, misantropía y revolución. Excelsior.