Cae la última luz de la tarde sobre la antigua fábrica de ladrillo rojo de Fabra i Coats. Es sábado por la tarde y esto a penas parece Barcelona. Solo un puñado de niños corretean por la plaza, junto a la fuente con chorros de colores. Acabamos de salir de la charla de Susanna Clarke en el Festival 42 de Géneros Fantásticos y yo, embriagado por la magia del momento, empiezo a pensar en escribir este artículo.

Frente a nosotros, la cúpula florentina de un templo se alza por encima del resto de edificios y centellea con un brillo áureo, como haciéndonos una señal. Por un momento, parece que ocurrirá algo, que alguien está a punto de hablar, que sacaré mi cámara para sacar una foto, que avanzaremos como autómatas hacia aquel lugar. Pero no sucede nada de eso. Permanecemos inmóviles por unos segundos y así, en silencio, compartimos ese instante de belleza sabiendo que, de un momento a otro, se esfumará y no volverá a repetirse. 

La magia del hallazgo

Cuando era pequeño, mi madre descubrió que me gustaban los libros, así que decidió sacarle partido a esa temprana afición. Mis primeros textos —los que alcanzo a recordar— siempre estuvieron a caballo entre la leyenda y la historia, es decir, entre la realidad y la ficción que ahora ha resultado ser mi campo de investigación—. Lo curioso es que no solo disfrutaba con las lecturas, sino con el objeto del libro en sí. Encontraba en él algo sacro, que formaba parte del mundo y que, al mismo tiempo, estaba fuera de él. Luego entendería que el libro es un engendro del mundo precisamente porque otro mundo nace de él. 

Por aquel entonces, tan solo me divertía interactuando con los libros que mi familia me regalaba en Reyes o el día de mi cumpleaños. Solían ser de gran formato, con ilustraciones coloridas y llenas de detalles, pestañas plegables, elementos móviles y páginas tridimensionales. Así, antes de los 10 años, me instruí en temas tan variopintos como la mitología clásica y precolombina, la momificación de los faraones, los piratas, los templarios, los nijas, los dinosaurios y otros tantos. 

Absorbido por ese espacio compartido entre la historia y la fantasía, la primera novela que leí por voluntad propia fue Las Crónicas de Narnia, de C. S. Lewis. Y sí, cada año le insistía a mi madre para que me comprara el siguiente volumen de una saga de siete títulos. Es divertido. Recordaba mi infancia plagada de aquellos libros interactivos, pero había borrado de mi memoria mi relación primigenia con un género que ahora a penas transito y que, sin embargo, en aquel entonces determinó para siempre mi relación con la realidad, la ficción, la vida y la literatura. Por eso en estos artículos me cuesta tanto distinguir unas de otras.  

La magia de la creación

La conferencia de Clarke me conmovió tanto que casi sentí vergüenza de haberme olvidado de la magia de Narnia. Sus palabras me hicieron recordar la fuerza —un temblor, un despertar— de un universo que se rige por sus propias normas, pero cuyo acceso se encuentra siempre en el mundo real. En El príncipe Caspian, como mencionó la autora, hay un pasaje en el que Lucy (la más inocente de los hermanos Pevensie) se aleja del grupo y se adentra sola en el bosque. Por un momento, la brisa levanta las hojas, los árboles se inclinan a su paso, el murmullo del viento se desliza entre las ramas y todos los elementos indican que los árboles están a punto de hablar. Pero nada sucede. Ni un simple balbuceo, ni un susurro. Y ahí reside la auténtica magia. 

EL hipnotismo, el ilusionismo, los juegos de prestidigitación, no han malacostumbrado. La magia no consiste tanto en manipular la realidad como en conectarnos con ella. Desde Platón, sabemos que el mundo se compone de múltiples capas de comprensión. La magia nos permite acceder a las más profundas mediante la abstracción y el juego de indirecciones. En otras palabras, nos adentramos en los subterfugios del mundo solo cuando atravesamos sus espejos. 

¿Pero dónde encontramos esas puertas de acceso? Aunque están en muchos lugares, el sitio más evidente para empezar a buscar es el propio arte. Eso incluye, por supuesto, la propia literatura. El acto de escribir, de hecho, entraña un componente mágico, casi divino. Escribir es propiciar la génesis de un mundo, el artista se mide cara a cara con el mismo Dios. Crear es dotar de sentido algo que previamente no tenía verdad ni existencia.

La magia de lo cotidiano

En Nostalgia del país natal, morboso ánimo (traducido por Monika Zsgustova), la poeta rusa Marina Tsvetáyeva nos habla del dolor del exilio. En su caso, no solo se trata de un exilio político, sino un exilio vital: es una poeta que se encuentra más allá de los márgenes de la existencia. Esto basta para entender el siguiente fragmento de su poema: 

todos y todo me dan igual
y tal vez menos que igual
(…)
Todo me da igual, todo me es ajeno.
Templo o casa: extraño, vacío.
Pero si al borde del camino
viera alzarse un arbusto y fuera un serbal… 

El serbal, un arbusto típico de la estepa rusa, es la imagen que Tsvetáyeva emplea para regresarse al mundo, para conectar con la realidad perdida, atravesar el espejo. Aun cuando todo está perdido, la cotidianeidad del azar poético nos vuelve a situar. Hallar la poesía en lo prosaico es también buscar el contenido mágico en el marco de lo anodino. 

La magia del amor

Yo lo tengo claro. En el día a día, la forma de magia en el mundo es el amor. (Apartar un cabello suelto. Recorrer las líneas que dibujan los dedos. Un roce cuando la sala se queda a oscuras, como para hacer notar que está ahí, justo a su lado, y que nada podría cambiar eso. Ceder el mejor sitio en el vagón del metro, lejos de los empujones de la gente, y hacer notar —muy cerca del oído— que la música que está sonando es increíblemente buena. Entrelazar las manos despacio y jugar a hacerse cosquillas mientras la respiración se va agitando por debajo de la mascarilla. Dejar que el paisaje del otro nos habite y nos subvierta…). 

Creo que solo un poema es capaz de contener todo el amor —la magia— del mundo y por eso la poesía nos habla tan bien de él y de nosotros mismos. Un poema explica lo inexplicable, pero no siempre del modo que esperamos. Y por eso la pregunta que plantea nos conduce a otra y a otra. Y en esa búsqueda infinita, la pregunta nos encuentra y nos sosiega. 

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El periodismo me queda de paso. Escribo. Arte, misantropía y revolución. Excelsior.


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