Words, words, words… And I hate words. Shit.

A. R.

¿Por qué esta ausencia me arrebata el aire? ¿Y por qué precisamente ahora, que el verano se acaba y parece mojar el final de sus finales en un septiembre sórdido, lleno de luz y de hojarasca? ¿Por qué este viento me sacude el pelo y me deja a solas con las farolas tintineantes de mi cabeza? Los espejos han perdido la memoria y ya no me reconocen. Me lloran cuando me ven pasar de largo, con mis hombros caídos y mi sonrisa triste. De mis pestañas cuelga una sombra que se derrite por el suelo y va dejando huellas, huellas de otras noches que son todas la misma noche, huellas de un abismo trufado de monstruos y de un corazón chiquitito que apenas late, afligido por esta querencia eterna de cosas imposibles. 

¿Qué quiero en realidad?, me pregunto de madrugada, cuando me abrazo las rodillas y la pared brama lengüetazos de fuego tras mi espalda. Un calor despierta en toda la casa, emana de los azulejos del baño, de la nevera blanca, del balcón roído, de las pareidólicas baldosas del piso que de niño me divertían y atemorizaban por igual. Las grietas solitarias rebosan de magma y afuera, al otro lado de mi ventana, las pardelas lloran con voces de niños. El otoño ha migrado a esta isla precipitadamente y ahora que empiezo a acostumbrarme a él, debo marchar. Adonde deseo ir es un éxodo sin retorno. ¿Pero qué quiero en realidad?

Verano de 1967

Quiero despertar en el verano de 1967 y tener 22 años. Quiero tener 22 años de verdad. No quiero acumular tantos años como soledades, no. Quiero ser un tonto muchacho de cabellera rizada y abdomen plano. Quiero seguirte por las calles de París. No las que vemos en las películas, sino las otras. Los callejones oscuros, sin patios con geranios ni pintadas libertarias. Quiero que seamos nosotros lo bonito del lugar, que paseemos como dos borrachos de la mano, avanzando por esta ciudad que cambia de color según le dé la luz. No me dan miedo las esquinas ni los carteristas, no me da miedo el hambre de la guerra ni el desasosiego de la bohemia, los techos bajos de las buhardillas, el mal olor que despide el Sena en agosto… 

Te seguiría a las sentadas colectivas frente a la Sorbona y leeríamos a Jean-Paul Sartre y a Simone de Beauvoir y a Albert Camus y a los grandes, a quienes enseñaron mucho antes. Fingiría toparme por primera vez contigo en Shakespeare & Co. solo por darme el placer de descubrirte de nuevo. Tus labios finitos, tus dedos torcidos, el lunar de tu frente, tu pelo negro, tus ojos donde las abejas acuden a libar sus penas. Quiero sorprenderte tras la estantería y taparte los ojos y recitarte unos versos de San Juan de la Cruz: «¿Adónde te escondiste, / Amado, y me dexaste con gemido? / Como el ciervo huyste / aviéndome herido; / salí tras ti clamando y eras ydo».

Et toi, tu réponds quelque chose que je n’arrive pas à comprendre. Algo que viene del agua y después se va. Parte, la cosa misma se esfuma. El agua termina por extirparse de aquí, de mi costado y de mi isla. Y en su lugar solo queda una herida de sal que se hunde, yerma, sobre la tierra mojada. «Tout ce qui nous précède n’est que l’histoire que l’on se raconte», te atreves a decir. ¿Crees que esta es la historia que querría contarme? Todo lo que tengo de aquella época es Billie Holiday ronroneando: «You go to my head… Like a summer with a thousand Julys». Y el «Ne me quitte pas» de Les parapluies de Cherbourg

Verano del 93

Me gustaría abrir los ojos en el verano del 93 y llevar los pelos pincho. Que me acompañes al cine a ver Jurassic Park y cagarnos de miedo porque los efectos especiales son demasiado realistas y celebrar que, después de Tiburón, Steven Spielberg lo ha vuelto a conseguir. Quiero flipar en colores con el aliento del tiranosaurio y que se me atoren las cotufas con la intervención de Laura Dern. Y quiero sorber en silencio mi Coca-Cola, darle vueltas a los hielos con la pajita y rozarte la mano que descansa sobre mi lado del reposabrazos.

Es verano de 1993 y empieza a brotarme el vello por encima de las piernas. Nace primero alrededor del ombligo y luego va bajando, se desliza despacio por mi abdomen, casi en fila india. Hay tan pocos que aún puedo contarlos: son solo algunos pelillos sueltos. Pero se tornan más y más oscuros con el tiempo. Lo hacen sin previo aviso. Un día son dorados y, al otro, el vello pierde su brillo áureo. Supongo que así nos ocurre a las personas. Pero no todo lo negro es malo y hacerse mayor tiene sus ventajas y sus placeres. 

Me reúno con los chiquillos en el garaje y escuchamos a los Rolling mientras bebemos ron Arehucas con Clipper de fresa y nos damos picos jugando a las tinieblas. Son detalles de una infancia que fue feliz casi por error y sin motivo. Es una edad en que las cartas de amor me parecen demasiado ñoñas, pero aún estamos lejos del Nokia 1100 y los zumbidos de MSN. Somos una generación concebida en el filo de la dictadura, amamantada con el sudor y las drogas de la Movida, nuestra juventud fue el albor de internet. Somos una generación de marginados, nacimos demasiado viejos y demasiado maltratados, perdidos en un mundo en el que nadie tenía nada que perder. 

Pero yo tengo apenas 13 años y a mí no me importa nada de eso. Yo solo quiero una segunda cita contigo en el cine: ignorar el cartel de La lista de Schindler y, en su lugar, entrar a ver Pesadilla antes de Navidad. Y besarnos bajo la buganvilla violeta que crece en el muro frente a tu casa. 

Verano de 2024

Nací de la noche un viernes de marzo de 1999. Y nací con una flor en la pierna que, para sorpresa de todos, no marcó el inicio de la primavera. Desde entonces, se han sucedido muchos veranos y los idus de marzo han regresado una y otra vez a acribillarme. Me he vuelto fofo y feo y el pelo, cada vez menos poblado. Atrás han quedado ya mis ínfulas y mis ganas y he perdido la tobillera de conchas que me recordaba a mi matria. La arena de la ribera se ha vuelto colorada y el agua dulce me empieza a llenar de sed. 

No puedo ver más allá de este desasosiego. No puedo. Solo veo una tristeza inusitada que se ha sentado en mi regazo y apenas me logro estremecer. Veo el fracaso de alguien que lo ha conseguido todo. ¿Qué podrá significar? Me aferro a la incertidumbre como única bandera, la contradicción como única patria, el canto de los pájaros a través del tiempo como único himno y el culto al amor como única creencia. Tengo 25 años y no quiero seguir contando mariposas: soy demasiado mayor para convencerme de que, frente a todo lo vivido, lo que queda por vivir estará mejor. 

Solo hay una única constante en mi continua reescritura de los tiempos. Es un deseo que me abrasa la piel: quiero trenzarte el pelo de rosaluna y jacintos, y decir tu nombre mientras hacemos el amor. ¿Qué anhelo en realidad, entonces? ¿Desprenderme de tu sombra o regresar a ella? Los puentes de plata se tienden bajo mis ojos. Todas las señales apuntan en otra dirección. Y yo me confío a ella, creyendo que mi vida dará un vuelco cuando otra ciudad remota enduerma la mayor parte de mis heridas. Me despido de mi tierra, que es sepulcro y morada. Pero no sé si seré capaz de despedirme de ti, que siempre fuiste mi hogar. 

A mi correctora de textos, que nació en el 93. 


Un comentario en «Querencia de cosas imposibles»

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