De todas las cosas del pensamiento, la poesía es la más próxima a él, y un poema es menos cosa que cualquier otra obra de arte.

Hannah Arendt (La condición humana)

El ángel se posó en el pinar, allí arribita lo vi yo aterrizar así como medio tropezando con sus alas. Fíjese usted que vino a asomar a la hora del almuerzo, ¡a quién se le ocurre! Y la puritita verdad es que no era un ángel muy bello, yo lo pensé mientras corría pero apenitas llegué a verle la cara y no pude soltar ni media palabra. A mí me criaron para católico, pero si luego no creo pues qué le hago, que acaso Dios le ponga remedio. La cuestión es que yo llegué hasta arribita, en la punta misma de la colina y ya le vi más de cerca los latigazos de la pinocha verde en toda la frente y los brazos. Y no solo eso. Tenía la piel de las mejillas así como hundidita hacia dentro y los rizos medio quebradizos como de esparto, encima le daba el sol de cara; ¡qué feíto era el pobre! Masiado que yo quise preguntarle:

—Yo lo vi volar endenantes. ¿Era usted?

—Je suis tombé du ciel dont j’appartiens. J’étais à la recherche d’un jeune étranger, est-ce que vous le connaissez ? Il croit qu’il est un homme, mais il est né de la pierre et du sel de la mer. Croyez-vous qu’il est là ? Eh, croyez-vous qu’il est un homme qui pense qu’il pense ? Croyez-vous qu’il est un poète rebelle, un poète maudit, un poète muet ? Croyez-vous…

—Para ser un ángel no habla usted cristiano, compadre.

Así que le di de trompadas, otra cosa no podía hacer. Entonces ya como que se recobró porque se puso áureo el angelito y entonces sí me supo hablar. Y pos ya le expliqué que se había extraviado, que había cruzado el océano y que aquí ni rastro de gabachos.

—¡Ay, mería! No se me acerque, haga el favor.

Pero así y todo se puso en pie el caballerito, con las alas desplegadas todas grandotas y como que me poseyó. Yo creo que me poseyó porque me puso la mano así en lo ancho de la frente y yo no pude moverme, sino que me dejé hacer. Me quedé tieso, los músculos retorcidos alrededor de los huesos, todo engarrotado que estaba yo mientras me dejaba envolver por sus plumas. ¡Fuerte repugnancia, que estaba sudado el jediondo! Y yo le quería pegar, que se quitara que iba a largar por la boca el escaldón si no me soltaba, que tenía mucho calor todo envueltito en las plumas. Y ya luego no sé qué pasó porque él se marchó y yo me quedé sentado, con el zurrón en la mano y ya no quise amasar ni nada: ahora yo quería dedicarme a la mera contemplación.

Así habló Nemesio

Primero vino Mercedes a arrastrarme para la casa, pero yo le dije que se fuera que ahí mismito estaba bien, que luego a lo mejor saliera a alcanzarme la manta esperancera para esguarecerme del frío. Y ella que si las huertas, que si las cabras, que si iba a haber sereno, que si patatín. ¡La mandé al infierno! No así, claro, porque yo a ella le tenía mucho amor. Le dije que fuera a dar con Virgilio en el séptimo, pero ella se pensó que le daba la dirección de algún doctor de la ciudad. Luego caí en que ninguno de los dos habíamos leído la Divina comedia, pero allí estaba yo alegando y maldiciendo Dante mediante.

Entonces ya se hizo de noche y me quedé tranquilo. Luna casi no había, pero estrellas, ¡estaba todo el cielo salpicado de estrellas! Me puse a nombrar las galaxias como a quien se las enseñan de chico. A mí nada de eso, fíjese usted, pero yo como si nada. Y yo sé que ahora se lleva mucho eso de renacer la misma mierda con nombres más divertidos, como si todo lo pariera la lengua del tal Adam Smith. Así me planteaba yo… ¿no será eso del thinking out of the box lo mismo que hacían los griegos, tan amigos ellos de la sabiduría?

¿No es acaso el germen mismo de la civilización el pensamiento divergente, la transversalidad del conocimiento porque el saber en verdad es uno solo? Así divagaba yo en voz alta y no lograba imaginarme a Pitágoras, Arquímedes o Platón sin matemáticas. De la geometría al álgebra: imposible mirar a las estrellas sin pensar en un verso, pero tampoco en un número o dos. No habría conocimiento de la gravedad o la relatividad, muchos menos del tiempo, pero tampoco las Variaciones de Bach. En mi viejo mundo, eso equivaldría a vivir una vida sin gofio ni queso. Tanta tristeza me da que ni pensarlo quisiera.

Primera aparición

Estaba yo entre pajaritos cantores, el viento suavito deslizándose entre las copas y la quietud de la noche y yo que dale la vuelta a esto y que dale la vuelta a lo otro y que dale al pensar y al repensar. Consciente, claro, de que eso no me llevaba nada. Ya dudaba yo de si lo del ángel era don o maldición cuando se me vino a aparecer un tío gordinflón. Yo no lo conocía ni de vista, pero sabía que tenía un Nobel de esos.

Habló, voz grave y pecho henchido, Octavio Paz: «(…) flor de resurrección, uva de vida, / señora de la flauta y del relámpago, / terraza del jazmín, sal en la herida, / ramo de rosas para el fusilado, / nieve en agosto, luna del patíbulo, / escritura del mar sobre el basalto, / escritura del viento en el desierto, / testamento del sol, granada, espiga, / rostro de llamas, rostro devorado, / adolescente rostro perseguido / años fantasmas, días circulares / que dan al mismo patio, al mismo muro, / arde el instante y son un solo rostro / los sucesivos rostros de la llama, / todos los nombres son un solo nombre / todos los rostros son un solo rostro, / todos los siglos son un solo instante / y por todos los siglos de los siglos / cierra el paso al futuro un par de ojos, / no hay nada frente a mí, sólo un instante / rescatado esta noche, contra un sueño / de ayuntadas imágenes soñado (…)».

Qué bonito este poema. Piedra del sol, yo lo sabía. Piedra del sol, tierra en la herida: cantaba el gallo, yo lo sabía. Y me dejó, ya era el filo de la madrugada, me dejó con alma rota y tatuada, tendido en la tierra de la vendimia, en la tierra del padre de mi padre y de su padre y por encima de todos los padres, la Madre. Y yo me quería hacer de vino y regar los campos hasta brotar de los barrancos en el pueblo. Tanta belleza sin principio y sin final que yo no podía contener mi existencia.

—¡Ángel! ¡Ángel, vuelva, señor mío! Que yo no puedo ya contentar esta dolencia del ávido agujero que es el saber de no saber nada.

Fantasmagórico Copérnico

Cartesianamente medito sobre la ausencia del fin último del ángel. ¿Dónde estará a quien buscaba? Y me viene entonces el título de Cortázar: De todos los fuegos el fuego. Pero no, es algo más. Me huele a chamusquina, como a chicharrón. Se materializa en frente mía Copérnico redondo y absoluto. ¿Vienes tú también a hablar de la poesía solar? ¿Vienes tú, Copérnico y austral, a hablarme de los astros?

—Soy mensajero de estrellas, recién salido de la hoguera.

La voz era como un eco, una niebla emancipada del mundo y yo, del nervio, me volví temblor. Pobrecito Copérnico, pobrecito monje europeo, pobrecita Inquisición. Entonces se abre la tierra y me traga, que me voy para los centros Mercedes, te escribo cuando llegue. Allá dentro converso con Julio Verne, ¡hace calor, compadre!, sí, así mismito estoy con estas videncias desde las dos de la tarde. Me hizo falta achicharrarme con el níquel hirviente y esas cosas para darle crédito a lo que Copérnico explicaba. Resulta que a él lo mataron por pensar heliocentrismos y historias de esas, pero a Galileo que lo demostró con el cacharro telescópico solo le valió un encierro.

El pensamiento, claro, no es mío. Es puritita historia real, lo escribe una filósofa: «[Galileo] puso al alcance de la criatura atada a la Tierra y de su cuerpo sujeto a los sentidos lo que siempre había parecido estar más allá de sus posibilidades, abierto a lo sumo a las inseguridades de la especulación e imaginación».

Elevación y regreso

Dadme riqueza o pobreza,
dad consuelo o desconsuelo,
dadme alegría o tristeza,
dadme inferno o dadme cielo,
vida dulce, sol sin velo,
pues del todo me rendí:
¿qué mandáis hacer de mí?

Declamo a viva voz estos versos místicos de Santa Teresa de Jesús, me elevo a un reino superior. Y empato con lo que Dante escribiera: «El amor que mueve al Sol y las demás estrellas». Ícaro de fuego, regresa a mí, chacho, vente, ¿dónde andas? Borges lo explica con suma lucidez: los números no existen, son meras ficciones lógicas. ¿Qué son entonces las historias? Ay, qué fatiguita. No lo encuentro, regreso.

Angelito

Me llena de terror la sola idea de que en la otra punta del mundo hayan dormido ya esta noche, pero no podemos intervenir en la rotación de la Tierra. A Galileo no le faltaban la fe ni la razón, pero sí quizás un fisquito de corazón. Me asalta el alba apoyado en la piedra, como obra de Rodin, como prolongación de la roca y de la sombra. Aparece de nuevo el angelito, pero aterriza ahora con tal quietud que me vuelvo ferviente acreedor del mundo de las cosas celestiales. Las facciones del semblante angulares, los ojos azules, las pestañas rizadas, tan áureo que se vuelve paulatinamente una presencia inmaterial. Pero a mí se me… borran… las… palabras… Se… difuminan… las… imágenes… No… sale… el… sol… por… el… Atlántico…

—Nemesio, que ya encontré a Rimbaud. No se inquiete usted con las cuestiones del ser. Si es que ya lo dijo él: que los galos son los hijos del sol.

Y se marcha, así, esfumándose como si hubiese surgido de la nada y ahí mismito regresa. Y toda mi lucidez madrugadora es barrida como por un capricho. Ños, qué solito me siento. Por mucho que rebusco en mi memoria no hay sino hierba asilvestrada. No recuerdo a Pizarnik, a Mistral, a Baudelaire, a Lorca, a Hernández, a Aleixandre, a Machado, a Neruda, a Pessoa y amigos, a Homero, a Ovidio, a Lope de Vega, a Góngora, a Storni, a de Castro, a Ibarbourou, a Verlaine, a Apollinaire, a… Se me olvidan los nombres uno a uno.

Pero yo creo que el angelito se compadeció de mí porque al final me dejó un verso de Rimbaud: «La verdadera vida está ausente; no estamos en el mundo».

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2 comentarios en «Retrato de la poesía solar: cuando el saber es uno»

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