Apenas ocupan un tercio de mi estantería. Pero están ahí, agazapadas tras los ecos de una historia escrita por hombres que decidieron no mirar hacia ellas. Porque ellas nunca tienen nada que decir. Porque ellas escriben para otras. Porque son autoras que solo sirven para hacer novela rosa. Porque a nadie le interesa su visión del mundo. Y así, han dictado la norma los ricos hombres blancos de Occidente. Los burgueses de traje y maletín. Los intelectuales estrábicos con esposas-florero y amantes a las que les doblan la edad. Los que se sientan en círculo y cierran la puerta y chupan el humo de una pipa y crean una sociedad selecta, un café restringido, una tertulia para gente que importe de verdad. Y la verdad es que a mí cada vez me interesa menos esa versión del cuento.

(Des)encuentro en una librería

Uno de los placeres culpables a los que me resulta imposible poner remedio consiste en entrar en todas y cada una de las librerías que me cruzo en mi camino. Eso mismo me sucedió hace algunos meses. Entré en mi pequeña librería de confianza, más por costumbre que por verdadero interés. Eché un ojo a los libros que tenían expuestos al fondo, en el último pasillo, donde casi no entra nadie. Y entonces se me encendió la bombilla. Llevaba tiempo rastreando breves poemas de una autora a la que le tenía muchas ganas. Aunque suelo dejarme sorprender por las existencias de las que disponga en ese momento la librería en cuestión (libros de bolsillo de escritores clásicos, por lo general), en aquella ocasión me atreví a preguntar concretamente a la librera.

Sin embargo, cuando pronuncié el nombre de Gabriela Mistral, aquella mujer me miró extrañada. No le estaba pregunta por un libro de Elvira Sastre, ni por el último éxito de ventas de Rosa Montero o Almudena Grandes. En realidad, yo me interesaba por la obra de una de las 16 mujeres ganadoras del Premio Nobel de Literatura, la chilena Gabriela Mistral. La dependienta se encogió de hombros y tecleó en el ordenador: no tenían nada. Por su expresión supe que no tenía ni idea de quién era esa tal Mistral. Y no la culpo. De hecho, yo mismo frunzo el entrecejo cuando me presentan alguna autora que me era desconocida; algo que, por otro lado, no me ocurre cuando me hablan de Gerardo Diego, Dámaso Alonso o Tomás Morales, aunque no haya leído aún a ninguno de ellos.

De hecho, sin ir más lejos, hace algunas semanas me recomendaban la lectura de Wislawa Szymborska. Aunque a esta otra ganadora del Nobel sí que la conocía, me referí a ella varias veces como Wislawa. Mi intención, claro está, no era despectiva. Simplemente no estaba seguro de cómo se escribía el apellido de la polaca y no me molesté en corroborarlo en internet. Cuando caí en la cuenta (porque me lo hicieron ver), reflexioné mucho sobre el tema. ¿Se imaginan referirnos a Juan Ramón Jiménez como Juanra? ¿O a William Faulkner como Willy? La complejidad de la ortografía tampoco es excusa. ¿A que (casi) todo el mundo es capaz de escribir correctamente apellidos como el de Shakespeare o Nietzsche? Szymborska merece también que conozcamos su nombre, que acometamos el esfuerzo de aprender a escribirlo bien y, sobre todo, que nos familiaricemos con su obra poética.

No toda la literatura en español se escribe en España

Otra poeta que merece la pena ser rescatada es Alejandra Pizarnik, a la que alguna ocasión ya le hemos dedicado un espacio en esta revista. La argentina, exiliada en París durante varios años, es una de las figuras clave de la poesía del siglo XX. No obstante, su nombre continúa chirriando fuera de los círculos literarios. En el instituto conocemos, al menos superficialmente, la obra de escritores como Julio Cortázar o el ganador del Nobel Octavio Paz. Ambos fueron grandes amigos de Pizarnik. De hecho, se conservan cartas manuscritas entre el autor argentino y su compatriota, mientras que el mexicano llegó a redactar el prólogo de uno de los más bellos poemarios de la joven poeta. Haber olvidado el nombre de Alejandra Pizarnik es mucho más que una injusticia con sesgo machista que el revisionismo histórico con perspectiva de género trata de corregir: también es una gran pérdida para los auténticos amantes de la poesía de más alto nivel. Porque la mirada de esta poeta atormentada, pese a su prematura muerte, hurga en los centros de la condición humana con una sensibilidad poética arrebatadora y profundamente personal.

Este rechazo sistemático hacia algunas autoras, que las empuja a una caducidad precoz de sus textos, también afecta a escritoras vivas. La mexicana Elena Poniatowska, que ahora cuenta con 89 años, inició su carrera en el terreno del periodismo literario. Muy pronto destacó por sus crónicas y entrevistas, en las que consigue crear un ambiente de intimidad con el personaje entrevistado para sacarle el mayor jugo posible. La irreverencia de sus preguntas, su mordaz ironía y la delicadeza de su prosa la elevaron a la élite literaria de América Latina y España. Tanto es así que, en 2013, fue galardonada con el Premio Cervantes y pronunció, en la ceremonia de entrega, uno de los discursos más emotivos que se recuerden en los últimos años.

Pese a su parentesco con la monarquía polaca, se distingue por su fuerte compromiso de izquierda y con las clases bajas de México. Entre su producción literaria destacan títulos como La noche de Tlatelolco, Querido Diego, te abraza Quiela y Hasta no verte Jesús mío. Aunque mantuvo una gran amistad con intelectuales y artistas de la talla de Diego Rivera, Gabriel García Márquez u Octavio Paz, en sus obras siempre muestra una mirada crítica con las masculinidades hegemónicas y difunde las biografías de grandes figuras femeninas de la historia a través de la literatura testimonial. Con todo, Poniatowska permanece en un injusto segundo plano, pese a que sus escritos, en algunos casos, superan en calidad estilística a los de escritores consagrados como Mario Vargas Llosa o el también novoperiodista Truman Capote.

También isleñas

Cuando leí Nada, de Carmen Laforet, me enfadé conmigo mismo. No me perdonaba no haber oído jamás el nombre de esa escritora. Y tampoco entendía por qué nadie me la había recomendado antes. De hecho, casi empecé a leerlo sin ganas. Topé con su novela casi por casualidad, era uno de estos libros viejos que rondan por casa aunque nadie sepa muy bien cómo ni por qué. Me pasé semanas hablando de ella sin parar, cansando a mis familiares y amigos. Ahora me disculpo, pero en aquel momento me parecía incomprensible que no fuera una obra de lectura obligatoria. Cuando pensamos en escritores bajo la sombra del franquismo quizás nos vengan a la cabeza Camilo José Cela o Miguel Delibes. Pues Carmen Laforet no tiene nada que envidiarles.

Pese a su fugaz carrera como escritora (quizás por la presión de esa primera obra maestra), ha ascendido ya a mi Olimpo de autoras y autores españoles. Su obra, de prosa ágil y sencilla, nos relata la historia de una joven que regresa a Barcelona y que vaga sin rumbo en busca de sí misma. La inexistencia de un nudo como tal y el carisma de los personajes nos lleva a reflexionar, desde una perspectiva que puede considerarse contemporánea, sobre el absurdo vital y nuestro lugar en el mundo. Aunque pueda ganarme la enemistad de muchos, me atrevo afirmar que su obra cumbre está a la altura incluso de otra novela clave del intelectualismo español, Niebla, de Miguel de Unamuno. Es hora de reivindicar también el apellido Laforet, una autora, por cierto, vinculada con las islas Canarias.

Y si nos circunscribimos al ámbito local, hemos de sacar a flote el nombre de Natalia Sosa. Se trata de una autora prácticamente desconocida hasta que, en 2021, decidieron consagrar el Día de las Letras Canarias a su obra y memoria. Aunque no pretendo desestimar la labor de poetas coetáneos como Pedro García Cabrera, lo cierto es que algunas composiciones líricas de la escritora grancanaria superan con creces a las del escritor natural de Vallehermoso (La Gomera). Si nos ponemos a compararlos a ambos, sin embargo, comprobaremos que uno de ellos es conocido por ser el mayor poeta que ha dado el Archipiélago, mientras que la otra resulta una completa extraña. A uno se le estudia y recita en los colegios, el premio de poesía más importante de Canarias lleva su nombre y numerosas instituciones y autores contemporáneos le han rendido homenaje. No es el caso de Natalia Sosa, que por el simple hecho de ser mujer y lesbiana, ha quedado relegada a la invisibilidad. En este caso, la condena es doble: la poesía no es un género fértil en Canarias (y a decir verdad, en casi ninguna parte).

Si buena parte de mis amigos y conocidos recuerda el nombre de autoras isleñas como Josefina de la Torre, perteneciente al movimiento de la Generación del 27, más en concreto a las Sinsombrero, no es por otra razón que el bachillerato. Al igual que Lorca, Gabriel García Márquez o Antonio Machado, de la Torre era una de las escritoras que debíamos estudiar de forma obligatoria de cara a la Selectividad. Esa no es, desde luego, la mejor manera de reconciliar a los jóvenes con la literatura, mucho menos con la literatura loca. Pero sí es cierto que la enseñanza desempeña un rol crucial a la hora de divulgar a grandes autores de la literatura universal de todos los tiempos. Hagamos lo propio con las autoras. Rescatemos nombres de cerca. No desmerezcamos su obra. Porque, en muchos casos, es muy superior a la de sus contemporáneos varones. Solo que ni siquiera le otorgamos el beneficio de la duda y nos negamos siquiera a abrir alguno de sus libros, libretos o poemarios.

Autoras desconocidas: ellas también sorprenden

A día de hoy, mi tesoro más preciado está constituido por dos libritos de bolsillo de Simone de Beauvoir. Son una primera edición que data de 1965 y que una amiga me consiguió en un mercadillo en Francia a precio de ganga. Su primer dueño, según indica la inscripción escrita con tinta de la primera página, se remonta a 1968. A mí me colma de orgullo saber que he leído las mismas páginas que alguien que vivió las revueltas estudiantiles de mayo del 68 en pleno París. Y también me emocioné con las vivencias de Beauvoir y compañía, con sus viajes y sus aventuras culturales, con sus crisis existenciales y sus devaneos literarios. Pero sé que no es suficiente. Tenemos que salir del yugo de la crítica y los manuales didácticos para encontrar, por nosotros mismo, a auténticas joyas de la historia de la literatura. No basta con Beauvoir, Woolf, Louisa May Alcott, Mary Shelley y Jane Austen. Del mismo modo que nos dejamos seducir por nombres como Francisco de Quevedo, Alejo Carpentier o Rafael Alberti aunque apenas hayamos leído nada de ellos, debemos hacer lo propio con sor Juana Inés de la Cruz, Ana María Matute o María Teresa León, entre otras muchas.

Al menos yo estoy sediento de visiones paralelas de un mundo que, bajo la mirada de los de siempre, empieza a cansarme.


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