Era un mes cualquiera de un verano cualquiera de un año cualquiera, durante esa emborronada época en la que mirábamos las vidas ajenas a través de pantallas y todos eran más morenos, más guapos, más flacos, más queridos y más ricos que nosotras. Por aquel entonces, una de mis amigas abría el ordenador todos los días para ver historias de amor, otra iba a la biblioteca y las leía y yo me imaginaba amando y amada y lo escribía. Varadas en las costas color gofio de la Isla más antigua de Canarias, entre aulagas y una panza de burro intermitente, leyendo a Gabriel García Márquez decidimos apagar el móvil para empezar a vivir, por fin, los amores que siempre observamos en cuerpos ajenos. Pasaron los días, nos fuimos poniendo morenas, se nos chamuscaron las greñas y aparecieron un par de pecas: la soledad se mudó a nuestras casas. Era verano y éramos felices, nos cuidábamos y nos queríamos a nosotras mismas y las unas a las otras.
El amor y nosotras, por aquellos tiempos
Uno de esos días compartimos versos e impresiones sobre las letras de Gabo. Nos emocionamos y luego sonreímos mucho. Dos de mis mejores amigas y yo viajábamos por Fuerteventura y, al mismo tiempo, por el transcurso de la vida y los crecimientos de cada una. Las tres éramos, y somos, copilotas de las vidas de las otras dos: nos poníamos la banda sonora y señalábamos el camino. Carmen nos contaba que soltó una mochila que le pesaba y ralentizaba el paso. Jimena nos dijo, con una mano en el pecho y los cachetes rosados, que sentía un amor tan grande por un amigo que hasta le quitaba el terror a las luces de Mafasca. Yo andaba, por esos tiempos, con paso inseguro pero pretendiendo que mi pupila siempre se posara en el horizonte.
Leíamos El amor en los tiempos del cólera: «Era inevitable: el olor de las almendras amargas le recordaba siempre el destino de los amores contrariados». El norte de Fuerteventura olía ese verano a tierra revuelta y a papas fritas: el olor del verano y de la paz. Cuando, en muchos momentos de mi vida, he apagado el móvil —o le he quitado la conexión a internet, lo que viene siendo lo mismo— por decisión personal o por problemas técnicos, me ha pasado una sola cosa: no tener redes sociales ni servicios de mensajería instantánea se parece mucho a desaparecer, a la vida antes, a la vida antes que lo demás. Mi padre me llamó agobiado porque no podré ver los muebles nuevos del cuarto hasta que, tres días más tarde, volviese de viajar por Canarias, por mis quereres y por mis tecnológicas adicciones. Nunca quise vivir una vida que no es mía en la palma de mi mano, y ser feliz y envidiada en el cristalino reflejo de las miradas ajenas. Apagar y descansar. Seguir.
Cuando el amor es ajeno
En altamar haciendo el cristo, así sentía mi vida ese verano: a la deriva. Los amores eran solo uno más de los naufragios en esas mareas del Pino a destiempo, a veces incluso perennes, diría incluso que eran un pequeño e irrelevante caos en mitad del todo. Ese verano transitar se sentía como las noches conduciendo en La Palma, sin farolas ni cobertura: el miedo me paralizaba, y sentía que la enfermedad y el peligro eran mis únicas compañeras de viaje. En palabras de García Márquez: «el cuarto sofocante y abigarrado que hacía al mismo tiempo de alcoba y laboratorio, empezaba a iluminarse apenas con el resplandor del amanecer en la ventana abierta, pero era luz bastante para reconocer de inmediato la autoridad de la muerte».
Ese verano lo viví como un nudo: me cambié el pelo, me hice las uñas y pretendí que el nudo era uno más de las muchas pulseras que me vestían. No era así. Fue un verano triste con sus momentos lindos y algún amor que me distrajo. Aquellos días vimos En busca de la felicidad y, viendo a Will Smith llorar su suerte, lloré yo también la mía como si, de pronto, me viese de fuera y pudiese abrazarme con fuerza. Aproveché el bache para impregnarme de los amores y deseos ajenos, como un día hizo García Márquez con sus padres, entrevisté en profundidad a algunos de mis amigos y amigas sobre cómo amar. Habrá que ver si, algún día, esas historias formarán parte de una novela atemporal como, con maestría, hizo García Márquez con El amor en los tiempos del cólera.
Vivimos con las palabras de García Márquez retumbando
Mi amiga Jimena amaba a un muchacho que tenía el querer partido en dos. Hablaba de él en un tono tan místico que la avergonzaba: siempre contaba, y medio se reía medio agachaba la cabeza, que la primera vez que pisó su casa sintió con nitidez que volvería aunque en ese momento no entendía, o no quería entender, el por qué. Aquel verano de tanto caminar por Fuerteventura, mi amiga del alma nos contó después de unos vinos con la intimidad de la madrugada, que la voz de ese majorero tenía la habilidad de darle zoco en las mañanas ventosas y calor en los inviernos de cuando estudiaban en la Universidad. Se empezaron a amar casi desde el primer día de una manera que recordaba al contrariado vínculo entre Fermina Daza y Florentino Ariza: «[…] pero la niña levantó la vista para ver quién pasaba por la ventana, y esa mirada casual fue el origen de un cataclismo de amor que medio siglo después aún no había terminado».
Decía que podía pasarse la vida escuchándolo tocar mal la guitarra e incluso viéndolo destrozar las tapas de sus novelas. Cuando Jimena hablaba de él, parecía que de repente se elevaba el techo de la habitación y podíamos ver las estrellas, la luna y algún planeta despistado. Las perseidas parecían un despropósito a su lado. Nos pasamos el verano discutiendo si debía escribirle una carta de amor, como las de las novelas de amores antiguos, o si mejor esperar la ocasión en la que el amor sucediese. Qué triste habría sido no compartir un amor que era un mar en calma, un atardecer de verano o despertar en tu propia cama con las sábanas limpitas.
Mi querida Carmen sonreía en esa época con esa frente alta de quien ha renacido. Nos dijo que soltó un equipaje que le pesaba y que, ahora, volaba ligera. Yo, con los cafés de media tarde y la cháchara sincera durante las partidas de cinquillo, le dije varias veces que no dijera eso, que no había soltado aquellas piedras pesadas que lastraban su viaje, sino que había aprendido a tallarlas. Las convirtió en un lindo mortero en el que majar los ajos que ahuyentarían próximos y previsibles dolores. Cuando no contaba aún ni los veinte años, Carmen conoció a un muchacho conejero, de pómulos marcados, alto y de evidente ascendencia guanche.
Nunca volvió a ser la misma que antes de conocerlo: él quería hacer la revolución, cambiar el mundo y socializarlo todo, y cuando la besó por primera vez ganó una camarada para toda la vida. Carmen nos contó aquel verano, muy feliz, que habían logrado transformar un amor tormentoso por un afecto sincero y la sensación de vivir acompañados en las luchas políticas y también en las vitales: «[…] y lo asustó la sospecha tardía de que es la vida, más que la muerte, la que no tiene límites. «¿Y hasta cuándo cree usted que podemos seguir en este ir y venir del carajo?», le preguntó. Florentino Ariza tenía la respuesta preparada desde hacía cincuenta y tres años, siete meses y once días con sus noches. «Toda la vida», dijo».
Moraleja: llamar por teléfono
Así transcurrió aquel verano y así transcurrió, también, la vida. Esto que aquí narro es solo un tramo: Carmen, Jimena y yo seguimos amando, seguimos bregando y seguimos desconectando. Para que no haya despistes, la moraleja de esta historia son dos órdenes urgentes: llámense y ámense las unas a las otras.
Nunca pude elegir entre ciencias y letras: por eso hice las dos. Hubo un tiempo en el que creí cambiar Periodismo por Medicina. Ahora creo que sin las palabras no se cura. Me gusta caminar, leer en la calle y hablar de política. Danzad, danzad o estaréis perdidos.