Estoy muy triste. Y no quiero ayuda ni atención ni nada. Necesito tiempo para sanar. Si no lo han hecho aún y confían —por alguna estúpida razón— en el criterio de este autor, inviertan el tiempo que hubieran consagrado a este artículo en leer Confesión, Sobre algunas de las mujeres que habitan en mí, la divertida entrevista a El Kanka o cualquier artículo de Alexis o Elena.
Tripticum, por lo habitual, es una de las ocupaciones que más me motivan a seguir con la vida. Como la frase de Delibes: «Su mera presencia aligeraba la pesadumbre de vivir». Tengo contraída una deuda inmensa con esta revista y con los amigos con los que la fundé. Y, por supuesto, con aquellos que me ayudan a mantenerla en pie. Es una deuda de honor, pues es el compromiso altruista y la absoluta independencia y libertad que reina en ella los que me hacen cumplir. Sin embargo, esta vez no puede ser.
Estar triste: un derecho que duele reivindicar
Desde hace muchos años me acompaña una certeza: la vida no me compensa. No tengo ningún problema de verdad y tampoco ninguna razón por la que quejarme. Me va bien en los estudios, trabajo todo lo que puedo, ahorro, no he sufrido ninguna gran pérdida, vivo sin lujos aunque cómodamente con mi familia y cuento con grandes amigos. El problema viene de dentro y no sé qué me pasa, no logro detectarlo. A veces siento que una versión de mí que me detesta me ha secuestrado y vivo mi vida con el piloto automático. El problema es más grave de lo que se tiende a pensar, pero los datos están ahí aunque desde las instituciones públicas no se les haga caso.
Con el paso de los años he aprendido a convivir con esa sensación —que cada vez es más una certeza— de que no merece la pena. Por eso me puedo permitir el gusto de estallar en carcajadas al tomarme una cerveza o disfrutar de una buena película o tratar de escribir un poema decente. Por eso me embarco en miles de proyectos y me niego a decir que no. El problema es cuando el escenario 1 —el de «la vida no me compensa»— se une con el escenario 2 —«estoy harto de todo, qué cansado estoy»—. Quienes me leen saben que no es la primera vez que me ocurre. El escenario 1 es permanente, me he sentido así desde que era un adolescente y creo que es algo que determina ya mi propia forma de ser. El escenario 2, sin embargo, es intermitente, viene y va, y es el que se suele manifestar más externamente y alarma a la gente de mi alrededor. A mí el que me preocupa, en cambio, es el 1, el que siempre está ahí, agazapado, esperando un tropiezo, esperando a que termine de reír o la película acabe o acompañe a mi amiga hasta la puerta de su casa y regrese a mi coche en soledad.
No busco connivencia ni autocompasión, ni siquiera palabras condescendientes. Es que simplemente no puedo. Y aunque he intentado buscar ayuda, no ha podido ser. Sigo sin estar satisfecho por algún motivo que se me escapa y solo siento en el centro de pecho, muy por debajo de mi esternón, un profundo dolor de lejanía como si cada vez estuviera más apartado del mundo, de las cosas que me decían que sí y, lo que más me preocupa, de mí. En 2019 escribí que me sentía como un extranjero de mí mismo y ahora… ahora solo quiero llorar, no expresarme con ninguna metáfora.
Un único deseo
No quiero pensar. No quiero ser alguien que finge ser el mejor en todo ni un escritor fantasma que ha fracasado antes de empezar. No quiero trabajar en cosas que no me gusten por el hecho de haber nacido pobre. No quiero que la vida consista en altibajos. No quiero vivir en el privilegio del hombre blanco. No quiero convivir en un mundo donde existan la guerra o el hambre. No quiero contribuir al sistema capitalista, que nos obliga a producir hasta desmembrarnos. No quiero vivir donde vivan fascistas. No quiero odio. Que la gente muera por ser negra, por ser homosexual, bisexual, trans o queer, por ser mujer. No quiero estar sometido a mis prejuicios y no quiero ser un feo y borde gordinflón caído en decadencia. No quiero seguir recordando a una chica que me dejó en el verano de 2013. No quiero estar solo y pensar que nadie me va a querer. No quiero hacerme viejo ni ver a nadie sufrir ni dejar de ser un niñito caprichoso que teme al mundo. No quiero salir de mi cama. No quiero ver a nadie. No quiero fingir que las bromas de mi jefe me hacen gracia. No quiero quedar como un memo al que le da pánico conducir. No quiero no permitirme fallar un solo día en mi frenética rutina. No quiero aguantarme las ganas de llorar mientras ceno mi plato de pasta favorito en un restaurante con amigos. No quiero haber sido el primero de mi promoción para que lo que venga después sea peor: máster, doctorado, mercado laboral. Siempre compitiendo con los otros, siempre reflejando en el espejo la imagen de un fracasado. Y, sobre todo, no quiero estar en un agujero del que no puedo salir.
Me pregunto si alguna vez fui otra cosa que esto. Por ahora, no quiero responder. Sé lo que quiero. Y no me gusta.
El periodismo me queda de paso. Escribo. Arte, misantropía y revolución. Excelsior.
Tú eres tu peor enemigo y tu mejor amigo. No siempre «querer es poder». Descender raspa, duele y no curte; que no te engañen, pero cuando te conviertes en un ave Fénix el vuelo se disfruta de una forma gigante.