Alejandra, solo quiero escribir con palabras que sanen. No importa que el verbo enferme de peste bubónica y se propague por los textos como un collar de perlas que alguien te arranca del cuello. El óxido, la pústula son lo de menos. Quiero palabras que digan más de lo que dicen, que se atrevan más, que hieran más, que amen más, que busquen. Que se adentren en la espesura del alma. Quiero una palabra que sea una columna de piedras apiladas y que debajo de cada una aparezca otra y otra más, como un viaje mesiánico al interior de las cosas vertebradas.
Alejandra, soy un mal poeta porque no soy poeta. Lo sabes. Lo saben. Sobre lo que soy ya me he interrogado demasiadas veces sin acertar ninguna, dejemos, por hoy, descansar a Penélope. En ocasiones, sin embargo, escribo cosas. Son como pistas de aterrizaje donde abandonarme a yacer, anestesia para un esplín al borde de la metástasis. Escribo cosas donde deseo dormirme, depravaciones imberbes de un suicida moral, banderas de contradicciones y espinas de amor color turquesa. Porque muchas veces, más de las que me gustaría admitir, solo quiero envolverme en una crisálida y no dejar de leer hasta el final de los tiempos o de los días. Habitar esta casa de lavanda, donde las hojas vienen a volverse amarillas y solo huele a fuego y a juventudes solitarias, carambolas que vienen a asediarme en la noche sedienta de adjetivos, de sexo profano y seso divino.
Escribo, por ejemplo, para no morirme en el amago de ser Alejandra Pizarnik:
Te agotaste a ti misma
como se agotan las metáforas
o los peces voladores
o las arenas movedizas.
Te consumió la noche,
tu propia noche,
la de más peligro,
la noche uterina y aciaga,
la noche de la noche de tu pupila.
Y hay candor en el monte,
como una llama,
hay fósforo en el piso,
hay una marea cerúlea,
con olor a cementerio
y a lilas.
No naciste de este mundo,
te nacieron.
Alejandra,
que no te marches,
que no te vayas,
que no me dejes solo
sin otro amparo
que tu nombre bizantino
y esclavo de las sombras.
De esta habitación no te escapes,
no te agotes.
Que es de noche
y hace frío
y no hay nadie,
nadie en la estación
que pueda recibirte,
nadie desnudo y devoto,
nadie herido de tinta.
Alejandra,
no asustes a los niños
y sube la escalera.
Pequeña digresión a modo de disculpa
Nótese bien que siempre escribo de obras que me gustan, pero nunca de nada que me guste mucho más. Escribo de Pío Baroja, pero no de Carmen Laforet. Cito a Cernuda por no sentarme a los ojos de Lorca. Callejeo por Valle-Inclán o Camus, incapaz aún de enfrentarme a Juan Rulfo, Gabriela Mistral o Franz Kafka. Es decir, como divulgador cultural estoy atrapado en un laberinto de pasiones vacuas, donde el amor me empuja y al tiempo me paraliza, porque no existen las medias tintas, solo mediocridad y excesos, y ambas cosas me producen una suerte de vértigo, de una manía depravada y escéptica.
Ahora sé, por ejemplo, que esto no es lo que merece Alejandra, poeta argentina, poeta parisina, poeta surrealista y esquiva, poeta gata de los tejados, poeta-ahogada-en-la garganta-del-olvido, poeta a la sombra del fuego. Por suerte, alguien más disciplinado ya escribió en esta casa sobre Pizarnik, un estudio analítico más valiente y doblegado que el que yo me dispondré jamás a publicar.
Me gustaría, eso sí, arrojar a la luz estos poemas. Aunque solo sean piezas de puzle en forma de cilindros. Me imagino un libro del querer y los volcanes, unos poemas del alma triste escritos con la sangre obrera de mis ancentros, la maresía de mi infancia, el anhelo centelleante de un incendio al borde del abismo. ¿Es un espejo con vexo menos espejo que uno cóncavo o que otro liso? Alejandra, contesta. Te hablo a ti, te suspiro, te quiebro, te anehlo a ti. Y te sueño, también.
Ciego deseo de elevación del alma
¿Sabes, Alejandra? El otro día mientras lo esperaba a Él, mortificado por el miedo ante la posibilidad de un desplante, empezaron a estallar fuegos artificiales en el cielo. Y yo, desde el terreno elevado del desatino, pude observar cómo los hombres los lanzaban desde abajo, desde la orilla y vi cómo se hacían de espuma en un fondo de estrellas relucientes como puñales virginales. ¿Y sabes qué, Alejandra? Que cuando me subí al coche no fui capaz de decirle nada, tampoco de los fuegos que o de las sombras de los fuegos que o del reflejo de las sombras de los fuegos que su mirada me siembra.
Y tú te fuiste hacia la orilla, como Alfonsina, lejos del ruido de otros humanos malqueridos. Y solo dejaste escrito en tu pizarrón, en la clínica mental en la que no pudieron curarte: no quiero ir / nada más / que hasta el fondo. Pero Alejandra, en esta noche, en este mundo te fundes con el aire y las muñecas. Te fundes, reina macedónica y faraona, con las cosas que siempre odiaste. Y ahora formas tú también parte de las cosas. No es que seas alianza, es que eres un hueco en el tercer estante de mi librería. Y ahora sé que podré volver a ti y devolverte cuando quiera hacerme daño y curarme, cuando quiera morirme y sobrevivirme, cuando quiera hundirme y reflotarme, cuando quiera escribirme y aprenderlo a hacer.
Tengo miedo de estas profecías que hago pasar por artículos, de quedarme encerrado en ellas, de solo ser capaz de pensar y hacer pensar desde el yo o de no hacer pensar en absoluto. ¿Para alguien que se odia no es eso destructivo? Me doy pábulo bajo el deseo silente de acallar el ego primitivo de los seres amorales, de los seres políticos, de los seres sincrónicos. Que es tan grande el universo y tan escasa la existencia, tan irrisoria, tan nimia y absurda. ¿Cómo llenarla, Alejandra, de sentido? Y tu nombre da respuesta a la pregunta que te nombra.
Esperando que un mundo sea desenterrado por el lenguaje, alguien canta el lugar en que se forma el silencio. Luego comprobará que no porque se muestre furioso existe el mar, ni tampoco el mundo. Por eso cada palabra dice lo que dice y además más y otra cosa.
La palabra que sana (Alejandra Pizarnik)
El periodismo me queda de paso. Escribo. Arte, misantropía y revolución. Excelsior.