En 2015, el documental Mañana (Demain, en su título original en francés) causó sensación primero en su país de origen y luego en el resto del mundo. Dirigido por Cyril Dion y Mélanie Laurent, la película se alzó con el premio en el Festival de Cannes en su categoría y consiguió la simpatía de gran parte de la crítica. Su mérito reside no tanto en su puesta en escena como en su enfoque innovador. A diferencia de otros documentales que abogan por el ecologismo humanista centrándose en los males (Dominion, Cowspiracy, ¿Somos historia?…), su denuncia medioambiental viene acompañada de diversas propuestas, remedios y posibles soluciones a distintas escalas. Más que un rayo de esperanza, Mañana es una llamada a la acción.
En el filme se distinguen hasta cinco campos de actuación: la agricultura, la energía, la economía, la democracia y la educación. Aunque nos gustaría profundizar en todos ellos, por el tiempo y el espacio del que disponemos hemos decidido centrarnos en uno solo, aunque proyectando un enfoque particular. Porque la agricultura no solo moviliza gran parte de los recursos humanos y las materias primas del planeta, sino que también imbrica el resto de ítems. Las fuentes de energía que precisa esta actividad y los desechos que genera, la necesidad de educar a las nuevas generaciones en el respeto a la naturaleza en pos de una agricultura moderna pero de menor impacto y las jugarretas antidemocráticas que se producen en las grandes compañías alimenticias que abusan de los recursos naturales sin aportar una sola semilla, son también parte del problema.
Mañana o el instinto de la razón
Es natural que, en medio de la sabana, un león cace una gacela. Y que, en un centro de preservación de la fauna, sea alimentado con pedazos de carne bajo una rigurosa dieta examinada por expertos. Es natural que la mantis hembra devore la cabeza del macho después del apareamiento: necesita esa proteína para completar el proceso de reproducción. Y, del mismo modo, es natural que en una isla desierta, un náufrago se ate a la vida desplegando todo tipo de recursos, los que hagan falta, para asegurarse un día más de vida. Es natural, en definitiva, que los seres vivos nos guiemos por instintos cuando no queda otro remedio.
Pero, en un ejercicio de honestidad para con nosotros mismos, sincerémonos con la realidad. Con la realidad particular, con las circunstancias y el contexto personales que nos terminan de construir como seres humanos, diferenciados del resto de animales irracionales. Y es que la inmensa mayoría de personas del mundo occidental no cazamos ni recolectamos. Para llenar la alacena, lo único que precisamos es conducir hasta el supermercado. Y ni siquiera es menester acudir al más cercano: podemos escoger entre una amplia gama de cadenas, de comercio local o multinacionales, según los precios o nuestras preferencias gastronómicas.
La variedad, en fin, es inmensa. Y la oferta cada vez se adapta más y mejor a la demanda. Sin ir más lejos, la compañía canaria de supermercados Hiperdino ha incorporado una sección gourmet y otra ecológica, Mercadona se ha abierto a los productos sin gluten, marcas francesas como Alcampo o Carrefour han prescindido del aceite de palma en gran parte de sus productos, etc. Y esto por citar tan solo un puñado de ejemplos.
Somos los que comemos (y pensamos)
Nuestros instintos y necesidades no son los mismos que los de un león en la sabana. Y lo que no resulta natural es avanzar destruyendo todo a nuestro paso, incluso nuestro propio hogar. En algún punto de la historia, decidimos que la jerarquía animal nos situaba en la cima del mundo, empujados por la codicia y el poder. Pero lo que nos distingue auténticamente es nuestra capacidad para obrar, para hacer el bien o el mal, desde la conciencia. En el siglo XXI, contamos con la información y los conocimientos científicos suficientes para saber que nos encontramos al borde del abismo, que estamos a punto de cruzar la línea de no retorno. Las proclamas de los 70 son las mismas que reclama Greta Thunberg con el mismo ahínco, pero con más desesperación. Se nos agota el tiempo. No hay planeta B.
Pese a la pandemia, a mediados del 2020 agotamos todos los recursos del planeta destinados a ese año. ¿Qué hicimos los seis meses restantes? Sobreexplotar la Tierra, los bosques, a los animales y a las personas. Pero podríamos ponerle remedio. El 80% del terreno cultivable no se emplea para alimentar a los seres humanos que poblamos el mundo, sino para sostener una industria cárnica que está acabando con nosotros. Tan solo reduciendo el consumo de carne en nuestra dieta semanal, el margen para salvar la Tierra sería infinitamente mayor. Y para los que aún lo ponen en duda: un kilo de lentejas requiere de 250 litros de agua, mientras que un kilo de carne necesita alrededor de 15 000.
El consumo de carne, además, no solo tiene un impacto en la salud de nuestro planeta, sino en la propia. La ingesta de este tipo de alimentos está estrechamente relacionada con un incremento, a veces de más del 50%, de padecer cáncer de colon o de estómago, así como colesterol, obesidad y enfermedades cardiovasculares graves. A día de hoy, cada segundo mueren unos 2000 animales terrestres para consumo humano. Los marinos son tantos que se cuentan por toneladas, no por individuos. Cada día se produce un holocausto animal de vértigo sin ninguna razón justificada, quizás para que un texano pueda disfrutar de su hamburguesa de un euro del McDonald’s. ¿Cuánto crees que cuesta en realidad esa carne que, desde el punto de vista nutricional, no vale nada?
Comer es también un acto político
La libertad individual, un principio del liberalismo económico con su libre regularización del mercado por bandera, debe estar por debajo de la moralidad de nuestras acciones. Porque nuestra casa es compartida. Y los que están al mando no pueden guiarse por intereses corporativistas. Le pese a quien le pese.
En Europa, es completamente legal matar a los pollitos no productivos en el mismo cascarón en el que nacen. Las llamadas gallinas camperas mueren a los 18 meses, mientras que en entornos naturales pueden vivir hasta los diez años. Los cerdos, cuya inteligencia es comparable a la de un niño de tres años, mueren hacinados en sus propios excrementos. Y se permite el uso de cámaras de gas o de pistolas de aire comprimido en los mataderos, métodos que no siempre son efectivos y que empujan a estos y a otros animales a ser triturados aún en sus últimos estertores. Hoy en día, la agricultura no va de personas, va de animales. Parece una paradoja, pero es una tragedia.
Un cambio en la forma de cultivar el suelo no solo remodelaría la economía generando millones de empleos, sino que también aliviaría la carga de la sanidad pública o incluso podría erradicar el hambre en la superficie terrestre al completo. Parece una locura, pero conocemos los procedimientos y tecnologías, contamos con el talento y la capacidad suficientes para llevarlo a cabo. Entonces, ¿por qué no lo hacemos? Pues por lo de siempre: la riqueza, como la pobreza, se hereda. Y está blindada por un establishment pétreo, que presenta la inmigración como un problema irrefrenable mientras sustenta a un capitalismo salvaje que se basa (y es así como se genera el dinero, por si alguien de lo preguntaba) en políticas moratorias.
Ahí tenemos el caso de Estados Unidos y su american dream, un excelente ejercicio de marketing que nos ha convencido de que es normal portar armas, dejar a morir a los pobres o que la presidencia se juegue entre dos vejestorios carcas y que la balanza se incline hacia el menos lunático pero el más belicoso. El individuo no puede estar por encima del conjunto. Es una problemática que ya enunciaba Kant: el drama de vivir en una esfera es que, a medida que tratamos de alejarnos los unos de los otros, más nos acercamos por el otro punto. No nos queda sino arremangarnos y tirar hacia adelante sin dejar a nadie por el camino.
Pensar global, actuar local
Siempre creímos que el orden global era vertical. Y, en cierto modo, así es. Las acciones de las cinco grandes multinacionales marcan el curso de la historia, el ritmo de consumo y el agotamiento del paisaje. Pero para un mundo mejor, necesitamos empezar por nuestra propia casa. Y no es solo ya la regla de las tres erres que aprendimos todos en el colegio. El cambio pasa por tomar posiciones morales de envergadura sociopolítica. Adoptar dietas alternativas, como la vegana o la vegetariana, es igual o más importante que votar a partidos concienciados con la lucha por la preservación del medioambiente. Y tejer redes del cambio es una forma de disidencia y resistencia ante el poder hegemónico.
La clave está, quizás, en la glocalidad, en sustentar a los proveedores y a los productos de la región, en la permacultura, en apostar por un modelo económico que desplace el turismo destructor por una agricultura sostenible, renovada y que atraiga a las nuevas generaciones, en pensar en la huella de carbono, en evitar a los intermediarios, en cuidar y en cuidarnos. Y no por ello la cesta de la compra ha de encarecerse (sí, todos sabemos que el tofu es caro, ¿pero cuánto cuesta un paquete de arroz, pasta, garbanzos o judías frente a un simple bistec?). Las excusas recurrentes ya no valen. Y para los que piensan que no pueden vivir sin su bocadillo de jamón serrano: ¿podrías vivir sin planeta Tierra?
Quizás no está de más recordar una evidencia. Para los seres sincrónicos que habitamos este planeta, dotados del mejor (y, paradójicamente, el peor) don de la naturaleza que es la conciencia, el ahora no acaba nunca. La duda es una abyecta venganza subjuntiva, hipotética y disuasoria. Las leyes naturales nos aseguran que habrá un nuevo amanecer, que seguirán orbitando los planetas, que por culpa de la gravedad caeremos al tropezar. Y, sin embargo, todas esas cosas no existen hasta que se revelan a nuestra conciencia a través de los sentidos. El presente es un regalo porque es el único que de verdad vivimos, sufrimos y disfrutamos. Por eso y por la urgencia de la finitud de las cosas, no me cabe ninguna duda. Mañana ya ha llegado. Y es hoy. Que no se nos haga tarde.
El periodismo me queda de paso. Escribo. Arte, misantropía y revolución. Excelsior.