Hay una pancita de burro nubosa, lejana y gris, que una pequeñaja toca con la punta de los dedos. Sobre el barranco rebuzna el burro nuboso mientras los huesos ríen enterrados, ya están de buen humor, ya ha pasado el negro de la historia sobre sus hombros, y toman ese sol tapado y mimoso desde la cumbre más umbría. El sol tapa, y sale a sacarle la lengua a una niña que duerme la siesta a cuarenta grados, nena… Tres vocecitas que se unen en un trío llamado Panza de burro, El Barranco y Vozdevieja a miles de kilómetros de distancia y definen a la niñez desde las pupilas de unas niñas que destilan impulso, ingenuidad, buen corazón, rabia y deseo, shit, muchos deseos.
Tres lenguas de trapo
La excusa para desandar el camino de relatos es Andrea Abreu. La joven periodista y escritora tinerfeña publicó en junio su primera novela de la mano de la Editorial Barret: Panza de burro. Metida en el proyecto Editora por un libro con Sabina Urraca, esbozó en 171 páginas (lo tengo aquí a mi verita) una amistad de dos niñas que van sabiendo que eso del MSN, del tuenti apenas, que vive entre los hechizos de las viejas del monte de Tenerife y descubren olfateando lo del internes y meten palabrejas, anglicismos dicen, con un buen escaldón de gofio encima. Deja que la narradora sea una niña que relata sus aventuras y desventuras con Isora.
A finales del siglo pasado, con las elecciones del PSOE de un Felipe González embadurnado en la gloria, de palos de fuego en la acera y boom de la construcción viaja Elisa Victoria al escribir Vozdevieja (2019), una recomendación de Andrea, para que Marina cuente qué pasaba en Sevilla. En Sevilla o alrededores, cantando y viendo cómo su abuela teje vestidos de flamenca a la vez que extirpa con masajes de media tarde la enfermedad de su madre.
Y con un trampolín y doble volteo de tortilla a golpe de muñeca aterriza la cubana Nivaria Tejera con El barranco (1982). Es un relato personal, un yo de chica, que busca en La Laguna el rastro de su padre secuestrado por las represalias de la Guerra Civil. Buceando en los recuerdos llega Nivaria a trasladar la historia de los antepasados y a rescatar la memoria de una cría a la que le quitaban todo lo que conocía. El aroma manso de la tranquilidad se había evaporado y era la calle la que estallaba en balas.
Escribe con la letra junta
Cuando crecemos un pizco más y nos autodenominamos adultas, de repente olvidamos episodios pasados, o hacemos que los olvidamos, que por vergüenza o miedo, que por dejar hueco en la memoria para esas cosas más importantes, eludimos. Entonces, la narración en primera persona remueve el caldo y salen los olores. Si los cuentos infantiles están recogidos en el currículum de las escuelas para fomentar el aprendizaje y la empatía de los párvulos, las novelas sobre la niñez son fundamentales para recordar qué se perdió por el camino.
Aquellos años están lleno de contradicciones conscientes que se quedan como mariposas revoloteando y desperdigando su polvo de alas, hacemos achús achús, y extrañadas y confundidas las niñas siguen y crecen. Cuando Marina echa mano de las revistas de adultos del novio de su madre y toma tres, cuatro, cinco minutos a memorizar las imágenes y las líneas de los tebeos que ponen una balanza entre no meterse en líos y tener imaginación para escapar de la asfixia de los mayores. Utiliza Elisa Victoria las palabras precisas, una estructura sintáctica lógica, habla a veces esa adulta que rememora los inicios plasmando los titubeos del paladar de la niña.
Papas con güevo, cachoputa, Sinson, pac, sangüi, vulcán, vulcán, tiramisú… La idiosincrasia de Abreu relumbra con el léxico canario. Su pilluela e Isora bajan por la cuesta hasta los confines de la tierra conocida para encontrar la playa, y comen y saltan, vomitan y se ponen del revés para encontrar su sitio. Esa odisea por encontrar sitios nuevos que explorar, renovar los conocidos o esconderse en las zanjas de tierra llega de la necesidad que persiste con la edad en huir y atravesar el mundo de una sola dentellada. La energía que transmite el lenguaje desacralizado da con el pensamiento atropellado, casi mimético, de la amiga que venera a su alma gemela. A veces despótica, otras amable, ¿recuerdas con quién te diste tu primer beso con lengua?
A vueltas con el hueco vacío
Con la mano hueca Nivaria llama a su padre sentada en el taburete que el abuelo usa para remendar las albardas. Las metáforas, emplastes de pintura visuales, marcan las hojas, y decide tirar por la imaginería llena de verdes y tonos tierra para expresar la desazón que recorre aquellos días su casa llena de miedos. No es desenfrenada ni sesuda. En ocasiones, trabalenguas con la desazón que lleva no ser entendida a esas edades donde el azul puede ser confundida con la ira. Aquí, al contrario que en los dos relatos anteriores, se esboza la figura del padre y del abuelo como referentes, personajes a los que seguir y tocar con ansia de ser reconocida.
¿Pudiera ser la diferencia generacional?
Andrea y Elisa son escritoras contemporáneas que hablan sin ambigüedades de los padres perdidos, las madres que mueren, las abuelas que son salvoconducto y otras que son castigo. Hay una desmitificación de quienes nos cuidan y muestran las vulnerabilidades de los adultos, su incompetencia (¿por qué no?) y la inquietud que provocan en unas mentes que se asustan con el más mínimo refunfuño.
No hay malos ni buenos, hay tonalidades y ningún antagonista que revele el lado oscuro de la historia. Son las protagonistas las que van describiendo esos puntos ciegos de los que no quisieran que nadie se enterara. Incluso, hablan de la certeza de que siendo niño algo sería más fácil. Eso de la regla, de ensuciarse y de los lazos en el pelo no serían preocupaciones. Apenas hay un esbozo de las relaciones con los chicos, las niñas se pegan a las niñas y las recubren de besos y envidias, ¿quieres jugar conmigo?
La sencillez de unas gotas de perfume de mamá y una canción de Diana Ross para recordarla siempre.
Restriégate
El deseo es una parcela única en la que crece el tomillo, el romero, la albahaca, la hierba buena, los limoneros y hace chup chup un manantial de lodo negro que se queda empegostado a los pies.
Los ojos de Isora son verdes y la cadenita de la Virgen de la Candelaria pende de su cuello con un tintineo de color de oro. La niña de Andrea quisiera tenerla para sí, dentro, muy dentro, como una llaga que escociera y se revolviera por asfixiar los medicamentos que le torpedean. Los bebe y traga sorbito a sorbito, y esa posesión irrefrenable, caprichosa, conquista la cabeza caliente de una niña que no sabe de qué habla, pero lo siente en las entrañas.
Como bien me decía mi Nori, Andrea toma los detalles y moldea la narración sobre la mirada, va hilvanando hechos con otros que no requieren de un esquema premeditado. Escribe de una manera muy visceral, me dijo. A impulsos, resuellos, como si de verdad tuvieras 9 años y la cascada de los días te abrasara. Shit, shit. Ya cogimos diccionarios y wikipedia para saber qué significaban los vocablos de la narrativa latinoamericana, ahora toca consultar a la Academia Canaria de la Lengua y a los mayores del pueblo.
Marina se quedó paralizada, dicen que de lo dicho a lo hecho hay un trecho, cuánta verdad, sobre todo cuando se trata de un beso. Esa resolución es sincera, reflejar a unas niñas como remolinos de viento y oscuridad es acercarse a los perfiles opacos de la infancia. No todos son hadas, pamplinas y buenas palabras. Dentro, indomesticado, se encuentran los primeros síntomas de la locura. Esa que, como le dice Domingo, su padre postizo, es buena de tener un poco.
El síntoma
El síntoma de que todo va a acabar bien. Da igual las refriegas, toda la inmundicia desperdigada, las palabrotas dichas, que parece que cuando acaece el final del día y la niña se duerme hay algo que queda tranquilo en su interior. Se apaga por un momento el vulcán y el fuego deja espacio para la calma.
Hay miles de libros tales como Matilda (Roald Dahl, 1988), Los cinco (Enid Blyton, 1940), Mujercitas (Louisa May Alcott, 1868), Momo (Michael Ende, 1973), Caperucita en Manhattan (Carmen Martín Gaite, 1990), Manolito Gafotas (Elvira Lindo, 1999) y hasta Platero y yo (Juan Ramón Jiménez, 1914) que le dan a los lectores noveles alas para fantasear y sobrevolar las cabezas de sus padres sin que los pillen. Nivaria Tejera y Elisa Victoria tejen redes de pesca para recuperar algo del fondo perdido de la infancia, perdonándonos un poco, sorprendiéndonos de lo atrevidos que tal vez fuimos. Aventura suena, aunque yo fui siempre más de los discos de Caribe Mix.
Y la mirada de Andrea Abreu, que se estrena en medio de una apocalipsis, hace diana y nos tira una bola de arena a la cara para nos la comamos con los dientes apretados, a ese sitio nos quiere conducir en un julio plagado de calima y vientos alisios que traen, del sur parriba siempre, la panza de burro.
Periodista. "Porque algún día seré todas las cosas que amo".
Me ha gustado mucho el artículo y la frescura en tu forma de escribir.