Me dejo caer, de espaldas, contra la cama. El chándal puesto, el cansancio y también la soledad. Un día más en una época desoladora de capitalismo putrefacto hasta la médula. Doy vueltas en la cama y abrazo con fuerza mi ropa, mi jersey rojo favorito y los pantalones negros de siempre: los siento como mi piel. En un mundo que me aliena, que me ahoga, que me aprieta, que me asfixia, cada día que pasa me araña la piel y me la hace jirones.

Cada día, en las noticias, veo el dolor en las manos ajenas, un dolor viejo, heredado y sistemático. Por las mañanas, abro los ojos y pienso: una mañana más sigo sana y salva. Me miro al espejo, y suplico con compasión: por favor, házmelo despacio. Lo digo, lo grito y me desalo: tengo el cansancio de toda la humanidad concentrado en mi mirada. Házmelo ya, mundo, desnúdame como todas las noches, quítame la coraza y desármame: mi almohada está harta de verme llorar todas tus injusticias.

El espejo de la vergüenza

Billones de fotones se conjuran y forman imágenes que impactan en nuestras retinas: calles vacías, sanitarias llorando en prime time y furgones esperando decenas de féretros a las puertas de los hospitales. Estas partículas se convierten en un impulso eléctrico que serpentea para darnos un chispazo y ya en el cerebro se traduce: dolor, miedo y enfermedad. El impulso vuelve, se dilatan las pupilas y se aclara el iris: lloramos. Millones de ojos perplejos llevan meses llorando la desgracia de una humanidad que se sentía inquebrantable. Nuestro privilegiado primer mundo. Nuestro dinero, nuestra tecnología, nuestra soberbia.

La pandemia nos ha puesto contra el espejo a la fuerza: nos ha demostrado que nuestra forma de organizar el mundo no funciona. O, al menos, no funciona para las que no ostentamos obscenas mansiones y fortunas. Un número indecente de familias llevan meses sin ingresos, conviviendo en pisos minúsculos y a veces sin ventanas a la calle. La situación de las personas mayores es incluso peor: soledad y brecha digital. No me olvido de las fallecidas ni de las personas que tuvieron que recibir esa llamada a una distancia insalvable.

‘Covid Photo Diaries’, cuando las historias importan

Trabajar en un hospital es siempre una tarea ardua, y a veces dura: no me puedo ni imaginar el esfuerzo impagable que ha hecho el personal hospitalario para acompañar y calmar a las ingresadas (y también al resto del equipo). Abrimos cualquier red social y nos asaltan miles de historias, todas horribles, todas injustas y todas desoladoras. Las historias importan, importa ponerles nombres e importa ponerles caras. El proyecto Covid Photo Diaries se encarga de ello: 8 fotoperiodistas españoles retratan y nos muestran a diario las historias de esta pandemia.

Siento una herida profunda en mi tórax, una herida en la que supura el horror de una humanidad rota y nerviosa. Me encuentro a mí misma abierta en canal, dolorida: la tristeza emana de las vísceras. Pego mis rodillas al pecho, como si pudieran protegerme y mi mirada sigue clavada en las noticias. Imágenes que permanecerán para siempre en nuestras mentes (ojalá no las olvidemos nunca). Debemos repensar el orden de nuestro mundo. Las prisas. Los horarios. Nuestro ritmo es insostenible: no cabemos ni en las ciudades ni en las casas, la precariedad lo baña todo y la violencia es el pan de cada día.

Vamos al súper del barrio, vemos cansancio y miedo en los ojos de sus trabajadoras. La familia de la tienda de enfrente ha tenido que cerrarla. El silencio hace un eco ensordecedor que retumba contra las paredes de los edificios. ¿Dónde están las personas que dormían siempre en esta calle? ¿Estarán vivas? La playa está vacía, los bancos precintados, y los atardeceres siguen siendo espectaculares, pero nadie los contempla ni los fotografía. Ayer vino el médico a visitar al vecino, es mayor y vive solo, ¿tendrá comida? ¿Por qué todo tiene que ser tan desgarrador? Los barrios tienen esto: historias. Casi siempre de injusticias, de lucha, de pobreza y, algunas veces, historias de amor y resiliencia.

Un trocito de esperanza

Sigo aquí, mirando el techo sobre mi cama y pensando que, también, cada día ha habido un trocito de esperanza, un gesto de amor desinteresado que me da esperanza para coserme las heridas. Otra vida es posible y construible. Me niego a aceptar ese discurso que grita «que nos repriman más fuerte que somos unas desconsideradas». Yo, en el fondo, confío en las personas. Creo en la humanidad cuando veo a las cajeras siendo agradables y sonriéndonos, a pesar del miedo y del cansancio, cuando los vecinos se saludan y se sonríen, cuando veo el crecimiento exponencial de redes vecinales.

Tenemos la oportunidad de cambiarlo todo: de hacer la revolución desde lo colectivo y desde la solidaridad. En un mundo donde prima el dinero, enriquecerse infinitamente y a costa de lo que sea, no hay hueco para la felicidad y la realización de todas las vidas. Vendrán más pandemias, vendrán más crisis, y si no adquirimos consciencia, el miedo y el hambre seguirán monopolizando nuestra cotidianeidad. Parece mentira, y es lamentable, que haya sido una enfermedad lo que, recordándonos nuestra naturaleza mortal, nos recordara que el amor, la cooperación y la empatía son lo único que tenemos. La acumulación de capital no segrega anticuerpos ni nos abraza cuando no podemos más, lo único que consigue es que mientras unas pasan la cuarentena en habitaciones de 110 m2, otras han perdido su casa y no tienen para comer.

Alguien dijo que «solo el pueblo salva el pueblo», y no le faltaba razón.

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Nunca pude elegir entre ciencias y letras: por eso hice las dos. Hubo un tiempo en el que creí cambiar Periodismo por Medicina. Ahora creo que sin las palabras no se cura. Me gusta caminar, leer en la calle y hablar de política. Danzad, danzad o estaréis perdidos.


Un comentario en «La enfermedad y el capitalismo»

  1. La mandíbula contraída, los ojos mirando a través del brillo de acetato… No quiero desnudarme más. Magnífico en todos lis sentidos.

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