«Una es más auténtica cuanto más se parece a lo que siempre ha soñado de sí misma», declamaba el que probablemente sea el personaje más entrañable de Pedro Almodóvar hasta la fecha al final de su monólogo. La Agrado, una transexual polioperada, es prostituta a tiempo completo hasta que Cecilia Roth reaperece en su vida en busca de Lola, otra transexual de género fluido que se ha liado con Penélope Cruz (a la que ha contagiado de VIH y, de paso, dejado con un bombo) y que resulta ser el padre de su hijo. El de Cecilia Roth, quiero decir. Bueno, de su personaje. Y, entre medio, Marisa Paredes se lía con una cocainómana interpretada por Candela Peña. En fin, mejor empecemos por el principio.
Esa loca feminazi de la que usted me habla
Bajo el III Reich, recibieron el sobrenombre de degenerados un grupo de artistas contemporáneos —expresionistas, en su mayoría— que despertaron el rechazo de Hitler. Sufrieron su censura artistas de la talla de Franz Marc, Edvard Munch y —menuda paradoja— el propio nazi Emil Nolde. Un bizarro caballo azul, un grito imposible de reprimir y una máscara primitiva que, por mucho que se empecina, no logra ocultar la verdadera identidad… Curioso cómo las obras maestras de estos genios del pincel sirven para retratar a los protagonistas de este reportaje.
Una de las artistas «degeneradas» más aclamadas de Francia ha hecho del género su leitmotiv. Saltó a la fama en 1977 con su dispositivo Le baiser de l’artiste, en el que besaba a los asistentes a cambio de 5 francos. Se prostituía en vivo. Así de simple. Su performance supuso un escándalo en todo el país. Perdió su antiguo trabajo, su familia cortó el contacto y la echaron de su taller. Incluso sufrió vejaciones por parte de la prensa francesa. ¿Por qué molestaba tanto aquel espectáculo en la Feria Internacional de Arte Contemporáneo del Grand Palais de París?
El arte corporal, una subversión de género
La respuesta es simple: Orlan ponía en evidencia la mercantilización del cuerpo femenino. La francesa nos puso cara a cara con un espejo, el de la realidad incómoda del proxenetismo. Ella vendía besos, pero sabemos que la prostitución ofrece mucho más. En concreto, perpetúa un espacio de dominación del hombre en el que se perpetra una violencia sistemática sobre la mujer, además de todo tipo de humillaciones y perversiones. El burdel es el último resquicio donde los mecanismos del machismo y las relaciones de poder se reproducen sin apenas consecuencias. Se trata de un microcosmos patriarcal.
En su serie Opérations chirurgicales (1990-93), se somete a múltiples intervenciones de cirugía estética para imponer los cánones de belleza femenino en su propio cuerpo. Lo consigue siguiendo los patrones de la historia del arte: la sonrisa de la Mona Lisa, la cabellera de la Venus de Botticelli… El resultado es aberrante, en efecto, pero más aberrante es imponer expectativas corporales sobre las personas a costa de su autoestima.
La obra de Orlan no es fácil de apreciar porque no está destinada a la emoción estética. En su lugar, busca suscitar una reflexión sociopolítica profunda que replantea la conformación de nuestra propia identidad interrogando la construcción del género y los problemas que arrastra la visión patriarcal del sexo. Su trabajo incomoda porque nos da vergüenza, porque airea nuestros trapos sucios y los tabúes que guardamos con mayor recelo.
Necesitamos referentes y (mucha) educación sexual
Recuerdo que en las típicas charlas de instituto, nos separaban por sexos. Es decir, los chicos iban a un aula y las chicas a otro. Nunca supe qué les enseñaban a ellas. Nosotros, en resumidas cuentas, hacíamos poco más que practicar con un plátano y un preservativo. A ninguno de los «chicos» les preguntaban si, efectivamente, se identificaban como chicos. Y digo yo, ¿no era mejor que todo el mundo pudiera sensibilizarse con la sexualidad propia y con la ajena? Por puro principio de alteridad, no sé.
El caso es que necesitamos referentes. La representación mediática no solo es insuficiente, sino que a menudo proyecta expectativas ilusorias. Con frecuencia, la falta de ellos empuja a las personas con problemas identitarios a la marginalidad como única vía de escape, como le ocurre a la propia Antonia San Juan en Todo sobre mi madre, pero también a Miguel Bosé en La ley del deseo o a Javier Cámara en La mala educación (todas de Pedro Almodóvar).
No son de mucha ayuda tampoco las imposiciones de la moral religiosa, sea cual sea. En el caso del cristianismo, el principio del amor al prójimo es conculcado una y otra vez. La homosexualidad es una aberración, el clímax es un pecado y la higiene sexual, poco menos que libertinaje. La virginidad resulta, en realidad, un concepto cristiano puramente restrictivo y patriarcal: la mujer necesita ser completada por un hombre. Y para más inri, como desentraña el teórico del arte Daniel Arasse en su ensayo On n’y voit rien (No vemos nada), la iconografía católica se saca de la manga el personaje de la puta redimida —María Magdalena— a partir de tres personajes bíblicos porque es un modelo más accesibles para las feligresas que la Virgen María. Incluso los heterosexuales, si disfrutan sin tapujos de su sexualidad, son vistos como degenerados a ojos de Dios. Qué cruz.
¿Son lo mismo travestismo, transformismo y transexualidad?
No. Lo que es más, ninguna de estas prácticas está relacionada con la orientación sexual. De esta forma, vestirte de mujer, actuar de drag queen o cambiarte el nombre de Manolo a Gimena no conlleva necesariamente homosexualidad alguna. Pero vayamos por partes, tengamos en cuenta que ni siquiera la Agrado entendía del todo bien eso del transformismo («las drags son todas unas mamarrachas (…), ¿dónde se ha visto una mujer calva?»). La filósofa Judith Butler lo ilustra del siguiente modo:
En primer lugar, el travestismo está relacionado con la indumentaria. Por ejemplo, cuando un hombre decide de forma deliberada vestirse con prendas tradicionalmente asociadas a la mujer. En Todo lo que siempre quiso saber sobre el sexo y nunca se atrevió a preguntar, Woody Allen usa a un señor bigotudo que practica este hábito a espaldas de su mujer para responder a la pregunta de si todos los travestis son homosexuales (spoiler: no).
Hombres con vagina, mujeres con pene
El transformismo, en cambio, tiene más que ver con la performance artística, con el espectáculo. Son hombres o mujeres (cada vez es más común encontrar drag kings y no solo drag queens) que enfatizan los rasgos del sexo opuesto para revindicar, en cada caso, la virilidad o la feminidad. En el supuesto de las drag, se marcan las cejas, se suben a plataformas de vértigo, se maquillan hasta la estridencia, usan brillibrilli y plumas… Se trata, en pocas palabras, de una hipérbole de la feminidad. O, al menos, de la visión arcaica que existe sobre ella. (Spoiler: también hay drag queens mujeres).
La transexualidad, por explicarlo brevemente, consiste en la revelación del individuo tal y como se percibe. Más que una reasignación, supone una afirmación de la autopercepción de una mujer que nace en un cuerpo de macho o viceversa. A menudo, como en Tootsie o Con faldas y a lo loco, estas cuestiones suelen ser motivo de burla. Sin embargo, la chilena Una mujer fantástica (Lelio, 2017), protagonizada por la actriz trans Daniela Vega o la belga Girl (Dhont, 2018), sobre una bailarina adolescente trans, son maneras geniales de acercarse a este tema a través del cine. (Spoiler: una mujer trans también puede ser lesbiana).
¿Y si en realidad no existieran los géneros?
No obstante, en muchas ocasiones, lo que el resto clasificamos como transgénero, travestismo o drag queen se escapa de las etiquetas. Lo mismo ocurre con la intersexualidad, la androginia y otras mise en question de la identidad clásica. Esta manía nuestra —de la que, dicho sea de paso, es posible escapar— de clasificarlo todo en hombre y mujer no siempre es acertada. Todo lo contrario.
En El género en disputa (Butler, 1990), la especialista en teoría queer señala que el género es una performance, una representación social teatralizada. Se trata del resultado de un conjunto de actos, actitudes y gestos que se refieren a lo que se define como «masculino» o «femenino». En otras palabras, argumenta que la identidad y el género son en realidad producciones de realidad que imitan y repiten las normas hegemónicas. Es decir, una construcción social.
De seres biológicos a seres sociales.
Como buen producto cultural, surge en otras cosas para ponérselo fácil a nuestro cerebro: el orden binario resulta más sencillo que la globalidad de variables que compone el mundo. Según Butler, la cultura drag es el mejor exponente de esta estructura imitativa del género. Por esa misma razón, en sus propias palabras, nos incomoda tanto el travestismo: porque cuestiona los usos, las costumbres y las normas sociales dominantes.
Incluso cualquier tipo de orientación no normativa (fundamentalmente la homosexualidad y la bisexualidad) son percibidas como un ataque a la familia, al orden jerárquico establecido entre hombre y mujer —macho y hembra—, la ruptura de los estereotipos que funcionan como moldes sociales. Arbitrariedades como la ropa, el color o los juguetes de los más pequeños se perciben como guardianes del género, algo contagioso. Transgredir sus fronteras es hacer tambalear los pilares de la sociedad patriarcal.
La ciencia como clave para legitimar las reivindicaciones sociales
Los cauces de los estudios de género y LGTB, tan inevitablemente ligados, nos invitan a ver tanto la identidad como la orientación sexual con la forma de un espectro. Un continuo, si se prefiere. Mientras algunos permanecen inamovibles en un punto más o menos alejado del epicentro, otros fluyen por ese hilo tensado o, directamente, prefieren no pisar sobre él.
Sin el apoyo de la teorización rigurosa y sistemática de las ciencias sociales, acompañado de los avances médicos y psicológicos, las luchas de las minorías sociales hubieran perecido demasiado pronto. Por recurrir al ejemplo más evidente, el matrimonio homosexual no sería posible sin el respaldo de la comunidad científica. De hecho, ni siquiera hubiera tenido lugar la paulatina configuración de la llamada nueva masculinidad —fuera del marco patriarcal— o la emancipación femenina que caracteriza nuestra era.
Mucho hemos recorrido desde aquel primer feminismo burgués de los años 30. Con el tiempo, la interseccionalidad del movimiento ha devenido un rasgo fundamental. Su hermandad con el movimiento negro, con el ecologismo y el anticapitalismo (el neoliberalismo y el patriarcado se forjaron en el mismo yunque) han fortalecido la ola. Sin embargo, la marea aún necesita de más atención científica, mediática y artística. Aún queda un buen trecho hasta el próximo descanso.
¿Es posible usurpar el altavoz?
Lo genial de los estudios de género —y, en especial, la teoría queer— es que la mayoría de las conversaciones continúan abiertas. Es decir, en lugar de promover consensos cerrados como los establecidos por las ciencias exactas, este campo de las sociales es todavía hoy susceptible de debate. La discusión, siempre positiva, genera conocimiento, puntos de fuga, convergencias y perspectivas alternativas que de otro modo hubieran pasado desapercibidas. Y lo más importante: la discrepancia favorece la execración de los lugares comunes, a saber, caer en el cliché del fanatismo.
Al ser un campo de investigación surgido de la mano de la tercera ola feminista a finales del siglo XX, se tiende a pensar que se trata de un campo exclusivo para las personas pertenecientes a estos colectivos. Nada más lejos de la realidad. Lo cierto es que, cuando se trata de teorizar, lo que interesa es proponer, corroborar y refutar hipótesis. Aunque muchos miembros de estas minorías son partidarios de impedir el intrusismo en la tribuna —la voz de la experiencia, como es lógico, no desmerece como argumento válido—, otra corriente busca lo opuesto. Solo así, fomentando la inclusión en la conversación, somos capaces de normalizar lo que hasta ahora permanecía proscrito, de romper tabúes, de visibilizar y compartir lo aprendido.
Eso es, al menos, lo que promovían campañas del calibre de He for she cuando llamaba a los hombres —sí, ese ser mitológico blanco y heterosexual, ergo, privilegiado— a sumarse a la lucha feminista. No como aliados en segundo plano —dale, Carla, mostrame ¼ de teta—, sino como coprotagonistas de una revolución social que, por propia definición, pertenece a todos. El silencio, no obstante, muchas veces resulta el mejor compañero de batalla. No estar en la vanguardia de la lucha feminista supone estar del lado del patriarcado. Y eso es lo único condenable.
Al pie del cañón
En síntesis, artistas degenerados ha habido muchos a lo largo de la historia. No solo locos, sino también sin género, y otros que hicieron de su orientación sexual o su condición identitaria el grueso de su producción artística. Todos ellos sirvieron para desplazar los cuadriculados límites de nuestra visión de quiénes somos o quiénes podemos llegar a ser. Así, en plural.
En la presentación de He for she en la ONU, Emma Watson finalizaba de este modo su discurso: If not me, who? If not now, when? Claro que hasta Emma Watson, al lado de la Agrado, queda como una mamarracha. No quiero imaginar a qué altura quedo yo. Pero seguiremos. Siempre.
Porque los derechos de las mujeres son derechos humanos. Porque los derechos de las personas homosexuales, bisexuales, intersexuales y transexuales son derechos humanos. Y en la implacabilidad de su defensa conjunta se mide nuestro derecho a ser reconocidos como tales.
El periodismo me queda de paso. Escribo. Arte, misantropía y revolución. Excelsior.