A los 17 años, interpreté el primer personaje trágico de mi vida. Era Píramo, el protagonista de uno de los relatos de Las Metamorfosis, de Ovidio. Quizás le deba eso, entre tantas otras cosas, a mi profesora de Latín: que me enseñara que yo solo servía para querer como los de antes. Así, buena parte de primero de Bachillerato se nos pasó entre bastidores, adaptando mitos grecorromanos y ensayando una obra que nunca conocería teatro. Aquel San Valentín fue uno de los últimos que pasé con amigos de verdad, y aún lo recuerdo con el regusto al Eros, a la lira de Orfeo, a los rizos mustios de una gorgona. 

Pero entre todo el revoltijo de añoranza por aquellos años (que, sin saberlo, eran los buenos), evoco aún el objeto fatal de aquellas historias: la picadura de serpiente que envenenó a Eurídice, el tridente de un Poseidón despechado, la grieta de un muro en Babilonia. Y me vienen a la mente otros tantos cuentos de amores trágicos: Tristán e Isolda (aquel mito fundacional europeo), los desafortunados Marco Antonio y Cleopatra e incluso los amantes de Teruel. 

Quince siglos después

Sin apedillarse Capuleto y Montesco, Píramo y Tisbe estaban condenados a la eterna escena del balcón. Su destino era quererse a través de la pared que unía sus casas, a escasos centímetros de distancia, pero sin la posibilidad de tocarse. Es lo que en la cultura clásica se conoce como fatum. Una putada, vaya. Fue el fatum lo que condujo a Aquiles a una guerra que era más bien suicidio, a Medea al infanticidio y a Edipo, entre otras desgracias concatenadas, al doble crimen del regicidio y el parricidio. El fatum es, podría decirse, la transposición del verbo occidere (a la vez ‘matar’ y ‘morir’) con el agravante de la plena consciencia. Esto es, nuestros héroes saben que se dirigen hacia su propio final. 

En el caso de Píramo y Tisbe, no es tanto la profecía del oráculo como la presencia de un componente social (o mejor dicho, clasista) lo que los fustiga. Por esta razón, deciden huir de la vera de sus familias para encontrarse en el bosque y empezar una vida juntos. En la embriaguez del idilio, Tisbe tuvo la suficiente cordura para advertir a su amado de la prenda por la que debía reconocerla después de años sin verse: un velo. 

Pero llegado el día y la hora, la muchacha se encontró sola en claro en el que se habían citado. Impacientada por la ausencia de su amado y temiendo que algo malo le hubiera sucedido, comenzó a gritar su nombre. Y es aquí donde aparece el siempre terrible objeto disruptivo, como la falsa nueva que le daban a Julieta. Un temido león salió de una gruta cercana donde se guarecía con su presa e hizo a huir a Tisbe, que dejó atrás su velo. Cuando Píramo se dirigió al lugar y encontró el trozo de tela ensangrentado, no encontró otro remedio para saciar su dolor que la propia muerte. Cuando la joven pudo al fin regresar y vio la escena, comprendiendo el malentendido, se quitó la vida con la misma daga que su amante. 

Una historia que ya nos han contado

La trágica y apasionante leyenda de los amantes de Verona tiene explícitas reminiscencias de este capítulo de Ovidio. Claro que él guarda para sus personajes un desenlace simbólico que encuentra explicación en el mismo título de su obra; al final, la sangre de los enamorados tiñe de rojo el árbol del moral. Shakespeare, al margen de alegorías naturales, nos deja un legado aún mayor: el desencuentro amoroso más conocido y repetido a lo largo de la historia y el planeta. Con toda probabilidad, en el caso del dramaturgo, es la metahistoria lo que perdura en la memoria, en el imaginario colectivo occidental.

Pero también en Canarias tenemos nuestra propia versión de Romeo y Julieta. Es en la pequeña isla de La Gomera donde se gesta el romance de Gara y Jonay. Esta historia, que se encuentra entre el mito y la literatura, cuenta con múltiples versiones. Aunque es probable que se trate de una leyenda confabulada mucho después de la conquista de las Islas, ha sido integrada al repertorio aborigen gracias en gran medida a la tradición oral y al folclore, ya que no sería recogida por escrito hasta 1924. 

La variante favorita de aquel chaval de 17 años del que les hablaba al principio del artículo es en la que Jonay, hijo de un mencey de Tenerife, arriba a La Gomera con motivo de las fiestas mayores. Rápidamente, se enamora de Gara, la princesa gomera. Sin embargo, un guañameñe (suerte de chamán guanche) les advierte que, al proceder Jonay de Tenerife (isla del fuego) y Gara de La Gomera (isla del agua), su amor estaba destinado a traer consecuencias irreversibles para ambas poblaciones. Aún así, los jóvenes amantes decidieron dar rienda suelta a su amor en múltiples encuentros furtivos. 

El final

En uno de ellos, sin embargo, fueron sorprendido por soldados guanches. Perseguidos y acorralados, decidieron subir al pico más alto de La Gomera. Cuando se dieron cuenta de que no había escapatoria alguna, afilaron una vara por ambas puntas y se fundieron en un abrazo eterno. Desde entonces, aquel lugar se le conoce por su nombre: Garajonay. Hoy en día, es un Parque Natural del Archipiélago, considerado Patrimonio de la Humanidad por la Unesco desde 1986. 

Por buscarle el punto didáctico a tanto amor exacerbado, si algo hay que aprender de estas historias no es la toxicidad de un amor que nos mata, sino lo importante que es que amemos desde la libertad. Ahora bien, la llorera ante TitanicWest Side Story o Brokeback Mountain no nos la niega nadie. Y, aunque solo muere un cachito del espectador, por qué no citar también a esa eterna Casablanca

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El periodismo me queda de paso. Escribo. Arte, misantropía y revolución. Excelsior.


Un comentario en «Amores trágicos, entre el mito y la literatura»

  1. Directo y transparente. Nos dejas claro la importancia de amar en y con libertad. El relato hasta llegar a la conclusión final es una bella narración mezcla de historia y fábula que nos sumerge en antiguas civilizaciones donde el amor movía a la guerra y ,a veces, a la unión de reinos. Al mismo tiempo enlazas con tu propia experiencia desde una perspectiva sincera y sutil.
    Gracias por tus exposiciones son un placer y una fuente de conocimiento.

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