Para cuando terminó la película, ya había llorado unas tres o cuatro veces. Lo había hecho, además, a moco tendido: en la sala no había nadie a quien pudiera molestar. En el día en que firmo estas líneas, el móvil de aquel estado de éxtasis cuasivirginal sigue sin entenderse fuera del espejo cóncavo de Valle-Inclán. ¿Era Carlos Marqués-Marcet culpable de tal catarsis emocional o sería más bien el vasto sentimiento de soledad lo que achicaba mis pulmones? Quizás Candela Peña hubiera podido dictar sentencia sobre aquella maraña de hilos que conectaban la pantalla con la vida. ¡Habeas corpus! Confieso.
T’estimo
Todas mis historias de amor suceden en verano. Mis romances favoritos, mínimos y sinceros, llegan a mi islita al mismo tiempo que el calor y las cenizas. Aunque han pasado muchos años, la cita es ineludible y se transforma casi en una excusa para entendernos de nuevo al margen de papeletas, vocaciones y demás sinos ideológicos. Esta vez, sin embargo, no pudiste acompañarme. Y, a la espera de que arrancara Los días que vendrán, tuve que contentarme con recordar pasajes entrañables de lo que pudo haber sido.
Fuimos juntos a ver cine catalán. Estuvimos solos viendo cómo crecía, rota de pena y de olvido, la pequeña Laia Artigas en la verbena infinita que fue el verano de 1993. Y bajo el sonido de las trompetas, de las ruindades de los críos, del arroyo tristón regando las orillas, accedimos a bailar el primer tema de Simón. Y en aquel cuadro íntimo, al mismo tiempo que los personajes de Bruna Cusí y David Verdaguer, descubrimos cómo el mundo gira sin siquiera parar a coger aliento.
Nos reencontramos con Verdaguer, pero esta vez en tierra firme. Como no quisiste recorrer los 10.000 KM conmigo, Londres fue el único puerto donde pudimos atracar. Pero Londres no es Barcelona y las flores no crecen igual de una generación a otra, así que no pudimos robar sino apenas hora y pico (escaso botín tras meses sin vernos). Aún así lo disfrutamos. Me refiero a volver a querernos, aunque solo fuera un ratito, aunque hubiera que pagar entrada para estar a solas en la penumbra.
¿Y si fueras tú mi Cinema Paradiso?
La nuestra, nuestra historia de amor, es un poco de película. No porque seamos prodigios de la cámara, sino porque solo se desarrolla en salas. Es de esos romances que esperan pacientemente sentados en el filo de la butaca a que se apaguen las luces para empezar a rodar. Y mientras sucede el runrún de las palomitas, yo permanezco detenido en el amago de apartarte el pelo tras la oreja, del bostezo que no llega, de una mano en la rodilla. Y en la oscuridad, el recuerdo de un perfume medio rancio, tus dedos lánguidos en mi pelo, el roce de mis gafas sobre tus gafas, tu aliento en el oído. Todo nos remite a los veranos de aguasal e incienso.
Pero, como digo, esta vez se rompió la profecía. Tú debías cuidar de un amor correspondido y yo, que me pesa más el cine que la muerte, no supe decir que no. Me senté en la butaca 99 alrededor de 98 vacías. Sin el preaviso de los anuncios, salté en el asiento cuando cruzaron por la pantalla los primeros destellos de los títulos de crédito. Incluso el acomodador se olvidó de mí: nadie vino a cerrar las puertas.
Al cabo de 15 minutos, cuando me decanté por hacerlo yo mismo, la sala se quedó en tal estado de intimismo que podía haber estado viendo porno y nadie se hubiera dado cuenta. Por eso me sorprendí a mí mismo cuando me oí romper a llorar, interrumpiendo el silencio de lo vacío. Había estado un rato mirándome en el abismo y, de pronto, me había convertido en él. Tampoco es que fuera un hallazgo el prodigio con el que Marqués-Marcet captura las relaciones humanas, pero entiéndeme: a mí ni me van ni me vienen los bebés. Tampoco es que me moleste la compañía de la soledad (aquí las instrucciones para pasárselo en grande consigo mismo), pero hay momentos en que uno viaja a caballo entre la depresión y la adolescencia.
El final
Sin ánimos para andar, me dejé arrastrar por el bullicio de la gente. Primero las escaleras mecánicas. Luego cruzar el pasillo. Entretenerme en alguna tienda. Mezclarme entre desconocidos. Frente a mí cruzaba una pareja, quizás algo mayor que Rodríguez Soto y Verdaguer (Vir y Lluís, en pantalla). Los dedos entrelazados, la coleta mal hecha, el hormigueo en los ojos, las gafas horteras, la risa tonta, el deseo en los labios… ¿Se querrían hasta creer en la vida? O mejor aún, ¿hasta crearla?
¿Y sabes hasta qué punto el amor me vuelve tonto? Me consolé con la esperanza de que, quizás, los días que vendrán podamos volver a vernos.
El periodismo me queda de paso. Escribo. Arte, misantropía y revolución. Excelsior.