Tiene abiertas en el costado algunas heridas granadinas: noches de bochorno e insomnio, amores tránsfugas que ya no regresan, sueños viscoelásticos que desaparecen como grumos en el café… A veces trata de suturarlas con Nocturnos de Chopin, con ron miel y ausencias, con estampados de girasoles. Todo continúa con el flirteo de las aguas negras y estancas, un verano de máscaras y cielos quebradizos que volaban en círculos.

Así empezó la escena: Mariana Pineda entró en la cocina para prenderle fuego a la casa. Cosió la bandera a dos agujas y, en el silencio del incendio, redujo el libro a cenizas.  Cuando ardió la última página, Mariana Pineda nació de mi cama y charlamos un rato. Regamos juntos los claveles, los pensamientos, los nomeolvides. Le pregunté que cuánta gente la había tocado y encogió los hombros, aplastada por una terrible congoja.

Susurros de la noche rara

—¿Cómo se curan con letras lorquianas las heridas de Granada? —me dijo dentro del oído.

Claro que no supe qué responderle. Hacía dos semanas había asistido al funeral de un tal poeta, Max Estrella, estandarte de la soledad. Le confesé que aquel año me había reconciliado después de un largo tiempo de extravío con las acotaciones de los libros. Y luego traté de musitar al compás de la marea la nana triste a la nena mala: la yegua sobre la mar y el velero en la montaña.

Me pregunté si ella no tenía también un poco de Adela, del arrebato agónico y libertador de La Novia, una migajita de las letras de la Rosalía o del rasgueo de mi guitarrita rota en mis noches de prosa y sinsabores. La vi pintada en el esperpento, en el marco de la ventana, en el atlántico paisaje de sus pestañas. Luego la reconocí perfectamente en un cuadro de Courbet y quise abrazarla hasta que pasara la guerra. Otros cuarenta años seguidos.

—Que me enamoré de una paria.

—Que no hay nada más bajo que las letras.

—Que la cosa aquí es distinta, que no hay isla sin océano.

—Que ya no entiendo lo que dicen,  lo que pienso, las cintas de pladur que cubren mi intestino.

—Que no te quema el verbo, que lo que te hiere es el olvido.

—Que creen que les debemos algo. Que los versos tienen porqué, que las plumas escupen verdades, que el teatro no se lee.

Del amor al teatro

Si fueras una chica Almodóvar, o mejor aún, de Truffaut, tus heridas granadinas hubieran sido de otros colores más grises y menos perros. Hubieran sido de silencios, pero igual de bien maniatados por las mismas cuerdas que suben y bajan el telón. ¡Tiren sobre el pianista! ¡Tiene la piel tan dulce! ¡Que dé cuatrocientos golpes sobre la mesa! Brotarán las flores a su paso y morirán de madrugada, cuando se pierda en el recuerdo de los romances veraniegos. Y aunque aquí no llegan los pecados de tu herencia, los sembraremos, Federico.

Puse el libro de canto, porque no soportaba el olor de las brasas ni el dolor de las verdades. Recordé haber visto a un misántropo junto a don Latino y Rubén Darío en el entierro de Max Estrella. Tenía un extraño acento francés y no acerté a descifrar lo que dijo, aunque quizás me recomendara no vestir nunca de amarillo. Un férreo presentimiento de muerte se subió por mi pantorrilla. ¿Me matarían también a mí, como si fuera yo acaso una obra menor?

—¿No va de eso el periodismo?

—¿Pero quién le ha dado vela a Valle-Inclán?

Chabadabada, cuántas historias de amor en la garganta y qué pocas lecciones de orgullo. Envuelto con la bandera de Mariana Pineda, me largo satisfecho de haber escrito la frase tonta de la semana. Aunque, tal vez, se necesitan al menos veinte años para entender qué es. La Bohème. Blanqueará la sien y seguirás siendo preciosa, tan de hojaldre y espuma: los libros te aguardarán en tus vaivenes.

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El periodismo me queda de paso. Escribo. Arte, misantropía y revolución. Excelsior.


Un comentario en «La Bohème»

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