Cada uno tiene su cruz. Probablemente, Winona Ryder no eligió ser una cleptómana, ni Warren Beatty cantar el Óscar para La La Land, ni Mariano Rajoy ser tan pésimo orador. Tampoco creo que Lindsay Lohan escogiera muy bien sus aspiraciones vitales, ni Vargas Llosa se sienta orgulloso de su socialismo de juventud, ni Ana Guerra esté contenta con sus eses atlánticas, ni Janet Cooke se conformara con un Pulitzer fugaz. Todos, sin embargo, han tenido oportunidad para la redención, sin contar el innegable éxito que les ha traído su error. Cooke, aunque no llegara a redimirse del todo, es un icono del periodismo. Para bien y para mal.

Antes de entrar en materia, es necesario tener en consideración varios puntos. En primer lugar, ¿es el periodismo un género literario? Más que la respuesta, resulta interesante la pregunta en sí misma, y ya es adelantar lo suficiente antes de entrometernos en las arenas movedizas de las que numerosos expertos aún no han conseguido escapar. En segundo lugar e independientemente de lo que usted deduzca de la cuestión anterior, es preciso establecer una dicotomía entre el pacto de la veracidad y el pacto de la verosimilitud.

El primero de ellos se aplica a textos no ficcionales. Esto es, ensayos, documentos históricos, informes, artículos académicos y, por supuesto, piezas periodísticas, en las que el autor contrae un compromiso con el lector: narrar sucesos de acuerdo al rigor que se le deducen como elementos del plano fáctico de la realidad. En el otro extremo se halla la ficción literaria tal y como la conocemos, con sus tres nervaduras transversales: la novela, la poesía y el teatro. En este caso, la actitud del receptor del mensaje es muy distinta puesto que es consciente que lo que está a punto de leer no es más que una mentira bien contada por su creador. En pocas palabras, mientras que los textos de no ficción se deben a la verdad, a los restantes les basta con mantener la apariencia de la verdad.

La magia del engaño

La magia existe. No solo por el fantástico universo que J. K. Rowling cultivó en sus libros hasta hacerlos crecer como judías extraordinarias, sino por la tendencia humana a admirar el engaño. ¿No hay tanta literatura en el esoterismo de la pitonisa Esperanza Gracia que en la ascética de San Juan de la Cruz o la mística de Santa Teresa de Jesús? Aunque la calidad de cada una de ellas no es ni de lejos comparable, se cimientan en el fino arte de seducir con lo ausente, con los por si acasos.

Reproduciré aquí un experimento ajeno para demostrarlo. Podría escribir, por ejemplo, que un hombre comió plátano frito en aceite de coche y usted no me creería. Es lógico. Si le cuento, en cambio, que el inmigrante canario, afligido por la hepatitis y la piel pegada a los huesos, se aferró a la vida de tal modo que llegó a comer rodajas de banana rebozadas en aceite de motor para paliar la fatiga de la espera a que su mujer fuera a rescatarlo a Venezuela, quizás otro gallo cantaría. Claro que ahora podría quedarle la misma duda que a mí: ¿pertenece este pasaje a una crónica fatídica de la migración isleña o al realismo mágico?

Por una parte, quizás tenga fuentes que puedan corroborar con mayor o menor grado de fiabilidad este relato e incluso dar el nombre exacto del viajante. Por otra, también es posible que sea yo un farolero que trate de alumbrar con imaginación retazos de penumbra. En ambos casos, la historia que le he contado es la misma. Lo que ha cambiado es tan solo su modo de percibirla.

De cómo la heroína fue desmentida

Aunque solo tenía 8 años, hacía tres que el pequeño Jimmy era adicto a la heroína. Así era el mundo de Jimmy. Al menos eso fue lo que Janet Cooke aseguró en el reportaje para The Washington Post que le mereció un ascenso y nada menos que el premio norteamericano más codiciado por la prensa internacional, el Pulitzer. Como curiosidad, el supuesto Jimmy llevaba tantos años sumido en las drogas como Cooke en el gremio de la redacción. El chiquillo que con tanto esmero describió la reportera, que había sido fruto de una violación y de una madre desesperada y drogadicta, que no tenía otro sueño que convertirse en el mayor narcotraficante de Norteamérica resultó ser, como es evidente, una trola de cuidado.

Pero lo más curioso de todo es que, pese a que el chiringuito no se sostuvo demasiado, de pronto aparecieron en Washington pequeños Jimmy en todas las esquinas. El periódico se desbordó de cartas de lectores que decían conocer al jovencísimo heroinómano, y se organizaron batidas hasta dar con él mientras Cooke seguía aferrada al secreto profesional.

Yo, que abogo por el uso de herramientas propias de la ficción en pos de desmantelar la convención de la verdad para rozarla un poquito más (como este narrador en primera persona que en realidad no es propiamente yo), no puedo más que admirar el virtuosismo de Janet Cooke. Más allá de jugar con las fronteras entre periodismo y literatura, le pese a quien le pese, Cooke hizo lo que todo buen periodista desea con todas sus fuerzas: contar una historia universal. El problema, claro, es que era tan universal que fue imposible individualizarla.

Gabriel García Márquez no tuvo reparos en afirmar que, si bien el Pulitzer de Cooke resultaba insultante, más injusto hubiera sido negarle el Nobel de Literatura. La inhabilitaron como periodista, legal y moralmente. Pero, a sus 64 años, aún está a tiempo de llamar la atención de la Academia sueca. Al fin y al cabo, Doris Lessing, una de las pocas mujeres laureadas, tuvo que esperar 88 años (y vaya usted a saber cuántas mentiras noveladas) para recibirlo.


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