¿Y si la levedad fuera solo un peso entre las sombras? Parménides reduce el universo a una lucha de contrarios. Las fuerzas antitéticas, por una suerte de voluntad maniquea, controlan el devenir del mundo. De un lado, la bondad, la paz, el amor, la levedad. Ergo, lo positivo. Del otro, la maldad, la guerra, el odio, la pesadez. Esto es, lo negativo. La idea del orden se opone a la idea del caos, del mismo modo que la idea del sol se opone a la idea de la luna. No obstante, en la realidad el caos y el orden se confunden más a menudo de lo que nos gustaría admitir.
Nuestra mera existencia es fruto de la transgresión de esa frontera: entre millones de espermatozoides, somos nosotros quienes hemos tenido lugar. Desde la evolución de las especies hasta momentos áureos como la inspiración o el enamoramiento surgen al calor de la fusión caórdica. En una palabra, la casualidad. Pero no es el azar en sí mismo quien debilita la tesis de Parménides. Es nuestra lectura de esa casualidad cuando la anécdota fortuita trasciende al estatus de fatum. Dicho de otro modo: en efecto, la idea del sol se opone a la idea de la luna, pero los días se suceden gracias a la incesante persecución de ambos. Y tal vez justo sea por eso que necesitamos a los poetas: la idea de una cosa no es la cosa misma, sino su evocación.
Lo negativo y lo positivo
Según la teoría filosófica clásica, la levedad es el signo positivo. Para una mujer embarazada, es leve el acto de escoger un sonajero para su bebé. Sin embargo, ese gesto de levedad puede tornarse pesado si su hijo no llega a nacer. Abrirá la mesita y, al fondo de la gaveta, tintineará el sonajero, pero no habrá niño a quien calmar, entretener, divertir ni dormir. O lo que es lo mismo, no habrá nadie a quien cuidar. El vacío se vuelve la carga más pesada, el aire se enrarece, y lo que parecía leve sale de entre las sombras con pesos de plomo en los tobillos. La ausencia se llena de un oscuro pesar.
Mas con todo, ¿cuántos sonajeros guardamos en nuestras gavetillas? Nuestra colección de ausencias es cada vez más amplia. Un primer amor que debió ser leve pero que nunca se fue, un puñado de palabras que jamás dijimos, un perro al que apreciamos más que a muchas personas, el insulto maricón. Hay muchas cosas que debieron ser leves y resultaron ser, con el tiempo, las más pesadas.
Cuando terminé de leer La insoportable levedad del ser, tuve la necesidad de cubrirme el cuerpo. No me importaron los 40 grados de un julio en Madrid. Yo solo quería echarme mi camisa sobre los hombres y sollozar en paz, sin dar ninguna explicación. ¿Pero por qué me avergonzaba de aquello? ¿Por qué me temblaba el labio inferior y me empezaba a colgar un moquillo de la nariz mientras reprimía mis ganas de llorar delante de mi compañera de viaje? Era el pudor de algo leve que se había transformado en algo tremendamente pesado: la lectura de un libro hermoso había desembocado en mi quincuagésima crisis existencial. Esta vez, no obstante, mi pesada tristeza era feliz. De hecho, me hacía bien, como una cicatriz que sirve para recordar. Puede que la idea de tristeza, en efecto, sea negativa. Pero la tristeza en sí misma son tantas cosas…
Muss es sein?
Por supuesto, el mérito de la reflexión anterior no es mía. Yo solo soy un divulgador con un método peripatético de ejercer el periodismo (paraperiodismo, si lo prefieren). En realidad, fueron los personajes de Milan Kundera quienes hicieron que esta ocurrencia cobrara vida y no al revés. Tomás, Teresa, Franz y Sabina son personajes abrazados a su destino. No atados, como dice la expresión, sino unidos a él motu proprio. Casi por la misma voluntad con ecos de Beethoven que atormenta de forma recurrente al protagonista: Es muss sein! («Así debe ser»). Lo cierto es que nada de lo que es debe ser así, pero el filtro del tiempo y el sesgo de nuestra interpretación subjetiva nos conduce al consuelo de que no habría pasado de otro modo. Como si las fuerzas del cosmos confabularan a nuestra contra o en nuestro beneficio por un motivo inextricable. Suena ridículo y frívolo, pero incluso los más escépticos de entre nosotros, los ateos, hemos llegado a buscar refugio en esta falacia.
La idea de utopía de Tomás concuerda con una apropiación libre del mito del eterno retorno de Nietzsche. Bajo su parecer, la Tierra es solo el escenario 1, mientras que más allá de la muerte nos esperan otros planetas idénticos y las mismas situaciones. Reviviendo lo vivido hallaremos la quietud. Sopesando (nótese bien el verbo empleado) el distinto efecto de nuestro abanico de opciones a la hora de decidir, seremos capaces de juzgarnos. Acumulando la experiencia pasada, descubriremos qué momentos cruciales de nuestra vida estuvieron marcados por la levedad o la pesadez.
Resonancias de la pesadez
A usted, como lector medio, todo esto le puede parecer una gilipollez. Si es así, se habrá dejado vencer por la pesadez y considerará que mi texto (parido, por otro lado, por una serie de casualidades parcialmente ajenas a mi persona) tiene un valor negativo. Pero imagine ahora que usted es la madre del sonajero. Figúrese que es usted una madre huérfana de hijo, desprovista del deseo que albergó durante meses. Entonces querría saber si la utopía de Tomás es posible. Querría renacer, como un ave fénix, solo para hurgar entre sus cenizas. ¿Qué habría pasado de no entrar en esa tienda? ¿Qué hubiese sucedido de haber escogido un móvil en lugar de un sonajero? ¿Y si el parto hubiera ido bien? Todos, sin excepción, hemos sido una madre huérfana de hijo. Y, para consolarnos, nos hemos dicho: Es muss sein! El eterno retorno según Tomás niega ese imperativo. Nos libera de la carga de la casualidad.
Creo que de poder habitar otros mundos, volvería a cometer los mismos errores. Me dejaría arrastrar por la levedad de mi primer beso verdadero aunque supiera de la pesadez de la década de amor no correspondido que le seguiría después. También con levedad querría a mi perro y aprendería francés con la única profesora que me entendía en el cole. Volvería a leer a Márquez con 14 años aunque luego me enredara en esta vocación sin salida. Repetiría lo acometido la fecha si el final soy yo, en plena canícula madrileña, llorando al terminar La insoportable levedad del ser de Milan Kundera. Pero como sé que nada eso es posible, me quedo con la reconciliación de los mundos que nos brinda la poesía.
Un poema es una cosa que no es, pero que debiera ser.
Vicente Huidobro
La levedad abraza la pesadez como dos nubes que se tocan y no pueden evitar fundirse en una.
El periodismo me queda de paso. Escribo. Arte, misantropía y revolución. Excelsior.