Estrujaba ligeramente, contra su estrecho pecho, aquel libro de encuadernación carmesí. Se aferraba irremediablemente a él, mientras dirigía su entusiasta e inquieta mirada a las cámaras, trípodes y cuchicheos que se desprendían de nuestras bocas cuando nadie miraba, pero él lo veía todo. No estaba dispuesto a apartar sus ojos de aquellos tres extranjeros que habían asaltado, sin previo aviso, su campo de fútbol, su pista de baile y su biblioteca; lugares que yacían escondidos en aquel diminuto, recóndito y sombrío garaje sobre el que apenas alumbraba el sol.

Las risas retumbaban desde la entrada, vociferaban sonidos ininteligibles, un balón chocaba con fuerza contra una pared y algún grito nos sobresaltaba. Nicolás rebuscaba desesperadamente entre sus pensamientos algún manual de instrucciones acerca de cómo sobrellevar la situación que se avecinaba. Decidimos acudir en dirección a las voces. Guiados por unos estridentes cánticos infantiles, entremezclados en torno a la euforia, la alegría y el capricho, descendimos por aquella ligera pendiente que cerraba en una curva desde la que emanaba un fulgor a rosa olvidada por los destellos del día y desconocedora de la compañía de la gota de rocío en una tarde húmeda y primaveral. Giramos a la izquierda, y la flor, velada levemente por un halo de luz que se colaba por la estrecha hendidura de una ventana, conservaba un rojo sangre que descendía tras una herida de la tersa y blanquecina piel de un niño. Y así fue mi primer encuentro con el Principito, casi a oscuras, bajo el fondo gris de un garaje en algún barrio huérfano de Santa Cruz.

Una niña jugaba a aguantar lo máximo posible con el aro girando alrededor de su cuello o cintura, a la vez que sonreía, como si el mero hecho de mostrar sus dientes torcidos proporcionara un mayor éxito a su ejercicio. Otro niño, el más pequeño de todos, trataba de imitarla, pero sus intentos quedaban en forzosas y perseverantes tentativas. Era un chico mofletudo, de ojos achinados y semblante risueño. Esa clase de niños a los que las abuelas están dispuestas a arrancar sus mejillas y restregar sus narices sobre sus pequeños rostros. Y luego estaba el Principito, encerrado en un sincero abrazo con su libro de encuadernación carmesí y letras doradas. Fijaba, sin desviar la atención, su mirada sobre nosotros. Sus ojos verdes acariciados por algún halo de luz vislumbraban la curiosidad misma asechando a su presa: la totalidad. Mientras, Nicolás conversaba con la monitora de los jóvenes y planificaban el espacio en que iba a acontecer la entrevista.

El imborrable sueño  

Al final, se desarrolló en una sala desde la que se veían las numerosas e idénticas cadenas de edificios de la barriada. Podías ver cómo pequeños grupos de niños con el torso desnudo y sudado corrían tras un balón e intentaban encajarlo entre dos botellas de plástico vacías. Las porterías solo existían entre los participantes de aquel fatigoso juego, mientras yo veía dos botellas desde la ventana de aquella sala más amigable con el sol, que aquel garaje que solo permitía la entrada de finos y polvorientos destellos de luz.

También, se podía apreciar desde lo alto a algunos grupos de mayor edad intercambiando delgados fajos de billetes a cambio de cocaína, chocolate o marihuana. Guardaban una actitud de alerta, temor y nerviosismo mientras ejecutaban hábilmente el trámite. Sus gestos entreveían una destreza y chulería temeraria, casi suicida. Daba la impresión de que desistían y se burlaban de la posibilidad de ser pateados hacia el interior de una celda. Con sus espaldas corpulentas y brazos cuidadosamente tonificados, por una fidedigna e irrenunciable rutina de gimnasio, exhibían sus tatuajes consagrados a alguna mujer o a algún hombre de túnica blanquecina con sus brazos ardiendo al sol que ya no frecuentaba la plaza, ni respondía a las llamadas y que aquellos hombres anhelaban con fervor. Lo querían cerca, hasta el punto de grabar sobre sus pieles, hasta que la tinta se confundiera con la sangre, el rostro de aquel transeúnte que nunca llegó a decir adiós.

Tras arrugar y esconder en sus bolsillos algunos gramos de cocaína, se marchaban con los rostros contraídos y frotándose los ojos, como tratando de borrar las oscuras marcas de un sueño perdido, y continuaban vagando, empujados por unas corrientes de aire que desconozco, hacia algún lugar donde quizás despedirse de aquel señor. Aunque pensándolo bien, quizás he percibido el tacto de ese aire ligero, indiferente y mudo, que asola al humano cuando le golpean, a modo de castigo, con una botella de vidrio al volver a correr con el torso desnudo bajo el asfixiante sol de un imperturbable verano. Como para que alguien vuelva a vaciar dos botellas de agua con la vaga esperanza de construir un estadio en la minúscula plaza de un barrio.

El hambre

Antes de haber subido a la sala y presenciar la entrevista, decidí aproximarme, casi de forma inconsciente, al Principito. Él permanecía empujando cariñosamente aquel libro de encuadernación carmesí contra su pecho y me sonreía tímidamente, con discreta indolencia. Como si se apoderara de él una sensación de desconfianza que procuraba vencer, mientras estiraba lentamente sus labios, sin mostrar sus dientes, alargándolos hasta rozar los límites de la risa y así mantenía su funambulista mirada sobre la mía. En breve, Nicolás charlaría con él y le preguntaría por qué está aquí, en este garaje y en este barrio. El periodista temía lanzar una pregunta condescendiente, violenta e indiferente. En este caso el interrogatorio escabulle y niega a la confesión. La respuesta a la pregunta se nos revelaba desde que absorbimos el aroma del derrame que corría sobre la rosa.

Me senté al lado del Principito. Al cabo de unos segundos sucedió esto:

—¿Qué libro es? —le dije.

Sentado en un banco y sujetando el libro contra su pecho, me habló:

—Me lo encontré en la calle cuando estaba yendo hacia mi colegio hoy, por la mañana. Y como no había nadie al lado, me lo quedé porque me gustó lo que había dentro. Están las formas del coche, están las señales, están las carreteras, las islas Canarias… aquí tenemos un montón de peces… los más largos… las alturas, animales que vuelan… los animales en libertad… una casa creo que es…

—¿Y qué significa para ti ese libro? —pregunta Nicolás, tras haber terminado de hablar con la educadora y acercarse al ver cómo observaba el niño cada página que pasaba de aquel libro.

—Pues…, muy interesante y quiero aprender cosas para de mayor saber cómo se hacen…

—¿Y ya has aprendido alguna cosa?

—Hoy, solo en un día, ya sé las páginas en dónde están. Sé las fiestas. Las fiestas que dan en cada sitio. Cómo se utiliza un mapa… los índices… me sé el mapa este de Portugal. Las señales…

—¿Y qué es lo que más te interesa de todo eso? —le pregunto yo.

—Pues todo es muy interesante para mí.

—¿Todo?

—Sí.

—¿Y qué más te gustaría conocer que no esté en ese libro?

—Me gustaría conocer libros de la biblioteca…

—¿Cómo cuáles?

—Los libros de informática… los que ponen de aventuras… para aprender más, y me gusta leer. En vez de jugar a la play, al Fortnite… es mejor leer. Así se me da mejor para la mente y ya está…

Tendría alrededor de 11 años. Rescató de entre los desperdicios que inundan las aceras y cercanías de los contenedores, un libro. Los objetos esparcidos en el interior de la sombra de un barrio de habitaciones sin ventanas, castigadas sin sol, condenadas a la insondable y eterna noche de un hambriento rezo envuelto entre titubeos y botellas vacías de alcohol. Pero los niños siguen saltando tras el balón, alzan sus brazos victoriosos al anotar la pelota entre las dos botellas de plástico y corren sin rumbo por las pequeñas plazas de la barriada a modo de celebración, mientras el ardor del sol irrumpe en sus nucas y los encharca en sudor. Continúan lanzando los aros al cielo para luego capturarlos con la esperanza de pescar alguna nube. Y explotan al unísono en una ruidosa carcajada cuando alguno se resbala y cae de culo contra el suelo. Incluso el herido se descojona de sí mismo. Todos ríen. Y el Principito enseña el nuevo descubrimiento a sus amigos, que pasan con interés las páginas aunque no comprendan ni una palabra. Y sus miradas tintinean, al ver las ilustraciones de los peces o los animales que vuelan. Y ya está, así se coronan frente a su conquista.

El Principito sigue estrujando, cada vez con más fuerza e insistencia, su manoseado e inseparable libro de encuadernación carmesí. Sus brazos se encierran sobre la cubierta, pretendiendo que nadie lo vea, y empuja con apasionamiento, entre lágrimas, al libro hacia su estrecho y frágil pecho. El garaje está a oscuras, solo una leve y delgada línea de sol. Cada vez ejerce más presión, el corazón late con violencia, y la sangre comienza a confundirse con las letras. Y el Principito con la rosa. Y la riqueza con la pobreza.


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Autoficción de un estudiante de Periodismo: "Solo deseo andar a ras de tierra, desplazarme con la ligereza del aire y la monotonía del agua, encontrarme con la grandeza de alguna piedra. De resto, tan solo hay negación de mí mismo. Cáscaras de nuez vacías".


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