La cueva de Achbinico1 era un lugar inhóspito en aquellos días. La talla de madera2 acababa de arribar en la orilla hacía ahora algunas semanas. Había aparecido como solo de vez en cuando lo hacían los propios aborígenes de las islas vecinas: bocabajo sobre la arena. Al darle la vuelta, el ansiado y virginal mito cristiano producía más bien una mueca de terror. Aún embotada por el agua y desconchada por el salitre tempestivo del Atlántico, la imagen se había convertido en un prodigio milagroso anunciado de barranco en barranco más allá de los menceyatos3 del norte y del sur de Tenerife.

Bentor llevaba tres días en camino. Había dejado el rebaño en manos de su anciano padre nada más acabar las fiestas del solsticio y se había puesto en marcha sin más compañía que la misma vara que usaba para azotar a los animales y saltar los bancales que peinaban la ladera. Escasas horas tras su partida, sin embargo, sintiendo el incendio de un Magec4 enfurecido en su espalda, decidió guarecerse en una cueva cercana. En la perforación de la roca no encontró otro fantasma que las brasas de algún pastor de la zona. Se sentó junto a un tenique5 cumplido, el que le pareció más confortable para recuperar el aliento.

En la soledad de la gruta, cuando ya dormitaba, de pronto llegaron ecos del otro lado de la falda. Habían sido traídos por los Alisios, unos vientos caprichosos que lo mismo escupían agua como exhalaban el fulgor de la tierra. Esta vez, en cambio, no había otra señal de desierto más que el silencio del recuerdo y tampoco el más mínimo rastro estelar de alguna nube de verano. Puesto en pie de un salto, Bentor se vio a sí mismo engullido por los suelos de basalto: le asaltó el aliento de Guayota6.

El demonio del Echeide

Con la oreja sobre la piedra viva, Bentor se entretuvo oyendo los rugidos del monte Echeide, el más alto de la Isla. Aunque solo transportaba consigo un chorro de leche de cabra, decidió libarla en el umbral de la cueva, dispuesto a pasar allí la noche a merced de los clamores del demonio, pero a resguardo del sagrado ritual. Se reservó tan solo las últimas gotas, lo justo y necesario para llegar erguido a su destino, y encendió una hoguera para camuflarse entre las llamas a ojos del diablo infernal.

Para alivio suyo, aquella no fue la noche en la que Guayota se liberó del interior del volcán, y pudo reanudar su camino apenas relucieron los primeros arreboles en el cielo. Aunque no había pegado ojo, no tuvo tiempo de pensar en otra cosa que no fuera en la muerte, en su propio rostro enredado entre los jirones previos a la momificación. Ya a la luz del mediodía, le pareció egoísta no haber dedicado una sola cavilación a su Haridian, una muchacha con perfume de almendra y pechos sonrosados a la que cortejaba en sus fugas pastoriles. Pese a ello, fue su nombre el primero que le brotó de los labios al relatar sus enfrentamientos con las sombras de Guayota en el tagoror7 que se celebró a su regreso.

Aquella madrugada también había rememorado otro pasaje de su pasado, aunque tan vergonzoso que no fue capaz de reproducirlo nunca más en su vida. En su visión estival, volvía a ser un chiquillo desnudo capaz de circundar el Teide con su sombra. Acuciado por un repentino deseo sexual, reflejado quizás en los arrumacos floridos de los frutales, se acercó al borde del cañón para lanzar su lanza por el precipicio en señal de derrota ante Guayota. A partir de entonces, tomó por hábito escalar hasta la cumbre cada cierto tiempo hasta que el guañameñe8 de su tribu lo descubrió orinando en una vasija que pretendía esconder entre las protuberancias rocosas de las faldas del Echeide, algo que él siempre interpretó como su más temprana experiencia lasciva. La segunda y la última sería, por su puesto, la niña Haridian.

La flor de Armiche

Haridian era una esclava traída desde la isla de La Palma por los colonos portugueses. La habían olvidado en el puerto, una vez zarparon de nuevo rumbo a Cádiz. Cuando Bentor la conoció, ya llevaba en su seno la semilla de Chaxiraxi9 que, hostigada por un invierno especialmente seco, pereció al mes de nacida. En el lugar donde la cremaron, Bentor plantó un drago que regó con su propia sangre y que se convertiría en su axis mundi particular al que nombró Tara10 por haberlo oído en boca de un sacerdote castellano.

Se decía que Haridian había concebido a Tara, niña y drago, una noche de Alisios. Según las historias, los ecos de Armiche, el último monarca bimbache11, habían llegado hasta Taburiente a través del tiempo y la marea. Preñada por la angustia de aquellos gritos amargos, cuando la raptaron los portugueses con el pretexto de llevarla al continente no fue capaz de articular palabra: le pudo la angustia de decirle adiós al Atlántico, tan temido y amado.

Bentor la conoció muda y así la hubiera encontrado tras su peregrinaje hasta la enigmática talla de ébano de no ser por el asalto de unos castizos que atracaron por el norte en mitad de la noche. El accidentado paisaje mantuvo a salvo al menceyato durante algún tiempo. Y no siempre fue igual de amargo el contacto con los extranjeros: de vez en cuando llegaban intelectuales que solo se sentaban a mirar y a escribir y a borrar de sus libros las verdades de esta historia para embadurnarlas con la fina lírica cristiana y hacer lo que buenamente sabe hacer un narrador-periodista pero con peores intenciones.

De haber existido, quizás a Bentor lo hubieran vendido en Sevilla. Hubiera llevado una pintadera12 colgada del cuello. Hubiera sido Magec sobre la copa de un drago.

Es muy poco lo que se sabe a ciencia cierta de la cultura aborigen canaria. Aunque los distintos asentamientos isleños no tenían contacto con el resto del Archipiélago, sí que cuentan con prácticas y rituales similares bajo distintas nomenclaturas. Además de los escasos vestigios arqueológicos, la mayoría de estudios lingüísticos, antropológicos y teológicos de la comunidad guanche (habitantes de la isla de Tenerife) y sus congéneres están fundamentados en suposiciones a posteriori. Leyendas celebérrimas como la de Gara y Jonay o el Árbol Garoé parecen ser invenciones de distintos historiadores europeos de la época. Pese a que no dejan de formar parte del imaginario mítico-literario canario, algunos de estos símbolos de dudosa procedencia han sido exacerbados por los movimientos nacionalistas en detrimento de la capacidad crítica del pueblo.


En este reportaje se ha empleado la técnica de la caracterización compuesta como método de recuperación periodística. Se trata de una ficción al servicio de la verdad simbólica y no responde a ningún pasaje histórico ni tradicional. Es, simplemente, una pregunta: ¿qué pudo ser de haber sido? No tanto en la respuesta misma, sino en su búsqueda es donde existe mi periodismo.


Glosario
  1. Topónimo guanche de la cueva de San Blas, en el municipio tinerfeño de Candelaria.
  2. En referencia a la leyenda de la llegada de la supuesta Virgen de Candelaria.
  3. Organización política y territorial aborigen cuyo máximo representante era el mencey.
  4. El sol, considerado una deidad por los guanches.
  5. Piedra grande.
  6. Encarnación del mal, causante de las erupciones volcánicas y otros desastres naturales, que vivía encerrado en el volcán del Teide.
  7. Reunión entre los miembros del consejo que asistían al mencey, compuesto por ancianos guerreros.
  8. Especie de sacerdote o adivino.
  9. Deidad femenina a la que se le atribuía la fertilidad.
  10. El ídolo de Tara es un hallazgo de la isla de Gran Canaria que representa la maternidad y el papel que tenía la mujer en las sociedades aborígenes.
  11. Habitantes de la isla de El Hierro.
  12. Pequeñas creaciones cuneiformes de barro.
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El periodismo me queda de paso. Escribo. Arte, misantropía y revolución. Excelsior.


Un comentario en «La mitología guanche y su influencia en la cultura aborigen de Canarias»

  1. Las dudas seguirán, pero relatos como estos nos permiten soñar con lo que pido haber sido. La historia de Canarias antes de la conquista fue sepultada bajo un silencio políticamente obligado.
    Gracias por hacernos soñar con tu narración.

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