Últimamente pienso mucho en mí misma. Pienso en mí como un sujeto que ama amar, desea amar, elige amar. Pienso en cómo llegué hasta aquí y en cómo podría, y pude, llegar a tantísimos otros sitios. Pienso en mí todo el rato. Incluso cuando me desprecio también pienso en mí. Enredada en pensares ególatras taconeo por este asfalto estropeado: llego tarde. Se hacen las 8 de la mañana y, una vez más, llego a la tienda sudada y apurada. Un día más de asalariada. Abro la puerto y enciendo las luces, respiro, suelto el bolso y me siento en el taburete: total no va a venir nadie hasta pasadas las 9 y 30. Saco el móvil: nadie me escribe, como siempre. Abro twitter y pienso qué película veré esta tarde. La vida adulta es monótona, cansina y, también, tremendamente aburrida. Madrugamos, algo que debería ser profundamente ilegal, vendemos nuestra fuerza de trabajo durante más horas de las que se debería y llegamos a casa, con suerte, agotados. Así un día, y otro y otro y otro. Esta tarde veré Lost in Translation.
Se acerca el fin del turno y hace sol. Sonrío tímida, como pa’ dentro, como por dentro. Hace tiempo que convivo con un anhelo de no sé muy bien qué. Siento un hueco que ruge, que pide, que exige pero no entiendo sus demandas. Anoche escuché a Luis García Montero hablar sobre Almudena Grandes y el amor que los unía, se me estrujó el corazoncito y el anhelo tomó forma. Una soledad honda, robusta y, en cierta medida, elegida inunda mis horas. Hace unos meses elegí abrazar la ausencia antes que seguir sometida al yugo de la aprobación y el deseo masculino. Pienso en Bad Bunny: «hace tiempo que no envío “buenos días te amo”». Toda una vida leyendo historias de amor, escuchándolas en las canciones y viéndolas en el cine que ahora este móvil que no suena se siente como una loza de 26 años de largo. Me siento como Charlotte (Scarlett Johansson) en Lost in Translation (2003): perdida, estancada, con una melancolía sin nombre mirando la ciudad a través de mi céntrica ventana. En este atasco de preguntas sin contestar, de deseos sin cumplir: navego y transcurre mi existencia.
Llegando a casa, paré a comprar una garrafa de agua. Me encontré a una amiga con su amiga del alma, de la vida, de la infancia, de los hobbies. Se las veía felices, se dedicaban miradas que abarcaban mundos y parecían hablar el mismo idioma, un idioma único, un idioma que nació con su amor. Parecían empastadas, con sus extremidades fundidas y mezcladas: sería terrible tratar de identificar donde empieza una y acaba la otra. Unas vidas para siempre marcadas por la certeza de un amor tan fuerte recíproco y compartido. Bailan, cantan y caminan siempre en armonía. Los momentos de disenso son etapas de tránsito, de avance, de reciclaje, de apretar la mano de la otra más fuerte. Se hacen fotos la una a la otra en los momentos importantes y en los lindos, se compran regalos que desean con ganas y aconsejan a los demás con qué hacer a la otra feliz. Se cuidan, se miman y se encargan de que cada una tenga un cumpleaños especial. Todo se resume a una coreografía que aprendieron jugando de niñas y que, pasados los 20, siguen recordando con detalle. No sé por qué tuvieron que convencernos de que no era este el amor más deseable de todos.
La tarde de ese día, tan solitario, gris, otoñal, disfruté de ver Lost in Translation cómo si fuera la primera vez que veía cine. Igual entendí su magia. Todos los días me siento Scarlett Johansson en posición fetal en una cama amplísima preguntándose si este sentimiento de estancamiento mejorará algún día: sin embargo, yo lo comparto con una presencia evocada, sin cara definida, sin nombre, sin voz. La soledad es dulce, casi siempre. Nadie me pide que quite el programa de Buenafuente que he visto más de 5 veces cuando es de madrugada y me mantengo insomne. Otros días, cuando el mundo —el de fuera— se pone cruel, violento, injusto, inasumible: el deseo de compartir el dolor por un mundo aterrador, por dejarse sostener y cuidar, supera cualquier ansia de enfrentar el patriarcado y su obligatoriedad monógama y matrimonial. La monotonía del trabajo me tiene como a Charlotte: con una peluca rosa, siempre interpretando a otra yo más fuerte, más independiente, más libre, pero con el deseo de dejar caer mi cabeza sobre un hombro que ame. Lo dijo Natalia Sosa: tu hombro como patria.
Casi a diario, un poco antes de que anochezca, paseo por las calles de este pueblo grande con nuevas amistades. Qué bonita es la compañía: no logro entender por qué deberíamos forzarnos a vivir a solas. Hablamos de Her (2014) de forma recurrente: el día que vi Lost in Translation parecía incluso que el cielo tenía los colores y la música de la película protagonizada por Joaquin Phoenix. Se dice que Sofía Coppola (directora de Lost in Translation) y Spike Jonze (director de Her) crearon ambas películas para mostrar su visión sobre la ruptura de la relación que ambos mantenían: puede que Her sea una carta de despedida. En el marco de pensamiento y sentimiento impuesto por el capitalismo, es lógico abogar por el individualismo y la no vinculación con los semejantes. Pareciera, a priori, que el amor es una herramienta para salvarnos de esto. En ese vértice en el que convergen, y se fortalecen mutuamente, capitalismo y patriarcado: el amor de pareja se convierte en territorio de perpetuación de estructuras sociales que no nos interesan. Deseo enamorarme. También deseo encontrar la manera de no perderme a mí misma por el camino y no vender —también— el territorio de los afectos a los intereses del capital.
Nunca pude elegir entre ciencias y letras: por eso hice las dos. Hubo un tiempo en el que creí cambiar Periodismo por Medicina. Ahora creo que sin las palabras no se cura. Me gusta caminar, leer en la calle y hablar de política. Danzad, danzad o estaréis perdidos.