Ja no hi podré desembarcar mai més

Joan Margarit («La isla misteriosa»)

Desentierro los pies y allí donde descansaban solo queda un par de hoyos profundos y enigmáticos. Son dos pozos en los que de vez en cuando dan a parar cientos de diminutos granos de arena, que descienden sinuosos como ríos de sable. Yo me divierto tratando de acertar cuál de ellos alcanzará el fondo primero. De pronto llega una ola y los huecos se inundan. Como dos ojos negros y vacíos, se me quedan mirando. Y yo no sé qué contestar a sus preguntas. La playa está sembrada de conchas y de niños y de eses afiladas y de turistas. Otra ola se acerca a borrar la memoria de la orilla y ambos agujeros se transforman en otra cosa: una isla misteriosa a la que le han dado la vuelta. El agua es un espejo y todo está del revés. Bocabajo yacen los callaos y la arena negra y los volcanes dormidos. Pero arriba, la playa está sembrada del ruido de los coches y guijarros amarillos y hoteles de lujo y despojos de miseria. 

Hace tanto calor que mis propios ojos se deslizan. Ruedan por mi cara y por mi pecho y van dibujando tras de sí un rastro de caracol. Yo los dejo marchar (en el fondo sé que no me pertenecen). Caen, como dos gotas, sobre la espalda de mi isla cóncava y misteriosa. Pero no importa. Mis ojos son los ojos de las cosas bellas que me miran de vuelta, al otro lado de la esquina, por encima del tiempo. Su hogar es la tormenta de calima o la niebla que baja por el monte arrastrando vientos de magua y andoriñas. El sol me quema el cuello y torna el vello dorado. Y es entonces, despojado de todo presente, cuando comienzo a ver. 

La isla misteriosa: ¿qué queda de ella y cómo regresar?

Veo una parra retorcida y una niña mala, muy mala, al lado de un niño triste disfrazado de león, con dolor de garganta. Veo a mamá con el pelo corto y la permanente de tía y me veo a mí mismo leyendo un libro de egipcios o de piratas o de dinosaurios o de mitos griegos que está lleno de acertijos y de desplegables y de texturas y de tarjetas. Veo también la azotea de mi abuela, tan llena de higos de leche que apenas se distingue el suelo. Se secan al sol, como los lagartos, para hacer higos pasados. Y veo mi cuarto: una celosía de ositos y payasos, un caballito de madera y unas gavetillas llenas de Hot Wheels con los que solo juego poniéndolos en fila, uno al lado del otro, encima de la alfombra.

Cuando las clases terminaban y empezaba el verano, yo pasaba todo el tiempo posible en casa de mis abuelos. Y veía El Diario de Patricia con mi abuela y le pedía a mi abuelo que me pelara un par de higos picos en la merienda. Y esperaba impaciente a que mi tía volviera del trabajo, porque mi tía era mi persona favorita del mundo mundial y siempre se ponía a verme jugar al Prince of Persia de la Play 2 o a cualquier juego con machanguitos de la PSP, aunque ella no supiera ni encender la Game Boy rosada de mi hermana. Y luego, por la noche, yo leía y leía los libros de Narnia o de Laura Gallego o de Harry Potter (aunque la escritura de la tal J. K. no me gustaba nada de nada). O también veíamos películas, muchas películas, lo que dieran por el satélite, en Cosmo o en AXN. Y empecé a aprenderme los nombres de la gente: Escarlet Yojanson, Keit Blanchet, Jiu Yakman, Orlando Blum. Y, desde el cuarto contiguo, mi tía le daba las buenas noches a su príncipe de las mareas nocturnas, mientras yo repasaba la lista de nombres de cine que había memorizado aquel día. 

No necesito esforzarme para recuperar los años en que hacía kárate con Richard y con Johanna, los primeros besos bajo el agua con una compañera de natación, los zumbidos del Messenger y los orgasmos torpes y culpables antes de borrar el historial de Internet. Y el inicio de la pubertad, tan sumamente confuso: a veces jugábamos al yo nunca y nos fingíamos borrachos y otras seguíamos jugando al escondite como lo habíamos hecho toda la vida. Los límites eran los de siempre: la tajea, el Calvario, ca’ Inés y las huertas de Donate. Solo que ya no valía ser estrellita. Y también nos íbamos a los columpios en lo de Matilde o hasta el pino más allá del campo fútbol o al poli o al parking del colegio, a arrancar rabo de gato y sacarnos fotos para el Tuenti.

Recuerdo también lo feliz que me hacía el cuartito del monte y encender la chimenea y asar las morcillas con pasas y almendras. Recuerdo pasarnos el limón y los refrescos, todos alrededor de la mesa, y comer pan de leña y el cuadro ajado que colgaba de la pared. Y recuerdo las historias de la lucha canaria, las de fantasmas y galerías, las del sur y los tomates. Recuerdo el tacto de la pinocha seca, el eco de la Gollada, el ruido de las piñas estallando como granadas. Recuerdo muchas cosas. Es decir, recuerdo muchas cosas… y a la vez tan poco…

Otras islas misteriosas

Apenas recuerdo Lanzarote. Si acaso la blancura de los Jameos del Agua y los gatos en la piscina. Sí guardo una bonita estampa de todas las veces que fuimos a La Gomera: los cumples de mi hermana, las colchonetas y los esguinces, mi barriga y mis brazos llenos de picos de zarzas. Recuerdo la humedad del Cedro y los riachuelos y el parador. Y La Palma, con sus callejuelas empinadas y el bienmesabe y el queso asado con miel. Y me acuerdo de ir con el coche y bajar una cuesta y luego subir y allí en lo alto no ver sino un inmenso mar de plataneras, plantaciones infinitas que se extendían hasta el horizonte. Recuerdo las dunas de Fuerteventura y el coche de alquiler, ver la Isla de Lobos a lo lejos y entrar a ver el Museo Elder de Las Palmas y tocar con la rondalla en la romería de Teror. 

El precio del exilio

Cuando digo chacho, ¡ay, mería!, ños o afloja, mi niño. Cuando hablo de las papas arrugadas con mojo cilantro y de la tortilla de papas viejas con cebolla y de la tarta de galletas y del Clipper de fresa y de las chocolatinas Tirma y los Munchitos. También a veces, cuando me brotan de los labios versos de Tomás Morales y García Cabrera y Natalia Sosa y Félix Francisco. O cuando leo un poema mío, ahí detrás también aflora esa isla misteriosa. Mi cuerpo está viejo y feo y combado, pero mis ojos están flotando en las aguas tibias de un Atlántico al borde de la extinción

La marea ha subido tanto que moja la toalla y cubre de espuma mis piernas. Solo entonces despierto de mi duermevela y recojo los trastos para volver a mi piso con un balcón que de noche alumbra la noria del Tibidabo. Pero yo sé que, sepultada en el fondo, lejos de las masas de guiris y la polución de la gran ciudad, siempre quedará una isla misteriosa a la que podré regresar. Una isla que ya no comprendo porque allí nada ha cambiado y todo sigue igual. Todo sigue igual, salvo uno mismo.

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El periodismo me queda de paso. Escribo. Arte, misantropía y revolución. Excelsior.


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