Es domingo. Un domingo cualquiera. Estamos en junio y hace calor. Y como suceden todas las cosas cotidianas, que no nos revelan su magia sino con los ojos cerrados, mi abuela lee mis poemas en voz alta sentada en el patio entre dos casas: la suya y la de mi hermana. Hay macetas con plantas y con flores, hay orquídeas y claveles de aire. Hay un par de sillas verdes y una mesita y unas escaleras y unas tacitas de café. Para unos, solo. Para otros, cortado. Y así, mientras le doy pequeños sorbos al leche y leche, se van pasando de unos a otros mi libro.

Cuando llega de nuevo a mí, busco un poema, uno escrito con el recuerdo de ese patio de macetas, de las vetas del sol dibujadas en el mar sobre el muro de bloques sin vestir, de los abanicos de tela y el olor a mierda de perro. Y mi abuela lo lee, sin gafas y sin titubear demasiado. Ella, que a duras penas escribe la lista de la compra con una caligrafía perfecta, de esas de antes, de las de maestra de escuela. Y escucho también a mi abuelo, que no entiende mucho qué es eso ni por qué lo escribí, pero vocifera: «A-la-sombra-del-fuego». «¿Y ahí, Manolo, ahí qué pone?», le pregunta mi abuela. Y él responde: «Ri-car-do-Ma-rre-ro-Gil».

¿Cómo hablar de mi libro?

Me gustaría no hablar nunca más de mi libro. A la sombra del fuego es un poemario que escribí desde el olvido, consciente de que yo no era nadie. Que solo soy un escritor torpe e imberbe en busca de su propia voz, repleto de dudas y de preguntas y contradicciones que me definen más que ninguna certeza. A la sombra del fuego era yo desnudo, en la intimidad de mi habitación, a las tantas de la madrugada, sumido en una especie de delirio embriagador, tentando las verdades que dormitaban en mi oscuridad. Pero no es hasta ahora que sostengo el libro entre mis manos y que lo toco y que paso sus páginas cuando me doy cuenta de que es real.

No sé si tal cosa sucederá alguna vez, pero si alguien decide hojear algunos de mis versos, dotará de un sentido completamente diferente al original mis poemas. Esa es la magia de la poesía. Para los griegos, poeisis significaba creación, en sentido amplio. La poesía es el germen de todo, es el poder de los dioses, es el pretérito del subjuntivo: lo que hubiera sido. Vicente Huidobro decía que en un poema es una cosa que no es, pero que debería ser.

Saldar la deuda

Y creo que esa es la única razón por la que puedo empalabrar las ideas que me impulsaron a escribir. He contraído una deuda con mis maestros, autores y autoras de otro tiempo: Alejandra Pizarnik, Federico García Lorca, Alfonsina Stormi, Vicente Aleixandre, Pablo Neruda, Pedro Salinas, Marina Tsvetáyeva, Anna Ajmátova, Guillaume Apollinaire, Charles Baudelaire, sor Juana Inés de la Cruz, Félix Francisco Casanova… y tantos otros. Y es la misma deuda que tengo con mi familia: mamá y tía, que sin tener nada me lo han dado todo. Y con mis amigos. Cuando repaso el poemario, me hace mucha más ilusión encontrarme impreso junto a mis poemas los nombres de Mario, Elena, Alexis y las referencias implícitas a mis amigas de toda la vida que mis propias creaciones.

Entonces no lo sabía. Pero si algo tengo que agradecer a Elsa López, mi editora, es ese instante en que se cierra el círculo: mi abuela leyendo el poema que escribí pensando en su casa, en mi infancia jugando con las barbies y con los action man a principios de los 2000. Y es que cada verano, cuando los alisios traen el calor africano y ni siquiera el océano es capaz de menguarlo, mis abuelos sacan al camino dos sillas del comedor. Abren la puerta hasta el canto atrás y se ponen a ver el parte o Pasapalabra o lo que sea que den. Y conversan. Alegan de lo que sea, de las cosas de las que hablan la gente en el pueblo: enfermedades, muertes, nacimientos, cuernos, noviazgos y separaciones. Y de vez en cuando sacuden las piernas para quitarse de encima los mosquitos o los bichos negros que se les posan.

Palabras: mejor sobre el papel

Por eso creo que no tengo derecho a hablar de este libro. Que la facilidad para desembarazarse de la culpabilidad del narcisismo le va más a Paco Umbral que a un muchacho pobre de un pueblo perdido de Tenerife. Y tampoco puedo hablar de él porque no encuentro las palabras, quizás porque no existen. Todo lo que tenía que decir, lo he escrito. El verbo no tiene lugar de viva voz. El papel, aunque no consiga fecundarlo con mi pluma, es el medio natural de estos poemas. Toda dicción es un alejamiento de la idea que los inspiró, una deformación de la belleza de la antropofagia.

Y también creo que mi poemario solo tiene sentido como el azar quiere que sea leído: en un patio exterior con la última luz de la tarde, bajo el turro del sol en la playa, sobre la pinocha del monte, en la guagua de camino hacia ninguna parte. No puedo hablar de este libro porque este libro solo se termina cuando el lector lo recibe como quien acepta su propia muerte con los brazos extendidos. Y no creo que nunca más signifique tanto como en ese instante en que lo leyó mi abuela.

Un cortado leche y leche, por favor

A la sombra del fuego se abre con mi verso favorito, que curiosamente no forma parte de un poema al uso, sino de la obra de teatro Bodas de sangre: «Y te sigo por el aire como una brizna de hierba». No soy poeta ni lo seré nunca, pero sí tengo la esperanza de que la poesía, la auténtica poesía, puede ser descubierta hasta en los lugares más inhóspitos. Como en una tarde de café con mi abuela.

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El periodismo me queda de paso. Escribo. Arte, misantropía y revolución. Excelsior.


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