Las obras de Frida Kahlo, sus autorretratos, podríamos decir sin demasiados ambages que son unas de las imágenes más universales. Pensar en la artista y venirse a la mente uno de sus cuadros, en Las dos Fridas o en el Autorretrato con collar de espinas. Quizás, también, esta universalidad pueda hacer que perdamos la perspectiva de quién fue o, sobre todo, de lo que pasó.

Por eso, vincular su obra a su vida, conocer el quid detrás de su cuestión es imprescindible para conocer una de las figuras más importantes del siglo pasado. Ese es el objetivo de Frida Kahlo: La experiencia, una suerte de exposición inmersiva que recorre los puntos biográficos de la vida de Kahlo.

Instalada en Madrid, cuando se accede al lugar en el que se aloja, uno puede pensar que está viendo un documental, pero los asientos, en forma de cubo, repartidos por una amplia sala no parecen indicar lo mismo. Unas amplias paredes blancas, en forma trapezoidal, cercan el espacio, lo acotan a la vez que lo hacen abierto. En el centro, un monumento también blanquecino, con velas apagadas se alza, esperando a ser iluminado.

Entre documental, exposición e interacción

El techo está repleto de estructuras metálicas que sostienen altavoces, pero apenas lámparas. Porque la luz no vendrá de ellas, sino de las decenas de proyectores instalados a lo largo del recinto. Jugar con nuevos formatos en la representación artística no deja de tener su punto arriesgado: es muy fácil excederse con efectos sobrecargados, o distraer con las formas y poner el contenido en un segundo plano. Esta vez no parece que sea así.

El sufrimiento marcó la vida de Frida Kahlo: enfermedades desde que era niña y algunos accidentes de gravedad a lo largo de su vida la condenaron a pasar grandes épocas en una cama. Una cama, que todo sea dicho, fue el inicio de su pintura. Con esa historia arranca la exposición inmersiva, con los dibujos y los trazos recorriendo las paredes (y también el suelo) para acompañar a la narración que dirige la historia.

La iluminación que aporta el propio espectáculo

Un espectacular trabajo de diseño gráfico, ilustración y banda sonora, cuidado hasta el más mínimo detalle, narra la evolución artística que llevó a Kahlo desde México a París, para convertirse en la primera artista mexicana en tener un cuadro en el Museo del Louvre. Una sucesión de cuadros, intercalados con detalles gráficos y animaciones que hilan la historia, invaden las paredes de la sala, que en ningún momento te distrae. Te atrapa.

Con la llegada de Diego Rivera, la pasión inunda la exposición. El amor brota del suelo, de los límites fisicos en los que se están proyectando. Los cuadros de Frida, como Frida y Diego Rivera (1931), ya tienen un nuevo tono que reflejan los nuevos sentimientos que le evoca su relación.

De ahí, las firmas de Picasso, Kandinski, Breton o Duchamp, admiradores apasionados de la obra de la mexicana recuerdan cómo ella tardó muchísimo, aún con cierto éxito a sus espaldas, en ser consciente de la huella que estaba dejando en el panorama artístico.

Kahlo, de profundas convicciones políticas de izquierdas, que acogió al propio Trotsky en su casa en su exilio del estalinismo soviético, tuvo que emigrar fuera de su país natal cuando la situación se tornaba complicada con la llegada del militar Elías Calles al poder. A pesar de sus continuos problemas de salud, muchos de ellos secuelas de anteriores enfermedades y accidentes, la artista mexicana no dejaba de expresar en sus cuadros todo lo que vivía.

Viva la vida

Unos cuantos piqueticos (1935), un cuadro que mostraba la rabia que sentía Kahlo ante la frialdad de los feminicidios, rompe otra barrera en la comunicación: el marco también tenía detalles pintados, por lo que la línea entre los trazos y la realidad era más que difusa.

De México a Estados Unidos, de Francia de nuevo a México, las dificultades se acrecentaban para Frida Kahlo, pues a los problemas de salud se sumaban los amorosos, con el divorcio (momentáneo) tras continuas infidelidades por parte de Diego Rivera, que en cierta parte une y refleja en Autorretrato con collar de espinas (1940). Volvió Rivera y Diego en mi pensamiento (1943) selló el regreso de la relación.

El tramo final de la vida y obra de la artista mexicana no paró de mostrar los propios sentimientos de Kahlo con respecto a su malherida espalda y al resto de secuelas. La columna rota (1944), Sin esperanzas (1945) y El ciervo herido (1946) certificaron el dolor que arrastraba la pintora, que se despidió, en 1954, con Viva la vida, la máxima expresión de la pasión por vivir y sentir que tuvo Frida Kahlo.

Descubrir o revisitar la figura de una de las pintoras contemporáneas más importantes es siempre una obligación, máxime si se trata de la de Kahlo. Hacerlo con Frida Kahlo: La experiencia es una oportunidad única. El trabajo detrás de una exposición es admirable, pero los recursos gráficos, la iluminación que aportaban los propios cuadros, la banda sonora y la sensación de estar en un lugar en movimiento mientras estás sentado, es algo difícil de conseguir y que merece todo su reconocimiento.


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