A Sor Antonia, Mapi Rodríguez, Dulce Jiménez,

Sandra Lagardera, José Miguel Sánchez, Inmaculada Blasco,

Benigno León, Agustín Valenzuela, Antonio Martínez-Riera,

María Eulate, Marta Charfolé, Ricardo Torrent, Eva Paz

y tantas otras profesoras que hacen del mundo un lugar mejor.

Dentro de un mes cumplo 25 años —mi día favorito del año junto con Nochevieja— y pienso mucho en esas velas encendidas delante de mí, consumiéndose entre cera, llamas y años de vida. «Hacemos el balance de lo bueno y malo» y en este mundo capitalista, el balance vira hacia medir lo consumido y lo acumulado: títulos, dinero y cuerpos.

De las niñas que les gustaba ir al cole

Miro atrás en mi vida, «que veinte años no es nada», y veo una playa amplia y de arena amarilla —que me recuerda sospechosamente a Las Canteras—. Camino, dejo mis huellas y hago un surco con el dedo gordo. Entierro mis tobillos con el vaivén de la orilla y siento el rugir de las olas atlánticas contra mi esternón. Cojo un puñado de arena y noto como se me escurre entre los dedos: pongo rápida la otra mano debajo y me acerco para mirar más de cerca ese puñado infinito de palabras que dejaron en esta orilla —mi vida— quienes me regaron y me alumbraron el camino. Este texto —modesto y mediocre— es ese reconocimiento que este sistema precario les viene negando desde hace tantos años a los profesores y profesoras.

Allá por el año 2000, llegaba a casa por las tardes y sentaba a todos mis nenucos en la cama en círculo frente a una pizarra chiquita que colgaba de mi pared. Abría la puertita del armario de los juguetes y sacaba los libros que me había regalado mi tía para aprender a leer. Tenían sus nombres escrito a lápiz y yo los repartía entre mis jovencísimos alumnos: Micaela, Silvia, Lara, Natalia, Raquel. Me gustaba ir al colegio y rápido aprendí a leer. Mis libros favoritos eran el Micho y un cuento que heredé de mi padre «mi primera comunión voy a hacer hoy». Me leía los libros de texto cuando empezaba el curso y me costaba mucho elegir una asignatura favorita. Mi primer trabajo de investigación lo hice sobre los gusanos que se convertían en mariposas y Mami me ayudó a buscarlo todito en la enciclopedia que había en casa. No me malinterpreten: todos sabemos que dividir por tres cifras o aprender sintaxis no apasiona a casi ninguna jovencita. Los profesores y profesoras que me encontré, entre escaleras y recreos, sembraron y cultivaron el patio diáfano que tenía dentro de mí. Los profesores y profesoras que me encontré me enseñaron a ser.

Educación para gestionar las crisis

Vivimos una época histórica e inaudita: los locos años 20, segunda parte. Una pandemia mundial que paralizó el mundo —tal vez solo importó tanto porque amenazó las vidas del norte global, las pandemias de los sures tal vez sean otras— e hizo temblar los cimientos, agrietados y enterrados en arena, de un sistema económico violento, ineficaz y exterminador. Un mundo de pobreza, injusticia, odio, incoherencias de los mandamases y debates mediáticos a los que casi nunca se invita al espíritu crítico.

A raíz de la caída del estado de alarma, los mismos que llevan unos años haciendo propaganda gratis a los nuevos fascismos — gratis ????— y que cada vez que tienen ocasión le ponen el micrófono delante a Miguel Bosé, nos están pidiendo responsabilidad individual y ciudadana para que la gente se vacune y para no hacer macrobotellones. A los que abrieron los bares solo para turistas mientras retienen a miles de migrantes en condiciones infrahumanas en los montes de Tenerife se les llena la boca nombrándose «socialistas» nos piden responsabilidad y que aguantemos el tipín unos meses más que ya no queda nada. Responsabilidad social son las redes de apoyo mutuo que sostienen las vidas de muchas a las que se ha abandonado durante este año de pandemia. El balance entre responsabilidad individual, libertad y colectividad se asienta sobre la tierra fértil que da la enseñanza: con la educación pública desmantelada por leyes neoliberales desde hace décadas, ¿qué espíritu crítico se quiere?

Docentes que (nos) construyen

A lo largo de la historia de este país al que pertenecemos legal y administrativamente, vemos como la educación ha sido un terreno conflictivo: siempre se tuvo claro que era —es— una herramienta esencial para construir el proyecto de país, de valores y de gentes, que se desea desde cualquiera de los prismas políticos. La educación vista como un arma para perpetuar y reproducir el statu quo o para liberar y construir ese mundo nuevo que llevamos en nuestros corazones. En el siglo XX, sobre todo en la primera mitad, la inestabilidad política se tradujo en saltos hacia adelante y hacia detrás en materia educativa. Enseñanza solo masculina, la sección femenina, clases de costura para ellas y de matemáticas para ellos, mujeres que tuvieron que disfrazarse de hombres para ir a la Universidad, colegios solo para los ricos y la religión católica atravesando toda la transmisión de conocimiento que tenía —y seguro sigue teniendo— lugar en las aulas.

Profesoras con ganas de construir un mundo mejor, de hacernos más libres para que todas podamos desarrollar nuestro proyecto vital, se enfrentan a un sistema educativo al servicio de las élites político-empresariales y sus intereses. La educación pública maltratada y casi desmantelada —en niveles universitarios, los estudiantes vivimos, todavía hoy, dificultades diferentes según clase y género— y las profesoras dejándose la piel por sacarnos a todas adelante —y casi todos los casos lo logran—.

Lo académico en la frontera de los 25 años

 A partir de los 2010, cambié el Micho por Crónica de una muerte anunciada y empecé a pensar que tal vez ser adulta eran peleas irracionales e irreconciliables con grandes novelas. Aprendí a usar un poco el Excel, un poco el Photoshop y que Kant siempre salía a pasear a la misma hora con el mismo recorrido. Aprendí que los derechos se pelean, que a las huelgas se va con la frente alta y el DNI encima, y quién fue Lorca. En el instituto crecí y las profesoras me cosieron las alas con hilos que todavía resisten. Aprendí a querer ser siempre una mejor yo y a mirar a los demás con la humanidad y la empatía mediante.

Descubrí más adelante, ya rozando peligrosamente estos caóticos años 20, que no podía elegir entre las ciencias y las letras y que los conocimientos que me interesan se alejan de lo técnico habitan las manos y los ojos de quien me los enseña. Vagaba perdida por las calles laguneras, estudiaba Periodismo y cada vez veía mis letras más lejos de lo mediático: un profesor de Medicina me concedió una entrevista. Me enseño la Facultad, los laboratorios, habló durante horas conmigo y me trajo a lo que ahora es mi pasión: sanar, cuidar y acompañar. Ahora, estoy al filo de los 25 años, del cuatro de siglo y ojalá de vida, y este lunes fue la primera vez que un profesor de la Universidad se aprendió mi nombre. Vamos todas las mañanas a escuchar a alguien, en mitad de una pandemia que tiene al personal sanitario exhausto, enseñarnos a ser buenas médicas y buenas personas. ¡Si hasta parece que le gusta hablar con los alumnos!

Leer, ver cine, politizarse y organizarse para que los docentes tengan los recursos para enseñar como saben y desean. Una revolución para que todos los profesores tengan el tiempo y la calidad laboral para aprenderse el nombre de toda la clase.

P.D.: En algún punto de la genealogía de mi vida, encontré a Ricardo Marrero Gil que, sin ser profesor de nada, me enseña mundos en cada punto y cada coma. Gracias por hacerme escribir y crecer, y crecer escribiendo.  


Un comentario en «El profesor que se aprendió mi nombre»

  1. Gracias Elena. Estas palabras reconfortan los ánimos decaídos en los que está sumida nuestra profesión-vocación. No hay palabras para describir la emoción de ver que en nuestras alumnas han germinado las semillas que sembramos en su momento. Me ha quedado cursi pero es que aún tengo los ojos vidriosos. Tienes toda la vida por delante y va a ser maravillosa.

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