Hace un tiempo, mucho —tal vez tanto tiempo que hasta mi fémur era más corto y mi esternón era cartílago—, me invitaron a un evento, seguramente era algo irrelevantemente adolescente que ni recuerdo, y ahí estabas. Te vi por primera vez y recuerdo perfectamente que torciste la boca en una sonrisa a medias, no recuerdo a quién ni por qué. Hacía sol, era verano y yo llevaba un chándal rosa pirata. Las canillas peludas seguro, menos mal que hay cosas —lindas— que no cambian, que perduran en el espacio-tiempo. Lo que no sé es si tú conoces esta historia.

Luego, en ese verano que lo recuerdo eterno —tal vez recuerdo la fusión de varios veranos, aunque creo que eso en realidad no importa—, hablábamos de música y yo me sentía escuchada: pensaba que se había iniciado una trama en la historia de mi vida. Me sentía personaje secundario de la comedia romántico-adolescente que eran los quince años de mis amigas. A ellas les escribían «ola wapa :P», las deseaban, les regalaban anillos, las invitaban al cine chicos con camisas de botones. A mí, sinceramente, no me apetecía nada soportar a esos señores medio musculados y que olían todos igual, a barato, a sudor mezclado con One Million.

Enamorarse en la convulsa adolescencia

Era muy feliz siendo la amiga de la protagonista, la lista y fea, la gorda, la que le dice ese chico no me parece muy listo, la creativa. Exploraba mi propia identidad: investigaba, leía, bailaba y pensaba qué hacer con mis ganas de cambiar el mundo. Aunque, a veces, me miraba en el espejo y, mientras me hacía el moño, pensaba qué se sentiría al ser la protagonista de la sitcom, aunque fuese un día, un recreo.

Éramos adolescentes de la primera década de los 2000: hablábamos por Tuenti, trasnochábamos por Tuenti, nos enamorábamos por Tuenti. Nos enseñábamos los pijamas y nos quejábamos de los exámenes de Física y Química. Nos dedicábamos canciones, nos escribíamos canciones, nos grabábamos canciones; que Sabina me perdone, pero esas sí que eran las más hermosas del mundo: «mi escondite / mi clave de Sol / mi reloj de pulsera / una lámpara de Alí Babá dentro de una chistera / no sabía que la primavera duraba un segundo». Tenías muchas faltas de ortografía y, francamente, no me parecías nada guapo. Me gustabas mucho.

Yo era, seguramente, una pedante y una altanera. Me peleaba con mis amigas todo el tiempo, me sentía justiciera de cualquier causa y creía que la gente culta escuchaba rock. Me consideraba buena persona y leer Los Juegos del Hambre fue un punto de inflexión. Quería ser mejor y más justa cada día: «nos ocupamos del mar / y tenemos dividida la tarea: / ella cuida de las olas / yo vigilo la marea».

El amor romántico y el «yo»

Con dieciséis años me senté en las escaleras del zaguán de mi edificio: pisé la calle y, además de la calima, me llegó de golpe la sensación de que o me casaba contigo o me ibas a doler toda la eternidad. Tenía dieciséis años y creía en el amor romántico, el amor que al final siempre triunfa, el destino, Hollywood, Disney. A esa edad, los veinticinco años se presentan como un sinónimo de «toda la eternidad». Sentí una mano en la garganta que me agobiaba muy fuerte y otra que me acariciaba, me daba consuelo. Rupatrupa lo dice mejor de lo que yo seré capaz de verbalizar nunca: «me exijo ser feliz / y es harto complicado, menos mal que te he encontrado / y que en aquella noche gris tu te fijaste en mí».

Estar enamorada de ti fue una parte fundamental de la definición de mi «yo» durante muchos años —demasiados—. Me pensaba como mujer, como canaria, como gorda y como enamorada de ti. Tu existencia me reveló mi propia capacidad de amar. Me amé amándote. Descubrí, de pronto, una humanidad bella cuando nos mirábamos a los ojos para contarnos cosas profundas, familiares, duras.

Nuestro encontronazo fue como en las películas cuando los protagonistas tienen un bebé: el mundo se para, se difumina el decorado y se siente la vida como un triunfo, se celebra el nuevo corazón que late y que llora. Cuando nos conocimos, nació en mí —y de mí— el auto-reconocimiento como un ser capaz de querer: me llamo Elena y lo quiero —ese «lo» es un complemento directo que alude al sujeto de mi querer: tú—.

Una amorosa resiliencia

Pasó el tiempo y fui —soy— feliz en otros brazos. He visto, y veo, la magnificencia de la humanidad en otras pupilas. Me enamoré de otros y otras, con historias e intensidades tan relevantes que merecen textos completos no esta mención tan cutre, incluso me enamoré de mí misma. Pasó el tiempo, crecimos y nos quitaron los cordales. Cambiamos Tuenti por Instagram y ahora nos pasamos canciones de Cruz Cafuné, sin dedicatoria —ni implícita ni explícita—. Pasó el tiempo, me aficioné al café y ya no estoy enamorada de ti.

Ahora, encontré un recoveco del destino en el que, por fin, me he creído que soy la protagonista de mi propia historia. Unos ojos entrecerrados color arena de Las Canteras me cuidan y me hacen ver que enamorarse —algo que igual siempre sobrevaloré—, en realidad, es central solo para las pelis hollywoodienses. Si ves a un muchacho con esos ojitos por la calle, porfa, dale la mano, con ese gesto tan tuyo, y agradécele que me haya arrullado con la calma de quien pela una manzana sin nada que hacer luego.

Me enamoré de ti y te quise mucho. Nos herimos y nos dañamos. Nos hemos hecho llorar y hemos compartido llantos por la crudeza de vivir. Hemos discutido y hemos hablado en susurros. He dormido maldiciéndote mil veces, y otras miles he dormido saboreando la plenitud de la existencia porque nuestras pieles se rozaban. Nos conocemos con una exactitud que a veces asusta. Nos hemos soportado lo insoportable. Hemos resistido tempestades —Filomena, querida: principiante—. Me desenamoré de ti y te sigo queriendo mucho.

Lo que no sé

Sístole y diástole. Me quedo sin palabras a veces al pensarte y me brotan las lágrimas como única expresión. Chavela Vargas cantó un desgarro que, parece, habitamos ambas: «yo no sé si tu ausencia me mate / aunque tengo mi pecho de acero / ¡pero nadie me diga cobarde! / sin saber hasta dónde te quiero».

Sé lo que siento con exactitud cuando veo que te ríes. Sé la cara que me vas a poner cuando te cuento algo. Sé leer tus ojeras. Sé muchas cosas —Felipe de Borbón me firmó un par de papeles que así lo acreditan— menos una. Lo que no sé es si te he amado. Lo que no sé es si esto ha sido, y es, amor. Lo que no sé es qué es el amor.

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Nunca pude elegir entre ciencias y letras: por eso hice las dos. Hubo un tiempo en el que creí cambiar Periodismo por Medicina. Ahora creo que sin las palabras no se cura. Me gusta caminar, leer en la calle y hablar de política. Danzad, danzad o estaréis perdidos.


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